El castillo de Lysia estaba en silencio, pero ese silencio no era normal. Era un silencio cargado, tenso, como si todo estuviera esperando algo, algo oscuro, algo que se movía bajo la superficie, esperando a ser liberado. Cecilia y Lilith caminaban por los pasillos, sus pasos resonando en la quietud.
La casa parecía estar respirando, cada crujido en las paredes, cada suspiro del viento, se sentía como una presencia, como una sombra acechándolas, que las seguía en cada esquina.
La niebla que se filtraba desde las ventanas altas no era solo un fenómeno meteorológico; era un sentimiento palpable, un manto que envolvía el castillo en una atmósfera de desesperación y oscuridad.
Las gemelas no podían ignorar la sensación creciente de estar observadas. No era la mirada de Lyra, que siempre las vigilaba con esa intensidad impersonal, fría. No, esta sensación era mucho más profunda, más arcaica, como si los muros mismos del castillo estuvieran mirándolas, con ojos invisibles que sabían más de ellas de lo que ellas mismas sabían.
Era como si el castillo no solo las hubiera acogido, sino que ahora las poseía, como una bestia que las devoraba lentamente, como si sus mentes y cuerpos estuvieran siendo absorbidos por las sombras. Y esas sombras, aunque invisibles a los ojos, se movían al ritmo de la casa, al ritmo de la música que Lyra tocaba.
Cada rincón, cada grieta en las paredes, parecía estar lleno de voces. No voces humanas, no palabras, sino susurros, suaves como un viento que rozaba los oídos, y cuando las gemelas intentaban escuchar más claramente, los susurros se desvanecían solo para retornar más tarde, más intensos, más insistentes.
Era la oscuridad misma la que las rodeaba.
Las voces venían de todas partes, pero las gemelas no podían ver de dónde. Susurros tan bajos que no eran audibles, pero las hacían sentir un peso en el pecho, como si algo dentro de ellas se estuviera rompiendo. No podían entender lo que decían, pero el miedo que transmitían era más que suficiente para entender que algo terrible, algo viejo y maldito, estaba atrapado allí con ellas.
Ayúdanos...
No podemos salir...
Es todo lo que conocemos...
El eco de estas palabras flotaba en el aire, no a través de los oídos, sino a través de sus almas, como si fueran sus propios pensamientos, sus propios gritos internos, que se refractaban de alguna manera hacia el exterior.
Lilith se detuvo de repente, un estremecimiento recorriendo su columna vertebral como si hubiera sido tocada por algo que no podía ver. Cerró los ojos, sus manos temblorosas apretando las sábanas de la oscuridad, como si intentara aferrarse a algo más sólido que el aire.
—¿Lo oyes? —preguntó en un susurro, su voz quebrada.
Cecilia miró a su hermana, los ojos abiertos de par en par, la boca seca, incapaz de responder inmediatamente. El eco de las voces se retorcía en su mente, las palabras incompletas, las emociones desgarradoras que eran parte del alma misma del castillo.
—Las voces... —susurró Cecilia, su voz tan débil como el sonido de un suspiro perdido.
¿De dónde vienen?
Lilith, quien ya estaba demasiado acostumbrada al miedo que apretaba su pecho, comenzó a avanzar, su mente ahora trabajando de una manera diferente. Algo en su interior empezó a despertar.
Al principio, pensó que era la ansiedad lo que la había hecho sentir como si alguien estuviera tocando su corazón, pero algo más profundo estaba sucediendo, algo más extraño, más poderoso. Su pulso comenzó a latir con mayor fuerza. Una presión en su cabeza.
Una vibración extraña. Una llama interna que se encendió en lo más profundo de su ser. Y entonces, de pronto, como si fuera una corriente eléctrica, algo llegó a su mente. No era una voz, ni una palabra, sino una sensación clara y definida que invadió su conciencia.
—Lilith… —la voz dentro de su mente era suave y difusa, dificultosa de discernir.
¿Cecilia? ¡Ayúdame!
La mente de Lilith se abrió completamente, y las voces de los atrapados comenzaron a resonar más fuerte que nunca. Gritos, sollozos, llantos incesantes de aquellos que nunca habían tenido descanso. Se trataba de almas perdidas, almas que nunca encontraron paz. El castillo era una prisión, una prisión de sufrimiento eterno.
Ayúdanos…
Lilith comenzó a temblar, el miedo aplastándola mientras intentaba comprender lo que estaba pasando. La telepatía, ese poder recién despertado en ella, se extendió por su mente, como líneas rojas que la conectaban con las almas perdidas que se encontraban atrapadas en ese horrible castillo. Era un dolor tan intenso, tan profundo, que sintió que su mente comenzaba a quebrarse. Pero había algo más.
—Cecilia… ¡Cecilia! —llamó la voz en su mente. Era Selene. A través de la niebla mental, su voz parecía estar condenada al silencio, su grito era apenas un susurro. Pero Lilith la escuchó, claramente, por primera vez desde que había entrado al castillo.
Selene estaba allí, atrapada, pero al mismo tiempo, dentro de la misma red que había comenzado a formar Lilith, su conexión aumentaba cada vez más, dándoles la sensación de estar unidas, como si, de alguna manera, las sombras del castillo las estuvieran uniendo.
El cinturón… no puedo salir…
Las palabras de Selene eran como un grito ahogado. Cada palabra que la alcanzaba era un recordatorio de su sufrimiento, de su sacrificio, de su desesperación.
El cinturón mágico que la había atrapado no solo la había subyugado físicamente, sino que también había desterrado a Selene a un limbo eterno, casi fuera de la realidad. Pero Lilith podía sentirla, podía sentir el dolor de su tía. Y, por primera vez, se dio cuenta de la profundidad del vínculo que compartían.
—¡Selene! —gritó Lilith en su mente, aunque su voz nunca salió. El miedo la ahogaba.— ¡Tenemos que salvarte!
No… ya no hay salvación…