En Brimdell, en la parte trasera de la ciudad, siempre habían sobrevivido las familias más pobres, relegadas a la sombra de las murallas y al olvido de los poderosos.
La nobleza jamás compartiría su espacio con los desposeídos. La diferencia entre ambas castas era tan brutal que ni los recientes destrozos lograban disimularla.
Antes del ataque, la división era aún más evidente. Por el frente de Brimdell se levantaban los imponentes castillos y las desmesuradas mansiones de los nobles. Quien cruzaba el puente y las dos estatuas monumentales que guardaban la entrada quedaba abrumado por la grandeza de la ciudad: torres que parecían alcanzar las nubes, calles pavimentadas con piedra sólida que brillaba bajo la luz y puertas tan majestuosas que parecían susurrar amenazas más que invitaciones.
Los balcones, orgullosos y ostentosos, se asomaban sobre la multitud como testigos altivos. Desde ellos, figuras distinguidas observaban con ojos fríos, murmurando sobre los sucesos recientes o evaluando a los extranjeros que se atrevían a entrar. A veces, en esas mismas alturas, se podía divisar a viejos magos enseñando con solemnidad algún conjuro a los herederos de sangre noble.
Pero tras esa fachada de grandeza, Brimdell guardaba un rostro marchito y cruel: su parte trasera. Allí, entre callejones estrechos y asfixiantes, se amontonaban vendedores de telas, libros y baratijas. Y más allá, se extendía el verdadero corazón de la miseria.
Las casas, al borde del colapso, parecían resistirse por pura terquedad a caer. Las calles, de tierra y cemento mal mezclados, desprendían un aire desolador, como si la ciudad misma se pudriera lentamente.
Quien se internaba en esos suburbios descubría un mundo diferente: hogares hacinados, caminos que se adentraban en la penumbra, guardias con semblante severo patrullando con hostilidad y rostros marcados por la dureza de la vida.
En cada esquina, tabernas de mala muerte y carnicerías humeantes ofrecían carne a precios justos, mientras los niños corrían tras gatos famélicos. Mujeres hardeanas, con equilibrio casi inhumano, cargaban pesados objetos sobre la cabeza, como si la costumbre hubiera convertido su sufrimiento en arte.
Los hombres, también hardeanos, trabajaban en tiendas diminutas o trepaban escaleras desvencijadas para reparar lo que parecía irremediablemente roto. El bullicio era constante, pero no había alegría: la multitud se movía con prisa, absorta en la rutina, esclava de un único propósito. En Brimdell, trabajar no era una opción, era la única forma de no ser devorado por el abandono.
Y allí, entre aquel mar de calles y casas carcomidas por el tiempo, se alzaba el único lugar donde la gente de esa ciudad podía escapar, aunque fuera por unas horas, de la miseria diaria: La Posada del Borracho. Era un sitio elegido no por su comodidad, sino porque bastaban unas pocas monedas de plata para llenar el estómago con algo tibio y lavar la garganta con cervezas de miel rancia.
El local se encontraba en pleno corazón de Bajo Brimdell, aunque nada en él parecía digno de un centro. Colgaba un letrero viejo, manchado y deslucido, con letras pintarrajeadas que parecían haberse torcido solas bajo el peso de los años. La puerta de entrada era estrecha y se tambaleaba sobre sus bisagras oxidadas, mientras dos ventanas pequeñas y polvorientas apenas dejaban pasar la luz.
Dentro, el ambiente no resultaba acogedor, sino sofocante. Las paredes, ennegrecidas por el humo y la humedad, estaban adornadas con cabezas de cerdos podridas en su expresión y cuadros de magos desteñidos. Tras la barra colgaba un enorme retrato del abuelo del posadero, cuyo aspecto famélico y derrotado parecía vigilar a todos los que entraban. El hombre del cuadro, flaco, alto y con ropas desgarradas, sostenía una botella de licor barato como si fuera su único tesoro.
El actual posadero, Arnold, guardaba cierto parecido con aquel retrato, aunque la vida le había dado un cuerpo robusto y pesado. Era alto, moreno y de complexión ancha, con mejillas rojizas salpicadas de pecas y cejas demasiado pobladas que le conferían un gesto severo. Su nariz, redonda y chata, contrastaba con la larga barba negra que descendía enmarañada hasta su pecho. Vestía un suéter que alguna vez fue blanco, hoy ennegrecido por la mugre, y unos pantalones marrones a punto de deshacerse. En el brazo izquierdo lucía un tatuaje de media luna, revelado cada vez que alzaba barriles o limpiaba con desgana los restos de la noche anterior.
En ese momento, Arnold se hallaba tras la barra, limpiando vasos con un trapo húmedo y maloliente. Solo cuatro o cinco clientes bebían en silencio, encorvados sobre sus mesas. Nadie reía; apenas se oían murmullos apagados y el sonido hueco de la cerveza cayendo en jarros resquebrajados.
Arnold era conocido y respetado no tanto por su bondad, sino porque, en Brimdell, un comerciante que no robara descaradamente ya era considerado un hombre honorable.
A pesar de la vida dura que le había tocado llevar, siempre se había mantenido honesto y respetuoso. Los niños del barrio lo querían, pues era el típico hombre grande de buen corazón. Esa noche, mientras frotaba un vaso con un trapo húmedo detrás del mostrador, algo en el aire se volvió pesado.
La puerta de la taberna se abrió de golpe y entraron tres soldados con el emblema del rey Darkoll en sus pechos. El murmullo de los clientes se apagó de inmediato, como si todos hubieran sentido un escalofrío recorrerles la espalda. Sus rostros cansados y tensos revelaban que no venían de una jornada sencilla.
Entre ellos había uno que destacaba más que el resto. Su armadura metálica, de un negro brillante, reflejaba las luces de las antorchas como si devorara la llama en lugar de devolverla. Su cabello rubio, perfectamente peinado, contrastaba con la sombra que proyectaban sus ojos. A su cintura llevaba una espada envainada, de esas que solo los capitanes podían portar; y la forma en que reposaba su mano sobre la empuñadura dejaba claro que estaba acostumbrado a usarla.
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Editado: 04.09.2025