La sala de música era enorme, pero todo su tamaño parecía estar estrechamente contenido en el aire denso y pesado. El piano de cola negro, de superficie brillante y pulida, ocupaba el centro del espacio, imponente y casi aterrador, como un altar de sacrificio que invitaba a la perdición.
La luz proveniente de las ventanas altas se filtraba débilmente a través de la niebla, transformándose en haces difusos que tocaban la madera del piso y las cortinas de terciopelo negro que colgaban a los lados, absorbiendo la poca luz que se atrevía a entrar en el castillo. Los candelabros de hierro forjado estaban apagados, como si la propia oscuridad del lugar no permitiera que la luz existiera allí.
El sonido del piano resonaba a través de las paredes, no como una simple melodía, sino como un canto oscuro, un lamento que atravesaba los huesos y se apoderaba de las entrañas. Cada nota que salía de ese instrumento parecía una llama oscura que incendiaba el alma, consumiéndola lentamente, llevándola hacia un abismo del cual no había escape.
Sentada en el banco del piano estaba Lyra, la hechicera cuyo control sobre el castillo parecía absoluto, cuya presencia era como la de un dios oscuro, gobernando con su música la voluntad de todos los que la escuchaban. Sus dedos se movían con una gracia casi demoníaca, las teclas se rendían a su toque, como si el mismo piano estuviera bajo el hechizo de su poder.
Cada melodía que tocaba no era una simple composición; era un hechizo, un encantamiento que dominaba no solo el ambiente, sino también a aquellos que escuchaban, a aquellos que no tenían más opción que seguir la voluntad de la dama del piano.
Selene estaba frente a ella, en el centro de la sala, justo donde el hechizo comenzaba a tejer su manto de control. Su cuerpo se movía de forma automática, casi como si fuera una marioneta, cada uno de sus pasos calculado y predeterminado.
El cinturón mágico que rodeaba su cintura se mantenía firme, su piedra azul brillando con una luz fría y distante, como una estrella muerta que iluminaba solo la oscuridad.
Los ojos de Selene no mostraban vida. Vacíos. Su rostro estaba marcado por una sombra de tristeza eterna, como si cada centímetro de su ser estuviera atrapado en una dimensión distinta, donde la realidad ya no existía, donde el tiempo se había congelado en un ciclo sin fin de obediencia y desesperación.
La música era todo lo que Selene podía oír. Cada nota tocada por Lyra era una punzada en su alma, y su cuerpo respondía sin voluntad propia. La danza no era un acto de expresión para Selene, sino una condena.
Sus pies se movían, giraban, bailaban, pero no porque lo deseara, sino porque el control absoluto de Lyra había transformado esa danza en su única realidad. Cada giro era como una herida, cada paso, un recordatorio de su sumisión.
Cecilia y Lilith, desde el umbral de la puerta, observaban en silencio, inmóviles ante lo que sucedía. Las gemelas sabían lo que estaba ocurriendo, aunque sus ojos no podían creer lo que veían. El poder de Lyra era demasiado palpable.
La música, esa melodía tan sombría y encantadora a la vez, parecía envolverlas como una telaraña invisible, tocando sus corazones y desterrando cualquier atisbo de resistencia. No podían moverse, como si los hilos invisibles del hechizo las mantuvieran en su lugar, incapaces de actuar, incapaces de hacer algo más que mirar.
Cecilia intentó moverse, dio un paso hacia adelante, pero lo que sintió fue como si el aire mismo se estuviera volviendo espeso, como si cada inhalación fuera más difícil que la anterior. La música de Lyra era un alimento para las sombras. Y esas sombras se apoderaban de todo.
La sensación de ser observadas, de estar atrapadas en la red tejida por el sonido, creció con cada nota. La misma esencia del castillo parecía ser absorbida por la música, como si el mismo lugar estuviera siendo conquistado por el poder de Lyra.
-¿No sientes su poder? -preguntó Lilith en un susurro, su voz temblorosa mientras sus manos se apretaban contra su pecho, intentando controlar el creciente terror que sentía.
Cecilia no podía responder. La música era todo lo que existía en ese momento. Cada compás era un golpeteo en su pecho, como si su corazón latiera al ritmo de las teclas. Era imposible escapar, imposible resistir. La danza de Selene, el control de Lyra, la música... todo se fundía en un solo ser, un hechizo absoluto.
Selene giraba, cada movimiento de su cuerpo construido por la voluntad de Lyra, cada paso, cada giro, una destrucción de su ser, un despojo de su humanidad. El cinturón, brillante en su cintura, serpenteaba, casi como si tuviera vida propia, apretando cada vez más, rodeando su alma, controlando su mente y su cuerpo.
El cinturón era su prisión, su cadena invisible que la mantenía atada a una oscura eternidad. Cada vez que Selene intentaba dejar de bailar, la música de Lyra la invadía, empujándola a moverse, a seguir bailando, a no detenerse nunca.
Era un baile sin fin, una danza interminable. Selene giraba, caía, se levantaba nuevamente, como una muñeca sin vida, en una coreografía que no le pertenecía, que ya no era suya. Cada vuelta era un paso hacia la locura, hacia la desesperación total, pero Lyra no mostraba misericordia. Al contrario, su sonrisa solo crecía más al ver a su hermana sumida en ese tormento, al ver cómo su control era completo.
-Baila, Selene - susurró Lyra, su voz suave, pero tan cargada de autoridad que parecía retumbar en las paredes. — Baila para mí, hermana. Sé que te encanta.
La frialdad en la voz de Lyra hizo que el aire se volviera más pesado, más difícil de respirar. Selene no tenía más opción que bailar, aunque su cuerpo comenzara a agotarse, aunque su alma gritara por liberarse. Pero la música la mantenía atada, como un lazo invisible que se cerraba más y más a medida que las notas se alzaban y caían, marcando cada golpe del corazón de Selene.