-
-
Durante mucho tiempo busqué respuestas afuera.
Pregunté, observé, seguí caminos que no eran míos, tratando de encajar en verdades que no sentía.
Hasta que comprendí que ninguna verdad es absoluta… y que la mía había estado siempre dentro.
Construir mi propia verdad no fue fácil.
Significó soltar las voces que me decían cómo debía ser, cómo debía sentir, qué debía creer.
Fue atreverme a mirar hacia adentro, aunque doliera, aunque no tuviera garantías.
El alma no busca tener razón; busca coherencia.
Y la coherencia nace cuando lo que pienso, digo, siento y hago están en armonía.
Cuando mis decisiones reflejan lo que mi esencia realmente vibra.
Aprendí que la verdad no se impone, se encarna.
Se vuelve una forma de vivir, de mirar, de amar.
Y en ese proceso, entendí que nadie puede caminar mi camino por mí,
ni escribir mi historia,
ni definir mi fe.
Mis guías me enseñaron que cada alma vino a experimentar una versión única de la verdad universal.
Que no hay errores en buscar, ni pecado en dudar.
Porque la duda también es una puerta: la que lleva a la comprensión.
Hoy elijo seguir mi intuición,
aunque el mundo no la entienda.
Elijo creer en lo invisible,
aunque mis ojos no lo vean.
Elijo mi verdad,
aunque eso signifique caminar sola por momentos.
Porque cuando sigo mi propia verdad,
no camino sola: camino con ellos,
con mis almas guardianas,
con la fuerza del universo que susurra:
“No hay una sola verdad, hay infinitas miradas hacia la misma luz.”
Y ahí, en ese instante de silencio interior,
entiendo que mi verdad no me separa del mundo…
me une más profundamente a todo lo que existe.