Almas Perdidas

El Laberinto De La Locura

El castillo de Lysia se extendía ante las gemelas como una bestia que se arrastraba por la tierra, sus sombras abriéndose paso en cada rincón, alimentándose del miedo y la desesperación que comenzaban a habitar en los corazones de Cecilia y Lilith. La mansión, ya de por sí imponente, parecía respirar, inhalando y exhalando con una presencia viva que rodeaba cada habitación, cada pasillo, cada rincón oscuro donde la luz parecía ser su enemiga.

En cuanto cruzaron la puerta de su habitación, las gemelas sintieron que algo en el aire cambiaba. No podían nombrarlo, pero lo sentían en sus huesos, como si la casa misma estuviera observándolas. La atmósfera era espesa, casi tangible, un peso invisible que las aprisionaba, comprimiendo sus pulmones, haciéndolas sentir que el silencio era un ente más, que susurraba promesas de locura.

El aire olía a tierra húmeda, a algo viejo y deteriorado. No solo la madera crujía bajo sus pasos, sino que las mismas paredes parecían moverse, en un susurro suave y siniestro. Las cortinas de terciopelo negro en los pasillos se balanceaban lentamente, como si fueran puertas invisibles que daban paso a algo que acechaba en lo profundo del castillo, algo que jamás debía ser visto.

Al principio, Cecilia pensó que era la presencia de Lyra lo que las hacía sentirse tan pequeñas, tan vulnerables. Pero luego, cuando las gemelas decidieron explorar, alejándose por un instante de la fría atmósfera de su cuarto, comenzaron a darse cuenta de que era mucho más que eso.

El castillo mismo las estaba absorbiendo. Cada paso que daban por los pasillos hacía que sus corazones latieran más rápido, como si un peligro invisible las estuviera acechando.

Las paredes eran oscuras y húmedas, cubiertas con tapices que mostraban escenas de paisajes sombríos, casi distorsionados, como si sus colores se hubieran desvanecido por el paso del tiempo.

Los marcos de las puertas eran altos y esqueléticos, con curvas y detalles que daban la sensación de que estaban hechos de huesos rotos, conformados por una estructura imposible que desbordaba la razón.

Los pasillos serpenteaban y se torcían, se alargaban y se encogían, creando una sensación de desorientación total. Las gemelas no sabían si habían recorrido el mismo camino una y otra vez o si de alguna manera estaban perdiendo la noción del tiempo.

— ¿Cecilia… Lilith?

La voz de Selene, una sombra que parecía emanada de las paredes, las llamó desde el final de un pasillo. Una voz suave, vacía, que no traía consuelo, sino más bien una presencia fría, un eco de algo perdido en el tiempo.

Selene estaba en todas partes, pero nunca realmente allí. Las gemelas la sentían en cada rincón del castillo, como si su alma estuviera atrapada en las paredes mismas, en los muros del castillo, esperando escapar.

En sus ojos, vacíos de vida, brillaba la tristeza de un alma que había sido desterrada a un lugar más allá de la razón, un ser que existía más como un susurro que como un cuerpo. Las gemelas lo sabían, aunque no podían entenderlo completamente.

En su caminar, las gemelas llegaron a una puerta vieja, cuyas bisagras se crujieron al abrirla, y lo que encontraron al otro lado las paralizó. El cuarto estaba tan oscuro que parecía que la luz misma se desvanecía en la neblina que se acumulaba en el aire.

La única fuente de luz provenía de una lámpara en una esquina, cuya llama temblaba, como si luchara por sobrevivir, antes de ser tragada por la oscuridad. Los muebles eran góticos, con formas torcidas, como si las piezas se estiraran hacia el techo, retorcidas por una fuerza invisible que las mantenía en su lugar.

Pero lo más perturbador era el espejo que dominaba una de las paredes. Su superficie no reflejaba nada de las gemelas, sino que parecía mostrar el vacío absoluto, una nada que absorbe lo que está frente a ella. Las figuras reflejadas no eran las suyas, sino sombras difusas, desconocidas.

Miraron fijamente, y un estremecimiento recorrió sus cuerpos al darse cuenta de que las sombras en el espejo no eran las suyas, sino figuras fantasmales que las observaban desde el más allá.

—¿Quiénes son? —susurró Cecilia, pero su voz no encontró respuesta.

Se alejaron de la puerta, con una sensación de pánico creciente, como si cada rincón del castillo estuviera jugando con ellas, cambiando y distorsionando la realidad. Los pasillos se cerraban como si el castillo las estuviera engullendo, como si cada habitación las arrastrara hacia un lugar oscuro y sin salida.

Al caminar más lejos, llegaron a lo que parecía una biblioteca antigua, con estanterías tan altas que el polvo parecía haberse asentado sobre los libros, creando una capa gris sobre ellos. En el aire flotaba un olor rancio, como si los recuerdos de otras épocas se hubieran quedado atrapados en esos libros, esperando a ser desenterrados.

Mientras las gemelas caminaban por la biblioteca, sus ojos se detuvieron en una esquina oscura, donde una figura alta y delgada se alzaba entre las sombras, la misma figura que las había observado en el ventanal del castillo. Era Selene.

Su figura se erguía allí, mirando por la ventana, como un fantasma, con los ojos vacíos y el rostro inmutable. Estaba vestida con un elegante vestido blanco, similar al de una figura victoriana, sus botas también blancas, pero algo en ella no era real.

El cinturón mágico negro que rodeaba su cintura y torso destacaba en la oscuridad, con la piedra azul brillando débilmente como una chispa de maldad contenida. La mujer, si es que aún podía ser llamada así, no se movía. No reaccionaba a las gemelas, como si no estuviera consciente de su presencia.

Cecilia y Lilith se acercaron lentamente, el miedo se apoderaba de ellas, pero la curiosidad las empujaba a avanzar. El aire estaba cargado de una sensación de tristeza y desesperación, como si Selene, en su extraño estado, estuviera atrapada en una especie de trance, fuera del alcance de cualquier salvación.




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