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Hay un momento en el camino en que todo cambia, aunque por fuera parezca igual.
Las mismas calles, los mismos rostros, la misma rutina… pero algo en el interior se enciende. Es una luz que no deslumbra, pero que revela. Empieza como una sensación leve —una intuición, un presentimiento— y de pronto entendés que no estás caminando sola, que cada paso tiene un propósito oculto que el alma reconoce antes que la mente.
Cuando el alma despierta, el miedo se transforma en comprensión.
Dejas de preguntarte “¿por qué a mí?” y empezás a sentir “¿para qué?”. Los tropiezos ya no son castigos, sino señales de dirección. Los silencios ya no duelen, se vuelven espacios para escuchar la voz interna que tanto tiempo callaste.
He comprendido que el despertar no es un instante, sino un proceso.
Hay días de claridad y otros en los que todo vuelve a oscurecer, pero aun en medio de la niebla, el alma sigue recordando. Porque un alma que despierta no vuelve a dormirse: aprende a mirar con los ojos del corazón, a sentir la verdad detrás de las apariencias, y a confiar aunque no entienda.
En ese despertar, también se percibe a los guías más cerca.
A veces como una presencia cálida al cerrar los ojos, otras como un pensamiento que llega justo a tiempo o una canción que suena sin razón. No son coincidencias, son recordatorios. Ellos nos hablan en el lenguaje del alma: ese que no necesita palabras, solo vibración.
Y cuando el alma despierta, también se libera.
De la culpa, del pasado, de la necesidad de control. Comprende que todo lo que fue, debía ser, y todo lo que será, ya está escrito en la energía del amor que la sostiene.
Porque el despertar no es el final del viaje…
es el comienzo de la verdadera ascensión.