La Llegada a Lysia
El viento cortante silbaba entre las rendijas del carruaje, como una serpiente venenosa buscando su presa. La niebla lo cubría todo, formando una manta gris que se extendía sobre el pueblo, como una presencia viva que no dejaba pasar ni un atisbo de sol. Cecilia, con los ojos grandes y brillantes de miedo, miraba por la ventana empañada del carruaje, tratando de discernir algo más allá de esa espesa cortina de sombras que parecían comerse todo a su paso.
-Espera... ¿ves eso? -susurró Lilith, su gemela, a su lado, su voz temblorosa. A pesar de la aparente calma de su hermana, podía sentir el nerviosismo en su tono.
Cecilia asintió, aunque no podía distinguir nada más que la niebla moviéndose al ritmo del viento y las formas borrosas del paisaje que se desvanecían rápidamente. La sensación de frío calaba hasta los huesos, y la ansiedad les apretaba el corazón como un yugo.
Era el final del invierno, y la lluvia había caído sin cesar durante semanas. El paisaje, una vez verde y lleno de vida, ahora estaba cubierto por la tristeza gris del tiempo. Las calles del pueblo, al principio tan desconocidas para ellas, se veían desoladas, como si todo estuviera sumido en una quietud fantasmagórica.
La gente, que antes parecía estar ocupada, ahora caminaba rápido, casi como sombras, con la cabeza baja, evitando el contacto visual. Los pocos que se atrevían a mirarlas lo hacían con una mezcla de temor y curiosidad.
-No me gusta este lugar -murmuró Cecilia, sintiendo un nudo en el estómago.
Las casitas del pueblo estaban cubiertas de musgo, sus chimeneas emitían pequeños hilos de humo que desaparecían en la neblina, y la tierra bajo los pies de las gemelas parecía estar tan húmeda que la niebla se aferraba a ella como si la tierra misma estuviera atrapada en un sueño sombrío.
El aire estaba impregnado con la humedad fría y el ligero olor a moho, como si el tiempo se hubiera detenido y el mundo hubiera quedado suspendido entre la vida y la muerte.
El carro, tirado por caballos que también parecían cansados de luchar contra el clima interminable, se acercaba lentamente al final del pueblo.
Cecilia sentía la pesadez en su pecho, como si el aire mismo se hubiera vuelto más espeso, más difícil de respirar. Podía ver el castillo, al final de la carretera, alzándose como un monstruo de piedra. Las torres, altas y puntiagudas, se cortaban contra el cielo gris y bajo, como garras afiladas listas para desgarrar lo que se atreviera a acercarse. El castillo de Lysia.
Las ventanas del castillo reflejaban la misma niebla que envolvía el pueblo, y Cecilia no podía evitar sentir una punzada de miedo al ver cómo las sombras se movían a través de las habitaciones oscuras, como si algo o alguien estuviera observando desde adentro.
El castillo parecía vivo, como una criatura ancestral que respiraba con la misma niebla que cubría el pueblo, su aura tan opresiva que parecía ser capaz de tragarse todo a su alrededor.
¿Cómo podían ellas ser enviadas a vivir ahí?
Apenas dos semanas antes, un juez, al que nunca antes habían visto, había llegado hasta su casa en la ciudad y les había explicado con voz sombría que sus tías, las hermanas gemelas Lyra y Selene, las únicas parientes que les quedaban, las recibirían en su hogar. Les habló de la antigua familia de Lysia, de cómo las gemelas de su familia, antes brillantes, se habían convertido en figuras terribles, atrapadas en una historia que nadie se atrevía a contar en voz alta.
Pero nada de lo que les dijo el juez parecía suficiente para preparar a las gemelas para lo que encontrarían allí. No pudieron entender por qué el juez, con su mirada apagada y su tono sombrío, las enviaba a un lugar tan oscuro, tan lejano, tan... mortalmente quieto.
La carreta se detuvo con un crujido, y el sonido de los caballos al respirar resonó en la densa quietud que las rodeaba. Los criados comenzaron a bajar las pertenencias de las gemelas, sin decir una palabra, con pasos rápidos y silenciosos, como si el mismo castillo les dictara el ritmo. Cecilia miró a su alrededor con cautela. Nada se movía. Nada vibraba en el aire excepto esa sensación de presagio.
-Vamos, Lilith, debemos bajar -dijo Cecilia, pero su voz estaba vacía, como si el aire la hubiese aplastado al intentar pronunciar esas palabras.
Ambas niñas tomaron las pequeñas maletas que les quedaban y, al descender del carruaje, Cecilia sintió la humedad del suelo helado calando hasta sus zapatos. Una ola de frío las envolvió por completo, como si el viento mismo fuera una mano helada que las arrastraba hacia el castillo. Sus pasos resonaban con un eco largo y desgarrador, como si sus cuerpos fueran demasiado ligeros para la gravedad de ese lugar.
Y entonces, mientras las niñas daban el último paso antes de llegar a la puerta de la mansión, Cecilia vio algo.
Un movimiento, apenas perceptible, pero tan claro como una llamada en la oscuridad. En el ventanal más alto del castillo, justo por encima de la entrada, había una figura, una mujer vestida completamente de blanco, con el largo cabello rubio que caía en ondas a su alrededor, su rostro pálido como la muerte misma. A través de la niebla, Cecilia alcanzó a ver el destello de algo negro alrededor de su cintura, algo que brillaba débilmente en la luz apagada: el cinturón mágico, con una piedra azul que resplandecía con una luz fría e inhumana.
La figura, casi etérea, la miraba con una calma inquietante. Sus ojos no mostraban vida. Eran dos vacíos, dos pozos profundos de desesperación, como si ya no fuera humana.
Cecilia apretó las manos alrededor de la maleta, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba. La mujer parecía estar observando, observando más allá de todo, más allá de la niebla, y hacia ellas. Sus ojos, esos vacíos, la atravesaban como si pudiera ver su alma.
-¿Quién... quién es? -susurró Lilith, tocando levemente el brazo de su hermana, pero Cecilia no respondió. La figura en la ventana, con su rostro espectral y su vestido de antaño, parecía un eco del pasado, una sombra del horror que acechaba.