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El silencio… ese espacio invisible que muchos temen y pocos abrazan. Antes creía que era un hueco incómodo, una ausencia que debía llenar con palabras, música o pensamientos para no sentirme sola. Pero esa noche, mientras el mundo dormía y yo me refugiaba junto a la ventana, descubrí que el silencio no es vacío… es presencia. Una presencia suave, profunda, que se mete en cada rincón y lo ilumina sin ruido.
El cielo estaba tan despejado que las estrellas parecían acercarse, como si quisieran escuchar también. No había viento, ni grillos, ni murmullos humanos. El único sonido era mi respiración, acompasada con el latido de mi corazón, que resonaba como un tambor lejano. Y en esa quietud, algo se movió dentro de mí: una certeza sutil, una compañía invisible. No podía verla, pero la sentía.
Las memorias comenzaron a llegar como olas suaves: el abrazo que alguna vez me sostuvo cuando creí caer, la mirada que me protegió sin pronunciar una sola palabra, el roce invisible de una mano que no estaba físicamente, pero que yo juraría haber sentido. El silencio se volvió un puente, un canal entre mi mundo y algo más allá, un lugar donde mis guardianes podían hablarme sin que yo los interrumpiera con mi ansiedad o mis preguntas.
Me di cuenta de que el silencio no solo es ausencia de ruido; es un lenguaje en sí mismo. Tiene pausas que cuentan historias, espacios que contienen respuestas, vacíos que no están vacíos. Allí, comprendí que no siempre se trata de escuchar con los oídos, sino con el alma. Que el suspiro de un recuerdo, la sensación de una brisa fría entrando por la ventana o el peso de una lágrima que no cae, pueden decir más que cualquier frase.
Mis guardianes no me hablaban con voces humanas. Lo hacían con sensaciones: un calor en el pecho, una corriente que recorría mis brazos, una paz que me llenaba los huesos. En ese instante, entendí que no estaba sola y que nunca lo había estado.
El silencio también habla. A veces grita con su calma, a veces acaricia con su quietud. Pero siempre dice la verdad. Y esa noche, su verdad fue clara: estaba siendo guiada, aunque no pudiera ver el camino completo. El cielo afuera brillaba como si celebrara mi descubrimiento, y yo, por primera vez, dejé de temerle a ese vacío. Porque sabía que en realidad… estaba lleno de luz.