Almas Gemelas

Capítulo 16: La Fractura Definitiva

El mundo de Alan y April se había roto, pero también había renacido.

Mientras la red emocional colapsaba y el sistema se reconfiguraba, algo igual de profundo sucedía entre ellos. Ya no se trataba de huir, ni de pelear por sobrevivir: se trataba de descubrirse, de reconocerse de una manera que iba más allá de las palabras.

Esa noche, después de todo el caos, se refugiaron en un antiguo observatorio abandonado. La ciudad se veía a lo lejos, iluminada solo por las luces de emergencia y el brillo pálido de una luna artificial que continuaba su curso programado.

April se sentía distinta. Sus sentidos estaban despiertos de una forma casi dolorosa: el roce de la tela de su ropa, el aire fresco en su piel, el aroma de Alan tan cerca. Cada latido de su corazón era un eco compartido con el de él.

Alan la observaba en silencio, apoyado contra la pared de cristal que daba hacia la ciudad. Sabía que algo en April había cambiado para siempre. Ya no era solo la chica de otro mundo: era algo más. Algo que no encajaba en ningún sistema conocido.

—¿En qué piensas? —preguntó ella, acercándose.

—En ti —respondió él, sin apartar la mirada—. En cómo todo lo que creía perfecto quedó pequeño comparado contigo.

April sonrió, bajando la mirada. Sus mejillas se sonrojaron suavemente, pero no de vergüenza: de deseo contenido. Se detuvo frente a él, a pocos centímetros.

Alan levantó una mano y le rozó la mejilla con la yema de los dedos. La electricidad entre ambos era tan intensa que April cerró los ojos, dejando escapar un suspiro tembloroso.

—No tienes que controlarlo —susurró él—. Si lo sientes, vívelo.

April abrió los ojos, y en ese momento lo entendió: ya no había reglas. No había un sistema que los dictara. Eran solo ellos.

Fue ella quien lo besó primero.

Un beso lento, profundo, que fue creciendo en intensidad hasta que Alan la sujetó por la cintura y la atrajo contra su cuerpo. Sus respiraciones se mezclaron, calientes, urgentes.

Las manos de Alan recorrieron su espalda, subiendo bajo la tela de su blusa. April tembló al sentir el contacto directo, arqueando ligeramente la espalda. La prenda cayó al suelo con un movimiento sencillo, dejando su piel expuesta al aire frío y a la mirada de él.

—Eres hermosa… —murmuró Alan, con la voz ronca.

April deslizó las manos por el torso de él, desabotonando lentamente su camisa. Cada centímetro de piel revelado era un descubrimiento, una necesidad nueva que se encendía en ambos.

Se besaron de nuevo, esta vez con más hambre, con más necesidad. Las manos de Alan bajaron por las caderas de April, sujetándola con fuerza, levantándola hasta sentarla sobre una de las mesas del observatorio.

Los dos se miraron, respirando entrecortadamente.

—Dime que no quieres parar —dijo él, con un hilo de voz.

—Nunca —respondió ella, tomando su rostro entre las manos.

La noche se llenó de sus suspiros y gemidos bajos. Las prendas cayeron una a una, dejando sus cuerpos desnudos bajo la tenue luz de la luna. La piel contra la piel, el calor compartido, el roce, el temblor.

Cuando Alan la tomó finalmente, fue como completar un ciclo eterno. No había dolor, solo un placer que crecía y se expandía como una tormenta silenciosa.

April se aferró a él, las piernas enredadas alrededor de su cintura, los dedos enterrados en su cabello. Cada movimiento era lento, intenso, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para permitirles explorarse sin prisa.

Sus nombres se escapaban entre jadeos, entre palabras rotas, entre miradas que decían más de lo que nunca podrían expresar en voz alta.

Cuando ambos llegaron al límite, cuando el placer los envolvió por completo, el mundo se desvaneció. No había red emocional, ni Consejo Supremo, ni sistema.

Solo ellos dos.

Después, envueltos en mantas rescatadas del lugar, April descansó sobre el pecho de Alan, con los ojos cerrados, sintiendo aún la vibración de todo su cuerpo.

—Siento que ahora… ahora sí soy parte de este mundo —dijo ella en voz baja.

Alan besó su frente, acariciando su cabello.

—Siempre lo fuiste. Solo que ahora lo sabes.

Y mientras el primer rayo de sol asomaba por el horizonte, los dos supieron que el verdadero cambio no había sido en el sistema, sino en ellos.




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