-
-
Desde niña sentí que no estaba sola, aunque no pudiera explicarlo con palabras. Había una presencia suave, como un susurro invisible que me rodeaba en momentos de miedo, de tristeza, e incluso en los de alegría. Con el tiempo, comprendí que esas presencias no eran producto de mi imaginación, sino parte de un tejido invisible que conecta nuestra existencia con planos más elevados: los guías, los ángeles y las razas estelares.
Los *guías* son las almas sabias que han elegido caminar a nuestro lado. Algunos fueron parte de nuestra historia en otras vidas, otros se presentan por primera vez en esta encarnación, pero todos comparten el mismo propósito: mostrarnos el camino cuando nos sentimos perdidos. Ellos no imponen, no deciden por nosotros; más bien dejan señales sutiles, pequeñas sincronicidades que parecen casualidad pero que, con el corazón abierto, descubrimos que son mensajes claros.
Los *ángeles*, en cambio, son vibraciones de amor puro. No necesitan ser vistos con ojos físicos porque su presencia se siente: es calor en el pecho, calma en medio de la tormenta, o la certeza de que, aun en la oscuridad más profunda, una luz nos sostiene. A veces llegan en forma de personas que cruzan nuestra vida solo por un instante, diciéndonos justo lo que necesitábamos escuchar. Otras veces se manifiestan en sueños, envolviéndonos con la paz que solo un abrazo del cielo puede dar.
Y luego están las *razas estelares*, nuestros hermanos cósmicos. Seres que habitan en otros planos, otras dimensiones, otras estrellas, pero que sienten y comparten nuestra evolución. Algunos vienen a recordarnos que no somos los únicos en este universo, que nuestra esencia no termina en la piel, sino que se expande hacia galaxias enteras. Sus mensajes suelen llegar a través de meditaciones, sueños lúcidos o sensaciones de “no pertenencia” que en realidad son el eco de haber habitado otros mundos antes de esta vida.
Comprender su existencia es aceptar que la realidad es más vasta de lo que la mente humana puede explicar. Ellos nos acompañan, nos guían, nos protegen, y sobre todo nos recuerdan que no estamos solos.
La conexión con estos seres requiere apertura, confianza y un corazón dispuesto a escuchar más allá de los ruidos del mundo. No se trata de verlos con los ojos, sino de sentirlos con el alma. Porque cuando aprendemos a escuchar el lenguaje del universo, descubrimos que cada paso que damos está cuidado, guiado y sostenido por ellos.