Almas oscuras

Capitulo 4-Las historias antiguas.

El muchacho y el duende habían sido devorados por las aguas embravecidas del río Anmar. Pero, ya fuese por azar o por el designio del Destino, la corriente los arrastró hasta las orillas ocultas en lo más profundo del bosque.

El pequeño duende fue el primero en recuperar el sentido. Abrió los ojos con un sobresalto, solo para ser abatido de inmediato por un dolor punzante en el costado derecho. Cayó de rodillas sobre la arena húmeda, aferrándose a la herida abierta que aún sangraba con el recuerdo vivo de la fiera negra que casi los devoró. Aquella bestia gigantesca de garras sombrías lo habría destrozado… de no ser por aquel extraño humano que, en el último instante, lo arrancó de las fauces de la muerte.

Con un gesto de desesperada alerta, Nulin —pues así le llamaban en su aldea, el «tonto» que había vivido más de doscientos años en la sombra de la burla— miró a su alrededor, buscando al muchacho.

El amanecer bañaba el bosque con una calma engañosa. El cielo, despejado y luminoso, parecía burlarse del dolor que aún latía en su costado. Entre los altos árboles, el canto de los pájaros anunciaba un nuevo día, y las mariposas revoloteaban sobre los arbustos en flor. El río, vasto e indiferente, murmuraba con su corriente eterna. Pero bajo aquella paz, Nulin sentía el eco oscuro de la bestia que aún lo cazaba.

Avanzó tambaleante por la orilla, hasta encontrarlo: el humano yacía boca abajo en la arena, inconsciente, empapado y derrotado como una presa recién cazada. El duende se aproximó con cautela, como quien se acerca a un animal herido pero peligroso.

El muchacho despertó de pronto, tosiendo agua, jadeante. El cabello oscuro, pegado a su rostro, goteaba sobre la arena. Sus ojos, aún desorientados, se abrieron con el instinto de un cazador acorralado. Al incorporarse, buscó armas a su alrededor.

—¿Dónde estoy? —gruñó, con voz quebrada, en guardia.

Nulin, aún sujetándose el costado ensangrentado, replicó con una mueca de dolor:

—Estás junto al río Anmar, en lo más hondo del Bosque Thraton, humano… Y créeme: no necesitarás tus flechas conmigo. No soy tu enemigo.

Sus ojos, negros como la obsidiana, lo observaron sin parpadear. Las orejas puntiagudas se alzaban como antenas alertas. Vestía una túnica blanca, ahora sucia y manchada de verde donde la herida supuraba. El muchacho lo miró, midiendo sus palabras.

—Estás herido. Puedo ayudarte —dijo, con la firmeza del que ha visto demasiada sangre—. Aquí hay hierbas que pueden cerrar esa herida.

Pero el duende bufó, con una sombra de rencor en la voz.

—¿Crees que soy ingenuo, Hardeano? Vuestras manos siempre traen veneno. He oído las historias: hijos de los dioses Lortoth y Gortoth, siempre matando lo que es distinto. No sé por qué me salvaste, pero no pienses que soy un tonto.

El muchacho guardó silencio. Comprendía la desconfianza. Él no era como los de su especie; cazador, sí, pero jamás verdugo. Solo cazaba lo necesario para mantener con vida a su hermana y a su madre. Pero recordaba, como una herida en la memoria, la Caza Salvaje: aquella masacre donde los hombres de Brimdell arrasaron con la fauna y las criaturas del bosque, esclavizando o aniquilando todo lo que respiraba. El eco de aquella crueldad aún manchaba los árboles.

Horas después, Slithrund —pues así se llamaba el joven humano— había improvisado un refugio de ramas y encendido una fogata donde asaba tres peces. Nulin, recostado en un lecho de arbustos, observaba en silencio hasta que, con voz rasposa, rompió la calma:

—¿Por qué me salvaste de esa bestia?

Slithrund clavó la mirada en las llamas.

—Soy cazador, no asesino. Vi tus ojos, vi el miedo, vi la masacre. Aquella criatura habría acabado contigo en segundos. Supongo que estuve en el lugar equivocado… en el momento perfecto.

Nulin lo fulminó con la mirada.

—¡Perfecto! Estás loco, Hardeano. Esa cosa no era un animal común. ¡Era un Doven! ¿No los has visto nunca? Escapamos de milagro… y me temo que ya tiene nuestro olor en sus narices.

El corazón de Slithrund se agitó.

—¿Un Doven? Eso es imposible. Los cambiaformas se extinguieron hace siglos. El último fue cazado por la abuela de la reina de Brimdell… según las viejas historias.

Su voz se quebró en un murmullo:

—Primero, el ataque al palacio del rey… Luego, los animales muertos por enfermedad en los bosques… y ahora un Doven. Algo olvidado vuelve a despertar. Hay una oscuridad preparándose en las sombras.

Nulin desvió la mirada hacia el fuego, y su voz se volvió grave.

—Quizá tengas razón. Yo no sé de reinos ni de ciudades… pero sí sé lo que vi. Trolls en este bosque. Trolls del norte, acampando en el prado. Y uno de ellos… uno pronunció un nombre prohibido. El nombre del Maligno. Corrí a advertir a los míos, pero como siempre, nadie escuchó. Y cuando la ciudad fue atacada… murieron veinte de los nuestros por mi culpa. Me condenaron al exilio. Fue entonces que la bestia nos encontró… y luego te vi a ti.

Slithrund le tendió un pescado, humeante, chamuscado por las llamas.

—Come. Necesitarás fuerzas. Mañana partiré de este bosque; debo volver a Brimdell y contar lo que vi. Que hay criaturas que regresan de la extinción. Mi nombre es Slithrund.

El duende tomó el pescado con cautela, sus ojos negros fijos en él.

—Nulin. Ese es mi nombre. Y aunque mi pueblo me haya expulsado… desde ahora caminaré a tu lado, Hardeano.

El fuego crepitó entre ambos, iluminando dos destinos atados por la sombra de un mundo que comenzaba a oscurecerse.




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