Año 1475, finales del siglo XV
Castilla y Aragón sellaron una alianza peligrosa, más ambiciosa que sabia. El pacto unía a los dos reinos contra Inglaterra, con la promesa de consolidar poder mediante un matrimonio: Elena de Trastámara, hija del rey de Castilla, sería entregada al príncipe Hernán de Montferrat, heredero de Aragón.
La alianza nació como un juramento de hierro, pero la historia la recordaría como un fracaso sangriento.
El primer blanco fue Ashwick, una pequeña ciudad fronteriza. Sus murallas, viejas y agrietadas, habían resistido siglos de asedios. Los reyes esperaban un triunfo veloz, una rendición inmediata. Lo que hallaron fue resistencia popular, obstinada, desesperada.
Cuando los tambores de guerra comenzaron a rugir, las campanas de Ashwick respondieron con un clamor fúnebre. El aire pronto se cubrió de humo, de pólvora, de ceniza. Cada callejón se convirtió en un matadero: mujeres lanzando aceite hirviendo desde ventanas, ancianos empuñando herramientas oxidadas como armas, niños corriendo entre la sangre para llevar agua a los defensores. El pueblo entero se alzó.
El príncipe Hernán de Montferrat, de apenas veintiún años, se reveló en toda su crueldad. Avanzaba por las calles montado en su caballo de guerra, atravesando a campesinos desarmados, riéndose del miedo en los ojos de los indefensos. Donde pasaba quedaban ancianas degolladas, niños mutilados, padres arrastrados por las crines de los caballos. Su espada brillaba más con la sangre de los inocentes que con la de los soldados.
A su lado, el rey Fernando de Montferrat, su padre, cabalgaba con la soberbia de quien cree tener la victoria asegurada. Su corcel negro se alzaba imponente, y sus órdenes eran tan frías como su mirada.
Pero entre la marea de sangre, un joven emergía.
Jon Malverne, campesino de diecinueve años, vestido con una túnica de verde musgo manchada de barro, caminaba entre cuerpos y llamas. Su rostro era sereno, casi distante; sus ojos, de un marrón claro que rozaba el dorado, guardaban una mirada sombría. No había furia ni compasión en él, sólo la calma inexorable de quien ejecuta un designio inevitable.
El estruendo de cascos rompió el caos: el rey Fernando cabalgaba hacia adelante, con su hijo Hernán pisando los cadáveres detrás. El polvo se levantó en remolinos. Los soldados abrían paso.
Jon no retrocedió.
Giró apenas el rostro, como si aquel estrépito fuera un detalle menor. El tiempo se quebró. El bufido del caballo, los crujidos de la silla, el retumbar de los cascos… todo llegó a sus oídos como un eco lejano.
El caballo cayó sobre Jon como un trueno desatado. En un solo destello de acero, el filo hendió el aire y las patas delanteras se quebraron con un chasquido seco, como ramas ardiendo bajo el fuego. El bramido del animal se mezcló con el grito de los soldados, y por un instante el campo entero quedó suspendido en horror.
El rey Fernando salió disparado contra el suelo, aturdido, aún sujetando en vano las riendas rotas. Antes de que los guardias reaccionaran, Jon ya se movía. Con un tajo certero, cercenó ambos brazos del monarca. Los gritos desgarradores del rey estremecieron la muralla misma de Ashwick; la sangre brotó en chorros oscuros, empapando la tierra como si la ciudad reclamara justicia.
El príncipe Hernán frenó su caballo con un alarido de horror.
El campesino de verde musgo se erguía frente a su padre mutilado, con los ojos fijos en él. Sombríos, insondables, como si la muerte misma lo contemplara a través de aquella mirada.
El silencio se apoderó del campo. Soldados de Castilla y Aragón, que segundos antes se mataban entre sí, quedaron inmóviles. Nadie podía creer que un muchacho de diecinueve años, salido de las entrañas del pueblo, hubiera reducido a un rey en cuestión de instantes.
Jon alzó su espada una última vez. No pronunció palabra. No buscó gloria. Con un movimiento limpio y solemne, atravesó la garganta de Fernando de Montferrat. El monarca se ahogó en su propia sangre, convertido en despojo en la tierra que había jurado conquistar.
La alianza quedó rota antes de nacer.
Los soldados retrocedieron, avergonzados, derrotados.
Y en ese día, sobre las ruinas ardientes de Ashwick, comenzó a extenderse un nombre que resonaría en los tres reinos:
Jon Malverne, el Azote de Reyes.
⸻
El campo de Ashwick quedó en silencio. La sangre aún humeaba en la tierra cuando los estandartes de Aragón y Castilla cayeron. Sin rey, sin gloria y sin propósito, los ejércitos aliados se retiraron entre la vergüenza y el desconcierto, dejando tras de sí un cementerio abierto.
La noticia del desastre no se quedó en Ashwick.
Viajó con la velocidad del miedo y el asombro, atravesando aldeas, puertos y campamentos. En cuestión de semanas, los tres reinos hablaban del mismo nombre: el campesino de verde musgo que había ejecutado a un rey.
El rumor se convirtió en crónica, y la crónica en advertencia. Finalmente, la historia alcanzó los oídos de Eduardo IV de Inglaterra. Intrigado por la magnitud del hecho y la calma sombría del muchacho que lo protagonizaba, el monarca envió emisarios con una sola orden.
Jon Malverne fue convocado a Londres, al palacio de Westminster, para comparecer ante el trono inglés.
Tras la derrota en Ashwick, el príncipe Hernán de Montferrat y lo que quedaba de su séquito llegaron a Castilla junto al monarca aliado. Los heraldos abrieron las puertas del imponente Alcázar de Segovia, donde aguardaban el rey Juan II de Trastámara y su esposa, la reina Beatriz de Trastámara.
#574 en Thriller
#1286 en Fantasía
fantasia, drama amor romance venganza tragedia, fantasa drama
Editado: 10.10.2025