Almas Perdidas

La Puerta de la Prisión I

La Primera Barrera

El aire dentro del castillo de Lysia se volvía cada vez más espeso, con cada paso que Cecilia y Aurelian daban. El laberinto de sombras que habían atravesado parecía una presencia viva, un lugar que no solo los atrapaba físicamente, sino que también manejaba sus mentes. Cada rincón del castillo estaba impregnado con un aire de desesperación y maldición, donde la magia oscura de Lyra se sentía viva, y era capaz de doblegar hasta las voluntades más firmes.

Cuando cruzaron el umbral de la puerta hacia el corazón del castillo, un sentimiento de vacío se apoderó de Cecilia. La luz dentro del pasillo era débil y apenas iluminaba el camino que tenían por delante.

Las sombras se estiraban y se retorcían a su alrededor, como si estuvieran esperando atraparlos, devorarlos y arrastrarlos hacia lo profundo. Cada paso que daban era agotador, como si el castillo mismo intentara tragar su energía, devorando su ánimo, su esperanza.

El viento frío que soplaba dentro del castillo no provenía de ninguna parte, no había ventanas abiertas, pero el aire estaba cargado con un soplo gélido que parecía aferrarse a sus huesos, penetrando su piel con una intensidad desmesurada.

Cada rincón parecía vacío, pero los ruidos de las sombras se sentían tan palpables que tanto Aurelian como Cecilia no podían evitar la sensación de que alguien los estaba observando.

Las voces, las almas atrapadas, ya no eran susurros como antes. Ahora, los eco de sus gritos resonaban más fuerte. Eran gritos de desesperación, de lamento, que se mezclaban con el sonido de sus propios pasos.

Los guardianes perdidos nunca parecían descansar. Estaban atrapados aquí, pero sus almas seguían viviendo, seguían sufriendo dentro de este laberinto que no solo los atrapaba físicamente, sino también mentalmente. Cada sombra que los tocaba parecía debilitar sus corazones un poco más.

Cecilia podía sentirlo, esa presencia invisible que les acechaba desde lo más profundo del castillo. A pesar de su determinación, de su necesidad de salvar a Lilith, algo dentro de ella se quebraba con cada paso que daban. Las voces se alzaban y susurraban en su mente, empujándola a dudar.

— Cecilia...— susurró Aurelian a su lado, rompiendo el silencio que pesaba como una manta oscura entre ellos. — Estamos cerca. Lo sé. Pero no puedo dejar de sentir que... — su voz titubeó, como si no pudiera encontrar las palabras para describir lo que sentía.

— Lo sé,— murmuró Cecilia, su voz temblando. — Este lugar... está jugando con nosotros. — Ella miró hacia el pasillo, que parecía alargarse infinitamente.

Las paredes estaban cubiertas de símbolos oscuros, que se movían cuando las mirabas fijamente, como si se estuvieran retorciendo, cambiando de forma.

— Nos está consumiendo, — continuó Cecilia. — Es como si nos estuviera tragando poco a poco.

Aurelian la miró fijamente, y Cecilia pudo ver en sus ojos una resolución que aún permanecía a pesar de todo.

— No podemos rendirnos ahora. Sabemos lo que tenemos que hacer. Tenemos que llegar a Lilith.

Pero las sombras se alargaban y crecían, como si intentaran apresarlos. Las voces en el aire se intensificaban, y Cecilia ya no podía ver las paredes. Todo parecía disolverse en la nada.

Se sentía como si estuviera dentro de un sueño, un sueño tan oscuro que no podía despertar. La realidad misma parecía desdibujarse ante sus ojos. El castillo, tan grande y opresivo, comenzaba a cerrarse sobre ellos, como si las paredes estuvieran cambiando, desapareciendo detrás de ellos.

Fue entonces cuando la figura apareció.

No fue de inmediato. Primero fue solo un susurro en el aire, un sonido que comenzó como una vibración sutil, como si alguien o algo estuviera enfrente de ellos. Cuando Cecilia miró hacia adelante, vio una sombra al final del pasillo, flotando en el aire. La figura era difusa, pero a medida que avanzaba hacia ellos, la forma de un ser humano se empezó a materializar. No era un hombre, ni una mujer, sino algo que no podía ser definido, algo que no pertenecía a este mundo.

La figura tenía los ojos vacíos, los cabellos desordenados y su rostro sin rasgos definidos. Era como si todo lo que alguna vez fue humano hubiera desaparecido, pero la figura seguía existiendo, atada a ese espacio oscuro.

— Nosotros caímos... ustedes caerán también, — susurró la figura, su voz rasposa, como si estuviera hablando desde un abismo.

Cecilia y Aurelian se detuvieron en seco. La figura flotaba hacia ellos, extendiendo las manos de manera que parecía querer tocarlos, envolverlos en la oscuridad.

— ¡Muertos!— gritó Cecilia, el miedo rasgando su voz. — ¡No somos como ustedes!

Pero la figura no respondió, solo se desvaneció en el aire, como si el aire mismo la hubiera absorbido. La niebla, densa y pesada, la tragó en un susurro.

— Estamos atrapados aquí, — susurró la voz que quedó atrás. — Nunca escaparemos.

Cecilia sintió el dolor y la desesperación calar sus huesos. El castillo estaba desgastando su voluntad, jugando con sus mentes, llevándolas al borde de la locura.

— No podemos dejar que esto nos venza,— dijo Aurelian, su tono severo, pero firme. — Tienes que luchar contra eso, Cecilia. No puedes ceder ahora.

Pero Cecilia sabía que el miedo y el deseo estaban tejiendo una red alrededor de ellos. Las sombras continuaban aplastándolos, sus pasos cada vez más pesados, y las voces comenzaban a murmurar más cerca de sus oídos. Sabía que estaban siendo arrastrados por el propio castillo, absorbidos por su magia. Las paredes se estrechaban a su alrededor, y el laberinto parecía convertirse en un círculo vicioso, que los devoraba, sin que pudieran salir.

En un instante, la niebla se desvaneció, y frente a ellos apareció lo que parecía ser la puerta del castillo, grande y decorada con símbolos antiguos. Los símbolos brillaban débilmente, como si esperaran algo, como si la puerta estuviera viva y consciente de su presencia.




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