El aire en el interior del castillo de Lysia era denso, pesado, como si las paredes mismas estuvieran respirando al mismo ritmo que el corazón de las gemelas. Cecilia y Lilith caminaron, sin pronunciar palabra, a través de los pasillos oscuros y laberintos interminables que parecían desdibujarse a medida que avanzaban.
Las sombras se alargaban y se retorcían, como si estuvieran vivas, observando cada uno de sus movimientos, esperando que cometieran un error, que se revelaran en algún punto. El silencio era opresivo, se sentía como si la misma atmósfera les apretara el pecho, como una jaula invisible que las mantenía prisioneras.
Las escaleras de piedra crujían bajo sus pies, resonando en el vacío que las rodeaba. La mansión parecía haberse tragado el sonido de su llegada, como un monstruo que espera pacientemente para devorar a sus presas. La niebla se colaba por cada rendija, envuelta en una niebla gris que nunca desaparecía, dándole al castillo un aire sombrío y de pesadilla. Ningún sol parecía alcanzar jamás sus entrañas.
Entonces, las gemelas llegaron ante una puerta gigantesca. El viento, como una mano invisible, la empujó lentamente, abriéndola con un crujido sordo, que resonó como el lamento de un ser atrapado en el tiempo. Dentro de la sala, las llamas de una chimenea encendida danzaban como sombras que se mezclaban con la oscuridad que invadía cada rincón.
Un par de figuras esperaban en el centro de la habitación. Lyra y Selene.
Lyra era una visión, pero de esas que no se olvidan, aunque se quisiera. Su belleza era de una perfección casi sobrenatural, una belleza que desbordaba un tipo de sensualidad y ángel caído que helaba la sangre. Su piel era inmaculadamente blanca, tan pálida que casi parecía esculpida en marfil.
Su cabello, rubio como el sol muerto, caía en ondas perfectas sobre sus hombros, su melena larga y suelta rozando la tela de su vestido, que en un negro profundo parecía absorber la luz de la habitación.
Su vestimenta de época victoriana le daba un aire aristocrático, elegante y demoníaco a la vez, como si las sombras de la noche se hubieran apoderado de ella. Sus botas de tacón alto, negras como la oscuridad misma, resaltaban bajo la caída de su vestido. Y sus ojos, dorados como dos espejos de almas perdidas, brillaban con una luz peligrosa y fría.
La presencia de Lyra no era solo visible, sino palpable. Su aura sombría parecía envolver la habitación, haciendo que la temperatura bajara instantáneamente, creando una atmósfera de tensión palpable.
Ella era el dominio y la amenaza. Sus labios se curvaron en una sonrisa suave pero malévola al ver a las gemelas entrar, como si las esperara con ansias, con un deseo oculto de dominarlas también.
Selene, su gemela, parecía un reflejo de lo que Lyra podría haber sido si no hubiera estado consumida por la oscuridad. Su cabello rubio caía de igual manera, pero su rostro era puro, angelical, como el de una virgen condenada.
El vestido blanco que llevaba, impecable, era la antítesis del negro profundo de su hermana. La tela caía con una suavidad que casi podía tocarse en el aire, resplandeciendo como la luz de una luna muerta. Sus botas blancas también eran victorianas, pero la única diferencia era la presencia del cinturón.
Ese cinturón negro, de aspecto antiguo y diabólico, rodeaba su cintura y su torso, como un lazo que la mantenía unida a algo oscuro y sobrenatural. La piedra azul de la hebilla resplandecía débilmente, casi como una chispa de maldad que nunca podría apagarse.
Sus ojos dorados, que alguna vez fueron brillantes, estaban vacíos ahora, como si estuvieran en un trance perpetuo, atrapados en un mar de recuerdos rotos, sin rumbo.
Selene estaba allí, pero no estaba realmente allí. Su espíritu había sido aplastado por el peso de la maldición. Su rostro era un reflejo congelado de inocencia, pero en su mirada se leía la desesperación. Un eco de vida que se desvanecía lentamente.
Al ver a las gemelas entrar, Selene no mostró reacción alguna. No había alegría ni dolor en sus ojos, solo una calma inquietante, como si sus ojos ya no pudieran distinguir entre el pasado y el presente. Era un fantasma vivo, atrapada en su propia condena.
Por el contrario, Lyra no podía ocultar su placer al verlas. Sus labios se curvaron más al ver la vulnerabilidad que emanaba de las niñas, y una sonrisa oscura se formó lentamente en su rostro. La energía en la habitación cambió, como si el aire se espesara aún más con la presencia de la hechicera. Era el tipo de sonrisa que congelaba la sangre, porque sabía lo que se venía.
—Bienvenidas, queridas —su voz era suave, cautivadora y a la vez afilada, como el filo de una daga.
Cada palabra salía de su boca como un hechizo. Su mirada dorada brillaba de malicia mientras observaba a las gemelas con una intensidad que les helaba los huesos.
Cecilia y Lilith, al ver esa sonrisa, se abrazaron instantáneamente. Un estremecimiento recorrió sus cuerpos, y un escalofrío profundo se apoderó de ellas. Un grito de auxilio se formaba en sus gargantas, pero el miedo las dejó mudas, incapaces de escapar.
Los gritos, si los hubiera, se perderían en la mansión, ahogados por la niebla y las sombras que las rodeaban. Sin embargo, en la seguridad del abrazo de la otra, ambas encontraron un poco de consuelo.
La tensión en la sala era insoportable.
Lyra observaba el abrazo de las gemelas con una mirada tan afilada que parecía cortarlas a través de su piel. Era como si todo fuera un juego, un juego que ella había estado esperando jugar por mucho tiempo. La habitación comenzó a llenarse de una oscuridad más densa, como si las paredes mismas se acercaran a las gemelas.
Lyra disfrutaba del terror que veía en sus ojos, saboreando cada minuto, porque sabía que lo que estaba por venir sería mucho más que un simple castigo. Sería una transformación de sus almas, una eternidad de sumisión.