El sótano estaba impregnado de oscuridad, tan espesa que parecía que incluso el aire se volvía pesado, casi imposible de respirar. Las paredes de piedra emanaban una humedad asfixiante, y el suelo estaba cubierto de polvo y telarañas, como si el tiempo mismo hubiera quedado atrapado en ese lugar.
En el centro de la sala, una silla de terciopelo negro se erguía, majestuosa y a la vez inquietante. Su estructura antigua, tallada en madera oscura, parecía que de alguna forma absorbiera la luz, reflejando una sombra macabra en sus curvas. El terciopelo de la silla, negro como la noche misma, brillaba débilmente bajo la luz de las velas que apenas iluminaban el oscuro sótano.
En la silla, el niño permanecía inmóvil, totalmente inmovilizado. Su pequeño cuerpo, de apenas ocho años, estaba sentado con una postura que no podía cambiar, como si la propia silla tuviera un poder antinatural sobre él. Su rostro, pálido y delicado, mostraba una inquietante calma, pero si se miraba más de cerca, sus ojos dorados reflejaban una tristeza profunda, como si el pequeño hubiera perdido toda esperanza.
Sus brazos, únicamente capaces de moverse, descansaban sobre los brazos de la silla, y sus pies, al igual que sus manos, estaban totalmente sujetos a la voluntad de la silla. La magia de Lyra había dejado en su hijo una prisión tan perfecta que él no podía levantarse. Cada intento de moverse se veía frustrado por el hechizo que había tejido su madre, una magia que no solo lo mantenía inmóvil, sino que aplastaba cada intento de lucha.
El niño sentía un vacío inmenso, un vacío que iba más allá de su cuerpo. El hechizo no solo controlaba su cuerpo, sino que también despojaba su mente de cualquier deseo, cualquier necesidad. Ya no sentía hambre ni sed, ni el deseo de descansar, como si su alma misma hubiera sido encerrada en ese lugar, vacía, anulada.
La silla mágica, tejida por los hilos de la oscura voluntad de Lyra, controlaba incluso los más mínimos movimientos de su ser. El niño ya no sabía qué era vivir, ya no sabía lo que era sentir. La magia de su madre había drenado toda su humanidad, y ahora, él solo existía como una marioneta en una silla.
Había intentos de liberarse, por supuesto. El niño había luchado contra la silla durante muchos días al principio. Había intentado usar su magia, intentar destruir el hechizo, pero su poder, aunque grande, era todavía insuficiente. No tenía la fuerza para romper el hechizo de la silla, ni tampoco el control necesario sobre su propia magia. Lo que Lyra había tejido en su hijo con esa silla era irrompible para él.
Su madre, Lyra, lo había obligado a sentarse en esa silla después de terminarla, a la fuerza, con una orden tajante:
- No te moverás de aquí nunca más.
Y él no podía hacer nada más que obedecer, porque su magia estaba bajo su dominio absoluto. Desde entonces, durante más de dos años, la silla se convirtió en su prisión, un lugar del cual no podía escapar. Lyra, para asegurarse de que él nunca se rebelara, había incluso anulado sus necesidades fisiológicas.
El niño no comía, no bebía, no dormía, todo estaba bajo el control de la silla, y si alguna vez intentaba levantarse, una fuerza invisible lo hacía caer de nuevo, empujándolo con una presión que le desgarraba el alma.
La única compañía que había tenido, además de la soledad absoluta de esa silla, era Selene, quien a veces se encontraba con él, con su rostro apagado y sus ojos vacíos, como una sombra de lo que alguna vez fue. Selene estaba prisionera en su propio cuerpo, pero al menos podía caminar y hablar, aunque no podía moverse más allá de ciertos límites.
Lyra la obligaba a bailar, de una manera extraña y silenciosa, alrededor de la silla, como parte de su propio espectáculo de poder. Cada vez que Selene danzaba, el niño la observaba, perdiendo su esperanza, porque aunque sentía la fuerza de su madre sobre él, no podía hacer nada.
Había algo en la tristeza de Selene que lo hacía sentir más prisionero aún. La veía bailar, sin expresión, obligada, roto todo vestigio de su ser, y el niño se preguntaba si algún día él también se perdería de esa manera.
Pero esa noche, cuando Cecilia apareció en el sótano, algo en el niño se despertó. Al principio, la presencia de Cecilia lo desconcertó, como si fuera una revelación en medio de la oscuridad, una luz tenue en el vacío más profundo. Cuando sus ojos dorados se encontraron con los celestes de Cecilia, él sintió algo extraño, algo nuevo.
El niño no podía moverse, pero sus ojos se llenaron de desesperación. Había algo en Cecilia que hacía que su magia interna respondiera, algo en ella que hablaba al niño como una vibración ancestral que recorría su sangre. Un lazo de familia que la magia de Lyra no había borrado por completo.
- Ayúdame... - pensó el niño, su mente inundada de una mezcla de esperanza y miedo. - Ayúdame, por favor...
Cecilia, sintiendo esa conexión instantánea, dio un paso hacia el niño, su rostro marcado por la preocupación.
-¿Quién eres? - preguntó Cecilia, su voz temblorosa pero firme. - ¿Qué haces aquí?
El niño, con dificultad, comenzó a hablar, aunque sus palabras eran bajas, como si su voz fuera un susurro débil en medio de la tormenta.
-Soy... su hijo... - El niño levantó su rostro, sus ojos brillando con lágrimas contenidas. - Soy su hijo... de Lyra. ¿Eres de la familia?
Cecilia, al escuchar sus palabras, sintió un golpe en el pecho, como si la realidad de lo que estaba ocurriendo se le cayera encima. El niño estaba prisionero aquí, como su tía Selene.
Y lo peor de todo, era su primo, un niño que había heredado los mismos poderes mágicos que su madre y tía, pero que había sido condenado a vivir como una sombra, esclavo de la magia de Lyra.
- Tu madre... tu madre te ha hecho esto,- dijo Cecilia, su voz rota, llena de tristeza y compasión. - Lyra... te ha puesto aquí ¿verdad?
El niño asintió lentamente, sus ojos vacíos y tensos.