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Sanar no es olvidar.
No es fingir que nada dolió, ni esconder las cicatrices debajo de la sonrisa.
Sanar es mirar el dolor a los ojos, reconocerlo, y decirle:
> “Ya no te necesito para crecer.”
Durante mucho tiempo intenté sanar desde la superficie,
curando las consecuencias pero no las causas.
Pero el alma no se libera con parches, sino con comprensión.
Por eso, aprendí que la verdadera sanación ocurre cuando voy a la raíz.
La raíz está en la infancia,
en las heridas que no entendimos,
en las veces que callamos lo que sentíamos por miedo a no ser comprendidos.
Está en lo que heredamos sin darnos cuenta:
los miedos de otros, las culpas de generaciones,
las palabras que se quedaron resonando en la memoria del alma.
Y cuando uno se atreve a bajar hasta allí, a lo más profundo,
el dolor deja de ser un enemigo y se vuelve un maestro.
Me mostró qué partes de mí pedían atención,
qué emociones estaban esperando ser abrazadas.
Sanar desde la raíz es un acto de valentía.
Es quitar la tierra con las manos, aunque duela,
para dejar que la luz entre donde antes había sombra.
Mis almas guardianas me enseñaron que no se trata de eliminar lo que dolió,
sino de transformar la energía que dejó.
Cada lágrima contiene sabiduría,
cada caída guarda una semilla de expansión.
Y cuando uno empieza a sanar, no solo sana por sí mismo:
sana por quienes vinieron antes
y por los que vendrán después.
Sanar desde la raíz es recordar que no estamos rotos,
solo somos almas en proceso de florecer.
> “La raíz que una vez te sostuvo en la oscuridad
hoy te dará fuerza para crecer hacia la luz.”