Almas destinadas

11.

Dificultosamente, Camille terminó su turno.

Lo hizo temblando y empapada en sudor y cuando bajó a su cabina de tripulación, se encontró con su tía.

Valery la estaba esperando, angustiada por el desarrollo de los hechos y rápido advirtió lo afectada que su sobrina se hallaba. 

Primero pensó que todo lo que le estaba ocurriendo le estaba afectando emocionalmente. Y, claro, ¿a quién no? No era para menos. 

Le oreció un vaso con agua y le pidió que tratara de calmarse. 

Le prometió que subiría unos minutos a la cocina para conseguirle una merienda que la hiciera sentir mejor y que regresaría cuanto antes. 

Se fue por un par de minutos y, en su regreso, la encontró desmayada en el cuarto de baño, ardiendo en fiebre y empapada en sudor.

—¡Camille! —chilló histérica y corrió a socorrerla.

Pensó que le requeriría un gran esfuerzo moverla del piso, pero rápido descubrió que su sobrina era tan ligera como una pluma. 

Lloró con más angustia cuando recordó el día de su nacimiento.

Ella había estado allí, la había cargado y la había mecido. Cuánto le dolió sentir su peso y conocer la misera en la que su sobrina había vivido por la culpa y el egoísmo de otros.

Y se incluía en ese grupo, porque si hubiera tenido el valor de enfrentarse a su hermana, Camille no estaría pagando las consecuencias.

Con suavidad la recostó en sus piernas. Le acarició las mejillas y le pidió perdón sin poder dejar de llorar.

Rápido sintió como su temperatura se elevaba y disipaba por su cuerpo también y supo que no era lo mejor tenerla allí.

Quiso salir y pedir ayuda, pero las explicaciones que tendría que dar eran muchas y podía apostar que Camille no quería que más personas supieran sobre sus problemas familiares. 

Se levantó del piso y preparó su cama. 

Heló el cuarto y se armó de vigor para llevar a Camille hasta la cama.

La tomó con mucho cuidado por las axilas y la arrastró a la cama. Subirla fue difícil, pero no imposible.

Le quitó un poco de ropa para que su cuerpo se refrescara, pero, la verdad era que no sabía cómo actuar. Nunca había tenido hijos, poco se había enfermado. Se declaró una inútil.  

No tenía ni la más mínima idea de cómo actuar en casos así. Además, no sabía que le estaba pasando. ¿Era el virus? ¿Necesitaba su tratamiento? ¿Le estaba pasando algo más? 

Se tomó un par de minutos para pensar porque se estaba volviendo loca.

Miró a Camille con congoja y lloró con rabia. 

—Dime qué tengo que hacer, por favor —suplicó llorando y sostuvo su mano lacia entre las suyas.

Buscó su teléfono e hizo lo único que se le ocurrió en ese momento de desesperación: le preguntó a Google y, claro, encontró un par de ideas que no vaciló en poner en práctica. 

Tomó un pedazo de tela limpio, lo empapó en agua fría y lo puso sobre la frente de la desmayaba muchacha. Notó como sus mejillas estaban tan rojas como sus cabellos cobrizos. Pensó que tal vez la camisa de cuello alto le cortaba el aire fresco, así que se la desabotonó con los dedos temblorosos. 

Los ganglios inflamados en su cuello la espantaron. Tuvo que armarse de valor para sentirlos, para saber lo afectada que se hallaba.

—Dios mío, Camille... —hipó Valery, con el corazón destrozado. 

Camille escuchó la voz de su tía a lo lejos y gimió con la voz tiritona.

Su tía se sintió aliviada de saber que estaba allí y no le importó nada. Preparó más paños fríos y con toda la paciencia del mundo le bajó la fiebre.

Camille se despertó una hora después, fatigada y sedienta.

Valery le ayudó a beber agua con un sorbete y cuando la chica se puso mejor, la abrazó fuerte y la besó en todo el rostro, con una alegría enorme de saber que se estaba recuperando. 

—Hablaré con mi amiga y le diré que estás enferma —dijo Valery, ya más aliviada de ver a Camille despierta y sin temperatura—. En dos días estaremos en Génova. Pediré mi pago por adelantado y mis ahorros los puedo retirar en el banco en Italia —pensó en voz alta, planeando todo muy bien y con cuidado—. Hablaré con Robert de turismo para que nos ayude a sacarte de Génova y te encuentre un alojamiento... también vas a necesitar un médico, un tratamiento...

—Tía, estoy embarazada —la interrumpió Camille.

Valery cayó de golpe en la realidad. Se quedó paralizada y, muchas frases horribles se pasaron por sus pensamientos, pero, fue momento de ser la mujer que nunca había sido y ser un apoyo para Camille, no una maldita carga.

—¿Estás feliz? —le preguntó.

No era correcto felicitarla si ella no sentía alegría sobre eso.

Tampoco podía desanimarla.

Necesitaba saber cómo se sentía ella antes de abrir la boca. 

Camille sonrió y los ojos se le llenaron de lágrimas. 




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