El invierno de aquel año no era una estación: era una sentencia. El cielo, encadenado a eternas nubes grises, parecía haber olvidado el rostro del sol. Los días eran todos iguales, vacíos, interminables, como si el tiempo mismo hubiera decidido arrastrarlos hacia un ocaso sin final.
En las montañas del sur, junto a los senderos desiertos que llevaban a la aldea de Arkin, la aldea de los pescadores, la guardia del rey había levantado un campamento tan débil como sus hombres. Las tiendas eran jirones de tela que apenas resistían el peso de la nieve y el lamento del viento. Cada noche, el frío arrancaba de ellos no solo el calor de la carne, sino también los restos de esperanza que aún se atrevían a aferrarse a sus pechos.
Veinte soldados quedaban. Veinte sombras, más cercanas a la derrota que a la vida. Entre ellos, el comandante y el propio Darkoll, que había visto con sus propios ojos cómo Brimdell ardía hasta convertirse en ceniza, cómo sus gritos se apagaban bajo las fauces de los trolls. Habían partido con la absurda misión de buscar ayuda en la próxima ciudad, como si todavía hubiera algo que rescatar en un mundo que se desmoronaba a cada paso.
Pero en lo profundo, todos sabían la verdad. Los bosques del este no guardaban promesas de salvación, sino la raíz misma de la calamidad. A cada paso que daban hacia allí, la muerte parecía caminar junto a ellos, paciente, inevitable. Y aunque ninguno lo decía en voz alta, la pregunta se repetía en cada mente, como un eco que helaba más que el invierno mismo:
¿Marchaban hacia la salvación... o simplemente hacia el último refugio donde serían olvidados?
El jefe de la guardia, Nothor, era un hombre de hierro: pocas palabras, rostro endurecido por las batallas y un cuerpo forjado en la disciplina. Su sola presencia imponía respeto. La cicatriz que le atravesaba el ojo derecho -oculta tras un parche negro- era el sello de una vida marcada por la guerra. Entre los soldados, bastaba una mirada suya para que nadie osara desafiar sus órdenes.
Aquella jornada, había enviado a tres exploradores a vigilar los senderos cercanos y cazar lo que encontraran. Volvieron con apenas dos lobos y un ternero raquítico, presas escasas para hombres que llevaban días resistiendo el frío y la fatiga. Sin embargo, Nothor no mostró desánimo; la escasez no era nueva para un veterano como él.
En la tienda de mando, bajo la luz temblorosa de las antorchas y con el repiqueteo del viento golpeando la lona, Nothor y el rey Darkoll se inclinaban sobre un mapa extendido sobre la mesa de roble. La atmósfera era grave, cada línea marcada en el pergamino era un destino posible, una victoria o una ruina.
-Si tomamos el estrecho sur de los bosques, rodearemos la montaña -dijo Nothor con voz firme, golpeando el mapa con su dedo curtido-. Eso nos ahorrará dos días de marcha. Con los caballos podremos llegar a la aldea de los pescadores en un día y medio, si mantenemos el paso y los hombres no desfallecen.
Darkoll lo escuchaba en silencio, con la frente fruncida. Desde hacía una semana esperaban el regreso del mensajero enviado en busca de ayuda, pero aquel silencio pesaba como una espada sobre sus cabezas.
-Debemos alcanzar la aldea Arkin cuanto antes -afirmó Darkoll, con un tono que mezclaba determinación y preocupación-. Con lo que tenemos, no resistiremos otra semana. Y dejar Brimdell en manos del gobernador Máximus... no sé si fue la decisión correcta. Es un guerrero formidable y un hábil estratega, pero un líder nefasto. Si prolonga su mando, la ciudad podría volverse contra sí misma.
Nothor levantó el rostro, el brillo de su único ojo reluciendo con el fulgor de un soldado que ha visto demasiadas guerras.
-Mi rey -respondió con solemnidad-, no teníamos otra opción. Los eruditos de la corte son débiles, incapaces de sostener la carga del mando. El único que podía mantener Brimdell firme era Máximus, por mucho que su temperamento sea peligroso. Mejor un tirano que sabe blandir la espada, que un inepto que no sabe mandar.
Un silencio pesado se adueñó de la tienda. Afuera, los soldados vigilaban el campamento con las lanzas firmes y las armaduras brillando bajo la luna. El viento del sur rugía como presagio de tormenta. Darkoll apoyó sus manos sobre la mesa, sus ojos encendidos de resolución.
Sabía que no había marcha atrás. El destino de Brimdell, de la aldea y del reino entero, pendía de la ruta que eligieran esa noche.
Darkoll apartó la lona de la pequeña tienda con un gesto lento, casi cansado, y se detuvo en la entrada. El aire nocturno lo golpeó con un frío cortante que olía a humo, leña húmeda y hierro. Desde allí, con los brazos cruzados sobre su pecho, contempló a sus hombres.
Los soldados se apiñaban alrededor de una hoguera improvisada, hecha con ramas mal cortadas y troncos húmedos que chisporroteaban con un resplandor irregular. Algunos sostenían pedazos de carne ensartados en palos, girándolos con torpeza sobre las brasas, mientras otros comían directamente con las manos, como animales hambrientos. Las sombras de sus cuerpos danzaban sobre los troncos caídos y sobre las tiendas, deformando sus figuras hasta hacerlas parecer espectros.
Entre bocados, los hombres hablaban en voz baja, con risas apagadas y comentarios nostálgicos sobre sus familias; nombres de hijos, de esposas, de hogares lejanos. Pero esas mismas voces se quebraban pronto en maldiciones, recordando la desgracia que los había seguido desde el ataque de los trolls en la ciudad. La hoguera no solo calentaba sus cuerpos: también parecía ser el único muro entre ellos y la desesperación.
Darkoll los observó con una expresión dura, pero por dentro la culpa lo corroía. Eran valientes, sí... pero apenas jóvenes que nunca habían sentido el verdadero horror de la guerra. Muchachos obligados a luchar en un conflicto que los superaba. Y él, heredero de una dinastía de reyes guerreros, entrenado desde niño en las artes del mando y la estrategia, se descubría débil. Nada en su vida lo había preparado para aquella oscuridad que acechaba más allá de los bosques.
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Editado: 04.09.2025