Almas destinadas

8.

Philipe esperó paciente a que la muchacha le dijera algo, pero ella seguía abstraída en sus pensamientos más tortuosos.

—Puedes marcharte si quieres —le dijo ella cuando supo que Philipe quería respuestas.

El hombre se rio y soltó un largo suspiro que dejó en evidencia la gran paciencia que poseía.

Le preocupaba la actitud de Camille. Siempre estaba a la defensiva, creyendo que la gente no quería estar con ella verdaderamente, o que sentía que estorbaba en la vida de los otros.

Él ni siquiera tenía que preguntárselo para saber que así era.

—Entonces estás enferma —especuló. 

No iba a perder su tiempo preguntándole, porque sabía que la joven encontraría una forma de evadir su pregunta y terminaría mintiéndole.

Otra vez. 

Camille sintió su especulación como una puñalada directo en el pecho.

—No quiero hablar de eso —le dijo , pero cuando recordó que Philipe era un hombre terriblemente insistente, añadió—: es solo una gripe.

Philipe sonrió calmo. Aunque no se tragaba su historia, no quiso presionarla otra vez. Su mirada le decía que estaba atrapada en un debate doloroso. 

Era un momento tenso. Camille aun asimilaba lo que él le había hecho.

La había orillado a la muerte. El vacío que había sentido la había removido desde adentro, como un sacudón violento que la había despertado, pero por muy despierta que estuviera, se veía incapaz de solucionar el maldito caos que había en su vida. 

No había logrado nada bueno en su vida. No dejaba ni legado, ni herederos. 

Nadie la recordaría y, tal vez, eso era lo que más le dolía.

Saber que moriría sola y que terminaría olvidada, era lo que más la destrozaba.

No habría nadie que la recordara. 

—No quería que encontraran mi cuerpo —le dijo de pronto. Philipe la miró con grandes ojos—. Sabía que si lo hacían... —se rio con congoja—... me convertiría en una vergüenza para mis padres. Pasarían el resto de sus vidas diciendo que su hija los deshonró. Luke, él me culpará de todo. Por supuesto que lo hará. —Negó compungida—. Mala esposa, infértil, una fracasada... una buena para nada. 

—No digas eso, por favor. —Él la detuvo y con curiosidad le preguntó—: ¿Luke es tu esposo? —Necesitaba saber más de ella. 

Camille asintió sin poder mirarlo a la cara. 

—No había diferencia, ¿sabes? —le preguntó ella. Philipe negó—. Morir sola aquí, o morir sola en casa... —Una sonrisa torcida afloró en sus labios—. En los dos casos sería olvidada. Pensé que sería mejor desaparecer en el fondo del océano antes que tener una tumba vacía, sin nombre, sin flores... 

Se rompió cuando pensó en ese detalle tan mínimo, tal vez insignificante para muchos, pero que la hacía entender que, ni siquiera muerta, sería valorada.

A Philipe se le apretó el corazón cuando entendió lo que Camille trataba de decirle. Por supuesto que la entendió y no pudo quedarse quieto en su reposera, mirándola romperse. 

Se sentó a su lado y la abrazó fuerte. Le ofreció la contención que necesitaba.

Por primera vez, ella se sintió a salvo y contenida entre unos brazos firmes que le dieron abrigo; soltó un poco más de lo que se guardaba dentro de su pecho.

—Ya no puedo más, no quiero más... solo quería irme y que me dejaran descansar en paz, que olvidaran mi nombre, que alguna vez existí...

Philipe quiso decirle muchas cosas, pero no sabía cómo contenerla con palabras. No quería lastimarla o empeorar la tristeza que la embargaba.

Prefirió escucharla, en total silencio y fue lo mejor que pudo hacer.

Camille lo necesitaba. 

El oleaje fue medicina.  

Philipe supo que no podía abandonarla a su suerte. No podría dormir nada esa noche si la dejaba ir, porque pasaría toda la noche castigándose por su cobardía. 

Decidió entonces, aunque le resultaba lo más loco que había hecho nunca, secuestrarla.

La llevaría a su recamara aun cuando ella se negara, pataleara y gritara. Nadie iba a escucharla, porque, últimamente, el mundo entero había optado por la mezquindad. A nadie le importaban los problemas ajenos. 

—Bueno, está decidido, esta noche vendrás conmigo —dijo firme y se puso de pie frente a ella con actitud imponente.

Desde la reposera Camille lo miró boquiabierta y, aunque estaba destrozada por todo lo que sentía en ese momento, se tuvo que reír al escucharlo. 

—Estás loco —le dijo calmosa.

Él la pilló por sorpresa cuando se agachó frente a ella y con arrebato se la cargó en el hombro.

Camille chilló confundida cuando se vio colgando por su espalda y su única opción fue aferrarse de su cintura para no caer.

Pero él nunca la dejaría caer. La sostenía tan firmemente que, tras un par de pasos, Camille se sintió a gusto, aun cuando recibió las miradas curiosas de todos los pasajeros que se divertían a esa hora de la noche.




Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.