Brimdell, la capital de Hardem
En un tiempo, la capital de Hardem, Brimdell, fue una de las ciudades más prósperas y hermosas del mundo. Sus grandes muros blancos, que rodeaban la gran urbe, eran un espectáculo digno de ver por su altura. Para entrar a la ciudad solo había una manera: por el frente, donde se encontraban los grandes caminos de piedra y el gran puente que dirigían directamente a las enormes puertas de Brimdell.
A cada lado de las puertas había dos enormes estatuas gigantescas que daban la bienvenida a los visitantes. Una de ellas tenía cuerpo de hombre, pero cabeza de lobo, mirando fijamente hacia el horizonte. La otra era la estatua de un mago con largas batas y un sombrero puntiagudo; llevaba un libro consigo y señalaba con la mano derecha hacia el horizonte, mientras sostenía el libro con la izquierda. La primera estatua representaba la fiereza y la lealtad de los caballeros de Brimdell, con la mirada puesta en el objetivo; la segunda representaba el poder y la enseñanza pura de la magia.
Esta ciudad era el centro donde mercaderes, campesinos, hombres y mujeres de ley, y criaturas diversas entraban para realizar todo tipo de negocios fructíferos. Gente de todos los pueblos y razas, hardeanos y no hardeanos, llegaban con distintos motivos. Ya había pasado la primera era del mundo, y este fue uno de los primeros lugares construidos, según las leyendas, por los siete sirvientes de los seis creadores, aunque hacía milenios que nada se sabía de aquellos grandes héroes de antaño.
Según los rumores, luego de la sangrienta batalla contra Alamarth, cuando todos se unieron para derrotar las malvadas fuerzas del mal, ellos descansaron, quedando sumidos en un sueño profundo en diferentes partes del mundo.
Los hardeanos también tuvieron un papel fundamental en aquella tortuosa batalla. Los relatos cuentan que miles acudieron a la guerra y que un hardeano llamado Azruel fue quien dio el golpe final a uno de los temibles sirvientes del oscuro Alamarth.
Según la leyenda, en medio de la gran batalla, Azruel se enfrentó a Donten, uno de los siete malvados. Cuando Donten se disponía a acabar con Azruel de un golpe, el hardeano -quien llevaba una armadura de metal sólido que lo cubría de pies a cabeza y una espada-, viéndose perdido, pidió a gritos a los seis creadores que le dieran fuerzas para acabar con aquel mal. Antes de que Donten diera el golpe final, la espada de Azruel lo traspasó. En ese momento, Azruel se levantó y siguió luchando contra Donten, quien se vio obligado a retirarse como un cobarde.
Desde esa noche, Azruel fue nombrado rey por su gente: el primer rey de toda Hardem. Junto a sus ejércitos marcharon triunfantes y pactaron con los Alemdeths que, si Alamarth o sus sirvientes volvían, uno de la sangre de Azruel sería responsable de detenerlos y no dejar que se apoderaran del mundo. Azruel era hijo de Sirith, una de los siete, quien había tenido un hijo con un hardeano... pero esa historia será contada en otro momento.
Brimdell fue construida con la ayuda de los siete y el rey Azruel, y era la maravilla del mundo. Su nombre era conocido por toda criatura que tuviese el don del entendimiento. Era la ciudad de los magos, el lugar que se construyó justo donde el bien venció a la maldad y donde reinaba la paz.
Sus habitantes no se preocupaban por las guerras, pues no existían, y el rey Darkoll y su linaje formaban una dinastía que velaba por la gente. Se contaban historias sobre la bondad de Darkoll y su familia, y de cómo, por años, mantuvieron la paz. A pesar de ello, se sospechaba que aquel oscuro que no debía ser mencionado se había visto en otras partes del mundo, disfrazado a veces de vagabundo, otras de animales y otras de deidades de luz, solo para engañar. Por eso, los ejércitos de la ciudad estaban siempre preparados para cualquier ataque, por orden del rey Darkoll.
Muchas veces se le podía ver desde lejos, en el gran balcón de su palacio, que quedaba a las afueras de la ciudad. Era una construcción inmensa, de estilo gótico, con dos grandes portones negros a la entrada. Tenía un gran balcón central en uno de los pisos superiores, donde se reflejaba el sol desde lo alto, y en él Darkoll aparecía para observar la ciudad. A veces, solo él y su familia -sus hijas y esposa- apreciaban los atardeceres.
La corte del rey Darkoll estaba llena de personajes que iban y venían: unos con pergaminos y propuestas de leyes, y otros, campesinos que venían a reprocharle alguna que otra cosa. Pero nada fuera de lo común.
Aquel día, Darkoll se encontraba en la sala de su palacio respondiendo a sus deberes cuando la tragedia tocó a la puerta de la ciudad y del castillo. Primero se escuchó un sonido a lo lejos, y todos en la corte quedaron en silencio. Luego, más cerca, llegaron los gritos; pero no provenían del palacio, sino de las afueras, en dirección a la ciudad. El rey ordenó escoltar a la reina y a sus hijas a sus aposentos con los guardias, quienes accedieron.
Darkoll ordenó que le colocaran una armadura y también que los cinco guardias que quedaban junto a él -pues dos habían escoltado a la reina y a sus hijas- se prepararan para el ataque. Se colocaron frente a la puerta de entrada a la gran corte, con sus espadas listas.
Darkoll estaba justo en medio de ellos cuando un silencio se apoderó de toda la sala, presagiando la tormenta que se avecinaba después de la calma. Y así fue. Un brutal golpe, como un estallido, voló la puerta en pedazos, haciéndola añicos.
De repente, una criatura cinco veces más alta que un hombre irrumpió en la sala tras el golpe brutal. Caminaba pesadamente; su cabeza era mucho más pequeña que su cuerpo. Llevaba una armadura que le cubría todas las extremidades y empuñaba con ambas manos un martillo gigante con una fuerza extraordinaria. No tenía oídos: en su lugar, solo unos agujeros, y sus pequeños ojos furiosos miraban directamente a los hombres que tenía frente a sí.
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Editado: 04.09.2025