Almas oscuras

Capitulo 3-El Mal a Regresado con el plan perfecto.

Ya se había puesto en marcha el plan de ataque para acabar con el último descendiente directo de los Alemdeths, quien era el único capaz de despertar a sus antepasados. Pero la duda había florecido en el corazón de Darkoll como un fuego consumidor, nublando sus pensamientos hasta el punto de poner en tela de juicio a los mismos Seis Creadores.

Un odio inmenso crecía día a día en su interior.

-¿Por qué no intercedieron? ¿Por qué no me avisaron sobre el ataque que se acercaba a las puertas de mi hogar? -se preguntaba con furia-. Si tienen tanto poder, ¿por qué no hicieron nada para evitar que mi familia y la de tantos otros perecieran? ¿Qué clase de dioses son? ¿Acaso nos han abandonado? ¡Sí, eso es! ¡Nos han abandonado! Se supone que soy descendiente de los Alemdeths, creación de los Seis, pero ahora abandono esas creencias y me entrego a la venganza. ¡Todos caerán!

El plan de Alamarth había comenzado a dar frutos, pues ese era exactamente su objetivo: dejar a Darkoll sin esperanza, hacerle creer que los Seis lo habían abandonado, debilitarlo para acabar con él y con todo su pueblo.

Mientras la semilla de la duda y el odio germinaba en el corazón de Darkoll, en otro lugar, entre la oscuridad de la noche y las profundidades de las cuevas de los trolls, en el reino subterráneo, miles de trolls se arrodillaban frente a un trono en el centro de una gigantesca caverna.

Allí, sentado en ese trono, un ser de ojos azules como el cielo y cabellos blancos como la seda observaba solemnemente. Su mirada era benevolente, pero severa, recorriendo todo el lugar con calma aterradora. Su expresión dura reflejaba el carácter y el poder que poseía. Delante de él, el ejército más grande de trolls, gólems y otras criaturas oscuras jamás visto en los reinos subterráneos.

Él era aquel que desafió y peleó con sus hermanos: piel blanca pálida, armadura brillante forjada en Athrill, un metal raro, más valioso y resistente que el acero. Se decía que quien portara una armadura de Athrill podría luchar en las batallas más crueles sin que espada mortal alguna lograra atravesar su defensa.

El hombre, mucho más alto que cualquier hardeano (quienes parecían enanos a su lado), comenzó a hablar con voz suave pero llena de poder:

-Queridos míos, mis hijos, mis creaciones adoradas, pronto llegará el momento de nuestra victoria y esta vez nadie ni nada nos detendrá. Sus hermanos en el norte han cumplido su misión. Alégrense, mis hijos, porque la era de los hardeanos llegará a su fin. El rey de los hombres, aquel llamado gran rey, honesto y justo, cuidador de su pueblo y gobernante de Brimdell, ha sido fatalmente herido por mí. La duda que sembré en su corazón no desaparecerá. Vayan al mundo, busquen a sus otros hermanos en todos los rincones y díganles que yo, su creador, Alamarth, he regresado. Díganles que camino entre los hombres y que he visto todas sus enfermedades y debilidades. Muchos ya se han unido a mi causa, y la guerra contra Hardem comenzará pronto. ¡Vayan! ¡Maten a todos los que se interpongan en su camino!

Un grito de guerra retumbó al unísono en las profundidades de las cavernas subterráneas. Miles de gólems, trolls y criaturas oscuras se lanzaron por aire y tierra, dispuestos a formar ejércitos o eliminar a quienes no se unieran. La batalla entre el bien y el mal había comenzado oficialmente.

El ser del trono se levantó y desapareció como un rayo de poder incontrolable.

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En Brimdell, la gente se recuperaba como podía tras la tragedia. Las familias nobles y campesinas compartían lo poco que quedaba. Los hombres cazaban en las cercanías, mientras las mujeres luchaban por mantener vivos a sus primogénitos.

Muchos jóvenes se unían a las filas del rey. Después del ataque, la necesidad de soldados era urgente. Nothor, jefe de la guardia de Darkoll, envió cartas convocando a todos los jóvenes dispuestos a unirse a la gran guardia de Brimdell.

Cada persona tenía un papel en la reconstrucción de la ciudad. Entre ellos estaba un joven llamado Slithrun, quien había perdido a su padre hacía tiempo. Su progenitor era un cazador, y ahora él debía ocupar su lugar para cuidar de su anciana madre y su hermanita.

Para campesinos como ellos, la vida nunca había sido fácil. Trabajaban desde muy jóvenes para llevar algo de comer a casa o juntar unas pocas monedas para comprar lo esencial en los mercados callejeros de Brimdell. Pero en esos días, todo era escaso. Era como si una nube negra de maldiciones se hubiese posado sobre la ciudad. La gente seguía llorando a sus muertos. El rey casi no se veía, y la guardia, en su lugar, se había vuelto más ruda.

Salir a cazar en los bosques cercanos a Brimdell se había vuelto insoportable. Los nuevos reclutas de la guardia dificultaban la salida. Si no tenías algo para darles, no te dejaban salir. Y si cazabas algo, al regresar debías entregarles parte de tu presa. No se sabía si el rey estaba al tanto de estas nuevas actitudes que distaban mucho de proteger al pueblo.

Slithrun logró esquivar a los guardias prometiéndoles que les daría parte de su caza, aunque no planeaba cumplir.

Había pasado ya un día entero en el bosque, y solo había atrapado presas pequeñas que, a su juicio, no valían mucho. Pero no podía quejarse: peor era regresar con las manos vacías, cuando su hermana y su madre lo esperaban con ansias. Él era su sostén.

Con apenas 14 años de vida, le había tocado un destino que nunca pidió. Era hábil cazando. Llevaba un abrigo negro hecho de la piel de un oso que había cazado tiempo atrás, botas de cuero de otra piel, su cabello castaño oscuro y corto, ojos marrones oscuros, y una pequeña cicatriz en la frente. Era alto para su edad y llevaba colgadas en la espalda unas flechas y utensilios de caza.

Se movía lentamente, atento a cualquier movimiento para que ninguna presa escapara. La luz de la luna llena iluminaba el sendero. Los grandes árboles eran como gigantes que dominaban la zona. El bosque era espeso, y el viento movía las copas mientras el cielo nocturno ofrecía una vista directa a las estrellas.




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