Tras más de 15 años sirviendo como cabo de la policía, Cesar Ortiz había cometido todo tipo de crímenes en complicidad con sus superiores.
Una mañana recibió una llamada urgente del capitán Vinicio. Inteligencia investigaba una banda de asaltantes y se preparaba para realizar 5 arrestos. Las 5 personas que iban a ser arrestadas eran trabajaban para Cesar y su Capitán. Los arrestos debían ser simultáneos, dos de ellos residían juntos en una vieja casucha, los otros tres con sus respectivas familias. Cesar era el intermediario entre ellos y el capitán, así que los citó a todos en un almacén con la excusa de un nuevo trabajo. Los oficiales que los vigilaban les siguieron y esperaron cautelosos fuera del almacén, esta situación le estaba siendo favorable y estudiaban el lugar antes de proceder a entrar.
Una ráfaga de ametralladora los incitó a ser menos cautelosos y entrar de inmediato. En total eran 6 policías, pero los refuerzos venían en camino. Al entrar sorprendieron al cabo Cesar revisando los bolsillos de 5 cadáveres que no tuvieron oportunidad de empuñar sus armas.
Los 6 policías rodearon a Cesar,
—Suelta el arma —le advirtieron. — ¿qué ha pasado aquí?
—Pues digamos que ustedes llegaron y los encontraron muertos, —respondió Cesar, —que a mí nunca me han visto y que allá sobre la mesa nunca estuvo ese maletín repleto de dinero.
Todos intercambiaron miradas, luego todos los ojos descansaron sobre el oficial superior, como si le avisaran que solo el decidiría. Con la cabeza hizo una señal a uno de sus camaradas,
— ¿Como cuanto hay en el maletín?,
—Más de 400 mil — interrumpió Cesar.
A lo lejos se escuchaban las sirenas de los refuerzos, así que el comandante se apresuró en decidir.
—Recoge tu arma y lárgate.
Cesar tomó su arma, los celulares de los cadáveres, y se marchó.
El hecho fue noticia por una semana, luego el tema se olvidó como muchos otros...
Cesar se encontraba muy tenso y estresado, entonces el Capitán Vinicio decidió enviarlo a un pequeño pueblecillo en el interior del país. Es allí donde conoció a Ana.
Ana era una hermosa niña de tan solo 13 años, delgada, de piel mulata, ojos negros y cabello rizado. Era muy madura para su edad y muy inteligente para un pueblecillo que solo ofrecía educación hasta 8vo grado. Ana anhelaba conocer la ciudad, terminar la escuela y tal vez ir a la universidad. Vivía con su madre, su padre la había abandonado mucho antes de nacer así que su madre se las arregló sola vendiendo comida en su casa. Un día Ana ayudaba a su madre con los clientes, de pronto entró El cabo Cesar. Su acento delató de inmediato que provenía de la ciudad. Ana lo miró con intriga y su apariencia de niña no fue obstáculo para que Cesar la mirara con ojos codiciosos. Desde ese día Ana siempre aprovechaba verle para abordarlo con preguntas sobre la ciudad e indicarle su deseo de salir de aquel pueblo.
A Ana le apasionaban los libros. En una ocasión conversaron sobre las bibliotecas. Cesar en su vida había leído más que el periódico, pero no dudó en mentirle diciéndole que en su casa tenía varios libros y que se los mostraría si lo visitaba.
Aquella tarde Ana salió muy emocionada a casa del cabo Cesar y entró con cautela, pues en aquel pueblecillo no era muy bien visto que una joven visite un hombre que vive solo.
—He venido a ver los libros. ¿Me prestarás alguno?"
Los ojos de Cesar recorrieron todo el cuerpo de la niña, su silencio empezaba a incomodarla.
—Mejor vuelvo otro día —dijo Ana,
Cesar la tomó del brazo,
—a penas has llegado, ven, te mostrare los libros, los tengo en mi habitación.
Ana temblaba. El continuó hablando mientras le acariciaba el cabello,
—te gustaría ir conmigo a la ciudad, podrías estudiar e ir a la universidad.
Cesar era un sujeto áspero, de unos 46 años, piel clara. Su cara era la de un sujeto bien parecido, pero su cuerpo era peludo y lucía una abultada barriga. Sus brazos eran fuertes, así que no tuvo problemas para abusar de una frágil niñita.
—Te llevaré conmigo a la ciudad, te lo prometo. Pero no le digas a nadie lo que pasó, pensarán mal de ti.
Ana corrió llorando a su casa, tomó un baño y miró atenta una vieja navaja que descansaba sobre el lavamanos. La tomó con sus delgados dedos, tras vacilar terminó por arrojarla al zafacón. Secó sus lágrimas y fue con su madre a contarle todo.
—Que fuiste a hacer a la casa de ese hombre, —le reprochó su madre al tiempo que le daba una bofetada. —Es tu culpa, ahora qué pensarán de ti.
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Editado: 25.10.2018