El Despertar de los Espectros
La niebla del castillo de Lysia era una entidad viva. Densa, oscura, que se deslizaba como una serpiente gigante entre las grietas de las antiguas paredes, engullendo todo a su paso. Cecilia y Aurelian avanzaban en silencio, respirando con dificultad, el aire denso casi como una capa sobre sus pulmones.
Cada paso que daban parecía alejarlos de la realidad y acercarlos a un lugar donde el tiempo mismo se volvía difuso y el espacio, inútil. Era el Laberinto de Sombras, y el castillo no los iba a dejar salir sin más.
Se movían lentamente, como si la oscuridad misma estuviera empujándolos hacia atrás. Cada rincón estaba impregnado de una magia oscura que no solo los rodeaba físicamente, sino que también penetraba sus pensamientos, agazapándose en los rincones más profundos de sus mentes, esperando una grieta por donde colarse.
Mientras avanzaban, el aire se volvía más pesado, impregnado de un extraño olor a humedad, polvo y algo mucho más siniestro. Algo que Cecilia no podía identificar, pero que sentía en lo más profundo de su ser.
El laberinto se extendía ante ellos, inabarcable, y a medida que caminaban, el eco de sus pasos era devorado por la niebla, como si el castillo mismo tratara de borrar su existencia.
Las paredes parecían moverse a su alrededor, transformándose en sombras vivas, retorcidas, deformadas por la magia ancestral que había moldeado este lugar. No había forma de saber si avanzaban, retrocedían o si simplemente se estaban moviendo en círculos sin fin.
El primer murmullo llegó como un susurro a través de la espesa niebla. Cecilia se detuvo en seco, su respiración se aceleró. El sonido fue tan bajo, tan sutil, que al principio pensó que había sido producto de su mente cansada. Pero no fue así. Aurelian, al igual que ella, sintió la misma perturbación, la misma tensión en el aire.
— ¿Oíste eso?— preguntó Cecilia, su voz temblorosa.
— Sí,— respondió Aurelian, con un tono grave. — Es el castillo. Nos está observando.
Aurelian alzó una mano, sus ojos fijos en la niebla que los rodeaba. A su alrededor, la atmósfera se sentía densa, pesada. Un sentimiento extraño comenzó a asentarse en su pecho, una presencia invisible que parecía envolverlos por completo. Como si el castillo no solo los viera, sino que los tocara, los sintiera. Las sombras se estiraban como dedos invisibles, intentando alcanzar sus cuerpos y penetrar sus pensamientos.
Un grito lejano resonó a lo lejos, una voz femenina desgarradora que se escurrió por el aire, causando que Cecilia sintiera un estremecimiento que recorrió su espina dorsal. La voz, aunque lejana, parecía tan real, tan presente, que casi podía ver la desesperación en los ojos de quien la había emitido.
— ¡Ayuda! — gritó la voz. — ¡Libérame!
Cecilia miró a Aurelian, su rostro se había vuelto pálido, y su corazón latía con fuerza.
— ¿Quién fue?— preguntó, su voz quebrada.
— No lo sé,— respondió Aurelian, pero sus ojos ya no brillaban con la seguridad que habitualmente los llenaba.
Esta vez, la duda había comenzado a acercarse a él. Un miedo que ni siquiera la magia heredada de su madre podría disipar.
Cecilia cerró los ojos por un momento, intentando bloquear el eco de la voz. Pero la neblina parecía volverse más densa, más tangible, como si la oscuridad que los rodeaba estuviera absorbiéndolos. El viento comenzó a aullarle en los oídos, pero de alguna manera, el sonido era cálido, como si el viento mismo estuviera llorando, como si estuviera llorando por algo perdido.
— El castillo no se olvida de sus guardianes,— murmuró Aurelian, su mirada fija en el pasillo que tenían por delante. —Nos está mostrando lo que quiere que veamos.
Un destello de luz blanca, tenue, apareció en el fondo del pasillo. Cecilia dio un paso adelante, pero antes de que pudiera reaccionar, la luz desapareció, dejándola con una sensación de vacío que llenó su mente.
— Espera....— dijo Aurelian, sujetándola del brazo. — No vayas hacia la luz. Nos está atrapando.
Cecilia titubeó. Algo no estaba bien. Sabía que las sombras del castillo no eran solo sombras; estaban hechas de magia, magia oscura, que se alimentaba del miedo, de la desesperación. La luz había desaparecido tan repentinamente, como una trampa tendida a propósito. Sin embargo, algo la atraía, algo en sus entrañas le decía que debía seguir adelante.
—No podemos quedarnos aquí,— dijo Aurelian, su voz llena de una urgencia palpable. — No sabemos lo que es esto. El castillo juega con nosotros.
Sin embargo, Cecilia no pudo evitar sentir que había algo más. Algo más profundo. Las sombras se alzaban a su alrededor, como si se fuesen a devorar el último vestigio de luz que quedaba en el lugar. Un leve suspiro le roto la mente.
De repente, el suelo bajo sus pies se desmoronó, y la neblina se tragó todo lo que estaba a su alrededor. Las sombras comenzaron a bailar, formando figuras distorsionadas. Los rostros de los guardianes perdidos empezaron a emergir de las paredes, de las mismas sombras.
Unos ojos vacíos, perdidos en el dolor y la desesperación, la miraban fijamente desde las profundidades de la niebla.
— Nosotros somos los guardianes,— susurró una voz que parecía surgir desde el mismo aire. — Y ahora, ustedes son parte de nosotros.
Cecilia no pudo evitarlo. Un vómito de terror se apoderó de su garganta mientras veía las figuras desmoronarse a su alrededor. Eran guardianes caídos, espectros condenados por la magia de Lyra, cuyas almas permanecían atrapadas en el castillo, condenadas a una eternidad de sufrimiento. Los rostros de esos seres se alargaban, deformándose como máscaras rotas de lo que alguna vez habían sido.
— ¡No! — gritó Cecilia, retrocediendo.
Pero era inútil. Las sombras se habían apoderado de ella. La presencia de los espectros era tan palpable, que era como si su alma misma estuviera siendo absorbida por la oscuridad.