Almas oscuras

Capitulo 9- Un personaje peculiar.

Mientras en Brimdell los destinos se entretejían, Slithrung y Nulin se internaban en senderos exhaustos, sin norte ni salida, como si el bosque hubiera olvidado mostrarles el camino.
El pequeño duende peludo había aceptado seguirle, expulsado de su tierra, y con una herida que aún supuraba recuerdos de dolor.

El silencio caía sobre ellos como una losa invisible, pesado, sofocante.
Slithrung marchaba con el arco en mano, la cuerda tensa, apartando ramas que volvían a cerrarse tras su espalda, cual fauces de un gigante vegetal. Nulin tropezaba detrás, con la respiración entrecortada, sujetándose el costado, jadeando como si cada paso lo acercara a su límite. La noche, sin luna, se deslizaba entre los árboles; apenas quedaban las luces azuladas de hongos que ardían en la corteza, como brasas de otro mundo.

-Este bosque... no es de los hombres -murmuró Nulin, estremecido.
Slithrung guardó silencio. Él también sentía aquella opresión: algo les observaba, antiguo, sin nombre, imposible de medir con ojos mortales.

Ni pájaro, ni ciervo, ni insecto perturbaba la quietud. Todo estaba inmóvil, como un cuadro pintado por manos muertas.

Entonces, una sombra cruzó el sendero, veloz como un lobo.
Slithrung alzó el arco, encajó la flecha con un solo movimiento, y sus ojos buscaron la silueta. Allí estaba: una cabaña hundida bajo ramas y raíces, cubierta de musgo, como si el propio bosque hubiera decidido engendrarla.

La puerta se abrió sola, antes de que ellos dieran un paso.

De la penumbra emergió un hombre. Alto, de hombros anchos, con el cabello oscuro enredado de hojas secas y cicatrices que se dibujaban en su piel como mapas de batallas olvidadas. Pero sus ojos... no eran de este mundo. Brillaban verdes, hondos, como ríos subterráneos que fluyen en tinieblas eternas.

Slithrung tensó el arco, la punta de la flecha apuntando al corazón.

-No dispararás -dijo el extraño. Su voz resonó como eco de una caverna. Con un leve gesto, la cuerda se aflojó, y la flecha cayó al suelo sin peso, como un sueño desvanecido.

-¿Brujería...? -susurró Slithrung, retrocediendo.
-No teman. Ninguno llega aquí por casualidad. Entren.

Dentro, el fuego ardía sin leña visible. Las paredes estaban adornadas con huesos de bestias arcaicas y pieles que ningún hombre habría sabido nombrar. Y aun así, pese al espanto, en aquel aire había calor. Un calor que susurraba refugio. Un calor que murmuraba hogar.

Los dos viajeros cruzaron el umbral con cautela, pues no tenían otra elección. El hambre los acosaba como un enemigo invisible, y la herida de Nulin seguía abierta, aunque cubierta con los pobres remedios que Slithrung había preparado con hierbas recogidas en la ribera del gran río. El joven había hecho lo que estaba en su mano, mas no era médico ni curandero, y él mismo llevaba aún los dolores de las magulladuras y cortes que le causara la caída desde las cataratas, cuando ambos escapaban del Doven hacía ya cuatro noches.

Desde entonces habían vagado sin rumbo fijo. El bosque parecía cerrarles el paso, como si lo gobernara una voluntad extraña que no deseaba dejarles salir. Una y otra vez pasaban por senderos semejantes, bajo ramas que crujían con un eco familiar, y el corazón de cada uno se llenaba de una inquietud sorda, pues era como si las sendas se burlaran de ellos, llevándolos de nuevo al mismo punto. Más de una vez se detuvieron, exhaustos, para comer frutos amargos y resecos, lo suficiente apenas para aplacar la agonía del estómago.

Slithrung había perdido la mayoría de sus flechas en la caída al río, y las pocas que conservaba no quería gastarlas, pues temía volver a encontrarse con el gran oso negro, una bestia salvaje y descomunal que los había acechado antes. Había cazado en ese bosque en otros tiempos, pero nunca en sus entrañas más hondas. El Gran Bosque era distinto allí: silencioso y solemne, vasto como un mar inmóvil. Sus raíces se extendían por millares de millas a lo largo del norte de Harden, y había claros y honduras a donde jamás hombre alguno había llegado. Por eso, los cazadores comunes no se adentraban más allá de los límites cercanos a Brimdell; el resto era tierra de sombras y rumores.

La cabaña surgió ante ellos como un milagro, una mancha de luz en medio de la espesura, al pie de robles tan antiguos que sus copas parecían sostener el cielo. Las ventanas brillaban suavemente, y de su chimenea se alzaba un humo claro que se perdía entre las ramas altas. Parecía como si aquel lugar hubiese estado aguardando su llegada desde hacía siglos.

Al entrar, un cálido aroma a venado recién cocido los envolvió de inmediato, arrancando un estremecimiento a sus cuerpos debilitados. El interior resplandecía con un fulgor extraño: grandes luciérnagas, atrapadas en frascos de cristal, colgaban del techo como estrellas prisioneras, iluminando la estancia con un resplandor dorado y tembloroso. La sala era pequeña, pero acogedora, con muebles tallados en madera robusta y gastada por el tiempo. En el centro se alzaba una mesa repleta de manjares: carne tierna, frutas coloridas y pan aún caliente. A los ojos de los viajeros, aquello era un festín digno de reyes.

Nulin se quedó inmóvil, con la boca entreabierta, y Slithrung no pudo evitar que sus ojos brillaran con hambre y asombro. Sin embargo, ambos permanecían tensos, como ciervos que, aun viendo el claro abierto, temen el silbido de la flecha.

Fue entonces cuando el hombre entró tras ellos. Cerró la puerta con firmeza, y el silencio del bosque quedó afuera, como si una barrera invisible hubiese caído entre los árboles y la casa. Se quitó un sombrero de ala ancha, adornado con colgantes extraños que parecían ojos de bestias disecadas o piedras talladas con runas. Su cabello, oscuro y espeso, caía en mechones sobre sus hombros, y su barba, entrecano, le daba un aire de sabiduría antigua. Sus ojos eran profundos, de un gris acerado que parecía mirar más allá de lo visible, como si pudiera leer no solo los gestos, sino también los pensamientos.




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