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Vivimos en un mundo que exige razones para todo. Si sentís algo, te piden pruebas. Si soñás algo, te preguntan por qué. Si decís que creés en lo invisible, quieren argumentos que encajen en la lógica de la mente humana. Pero lo espiritual no necesita demostrarse: se siente. Y cuando algo es verdadero, el alma lo sabe, aunque nadie más lo entienda.
Durante mucho tiempo intenté explicar lo que vivía. Quise poner en palabras mis señales, mis intuiciones, mis encuentros con lo invisible. Pero cada vez que lo hacía, sentía que estaba reduciendo algo sagrado a algo pequeño. Porque lo divino no entra en las medidas de la lógica: simplemente trasciende.
Comprendí que la verdad es como la luz: no necesita justificar su existencia, basta con que brille. Nadie le pide al sol que explique por qué ilumina; nadie cuestiona al río por qué corre hacia el mar. Así también es la verdad del alma: fluye, se muestra, transforma, sin tener que rendir cuentas.
La verdad espiritual no se discute. Se reconoce en una mirada que transmite paz, en una palabra que nos atraviesa, en un instante en el que todo parece alinearse. Es un lenguaje que no busca convencer, porque sabe que quien está listo para escucharlo, lo sentirá sin necesidad de argumentos.
Y quizás esa sea la prueba más grande de lo real: que no necesita ser defendido. Lo que es verdad permanece en el tiempo, mientras que las mentiras cambian de forma para sostenerse. Lo que es verdad da calma, mientras que lo falso genera dudas. Lo que es verdad une, mientras que lo falso divide.
Hoy ya no siento la necesidad de explicar lo que vivo. Si alguien lo cree, bien. Si alguien lo duda, también está bien. Porque lo importante no es convencer a otros, sino honrar lo que mi alma reconoce como auténtico. Y mi alma sabe que hay un orden mayor, que hay guías que me acompañan, que nada es casualidad. Esa es mi verdad, y no necesito explicarla: solo vivirla.