El humo del habano de Damián se enroscaba en el aire como un espectro que quería aprisionar la sala. Cada giro era un recordatorio de su poder: silencioso, absoluto, inamovible. Los hombres permanecían inmóviles, casi reverentes, mientras John y Michelle se enfrentaban con las miradas, midiendo cada respiración.
—Vamos —dijo Damián con voz grave, cargada de autoridad paternal—. Preséntense como corresponde.
Michelle dio un paso al frente. John la siguió. Sus manos se rozaron al estrecharse, y aunque solo pronunciaron sus nombres, un océano de recuerdos ardía detrás de sus ojos. Fingieron indiferencia, como si fueran dos extraños en una presentación formal. Pero sus cuerpos hablaban otro lenguaje.
Entonces, un estruendo rompió la sala. La puerta principal voló en astillas y un grupo de hombres armados irrumpió con pistolas desenfundadas y gritos que cortaban el aire. La tensión se convirtió en caos.
John reaccionó instintivamente. Se movió con la precisión de un depredador. Su Beretta de corredera gris con mango negro disparó y cayó a seis enemigos antes de que pudieran siquiera apuntar. Cada movimiento era un trazo de silencio letal: pasos, giros, disparos. La sala se llenó de humo, ecos metálicos y el olor acre de la pólvora.
Michelle parpadeó, sorprendida, pero no por mucho tiempo. Sus ojos se endurecieron y su respiración se volvió precisa, calculada. Avanzó delante de John, Glock 17 en cada mano, barría la sala con precisión quirúrgica, eliminando a los tres enemigos restantes.
John permaneció quieto, observando. Aquella visión lo atravesó como un rayo: las pistolas eran el eco de dos espadas cruzando la niebla de Inglaterra. En un instante, Michelle desapareció y frente a él apareció Elena de Trastámara, danzando entre llamas y sangre, dos espadas colgando de su cintura como extensiones de su cuerpo.
Los hombres de Damián no sabían si mirar a la acción o a los fantasmas que parecían emerger de la memoria de John. Algunos murmuraban entre ellos, temerosos, incapaces de resistirse al magnetismo de la mujer que se movía como si fuera dueña de la muerte y de la gracia al mismo tiempo.
—Esto es lo que quería —dijo Damián, rompiendo el silencio con aplausos lentos—. Excelente. Con ustedes dos, nadie me parará.
Pero John ya no estaba presente. Su mente se sumergió en otro tiempo: Inglaterra, humo de pólvora mezclado con el barro de Ashwick, el rugido de caballos, el brillo metálico de las espadas, y el rostro de Elena, tan real como Michelle frente a él. Cada disparo que retumbaba en la sala era un eco de aquel choque de acero.
Michelle, percibiendo su desconexión, lo observó con ojos afilados. Su intuición le decía que aquel hombre guardaba secretos antiguos, memorias que lo atravesaban silenciosas y letales.
De pronto, la visión se hizo completa: ya no había Glock, ni Beretta, ni humo de habano. Solo Elena, con traje de brocado burdeos, armadura ajustada que realzaba su figura y dos espadas listas al lado derecho de su cintura. Cada movimiento era medida, cada mirada un desafío silencioso.
Se giró hacia su padre, con la calma de quien sabe que la diplomacia es solo una máscara.
—Iré como emisaria de tregua —declaró, con la mezcla de dulzura y resolución que caracterizaba a una reina en la guerra.
Su padre asintió, confiando en las palabras de una hija obediente. Pero Elena sabía que la verdad era otra: solo quería conocer al campesino que había convertido la guerra en mito, al hombre que su memoria llamaba Jon Malverne.
En la sala de Damián, los ecos del presente comenzaron a mezclarse con los del pasado: el olor acre de pólvora, el golpe seco de los disparos, el ruido metálico de los cascos que retumbaban en su memoria. John parpadeó y volvió al mundo real, aún sosteniendo su Beretta. Michelle lo miró con un entendimiento silencioso: él había viajado, aunque solo por un instante, a un tiempo donde la guerra y el amor habían tejido sus hilos con sangre y acero.
Ambos sabían que algo había cambiado para siempre. Que el pasado no era solo recuerdo. Que las almas que regresan encuentran maneras de imponerse sobre el tiempo y la distancia.
Y en ese instante, aunque los enemigos y Damián aún los rodeaban, solo existían ellos dos: John Becker y Michelle Corvelli, una pareja forjada por el fuego de dos vidas, destinadas a reencontrarse una y otra vez.
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Editado: 10.10.2025