El mar del Canal de la Mancha rugía bajo un cielo encapotado, pesado y gris, como si quisiera advertir a quienes se aventuraban sobre sus aguas. Cada ola golpeaba la madera del navío con un estruendo que recordaba el tambor de la guerra, y los mástiles, erguidos como lanzas centenarias, crujían bajo el viento, marcando un compás inexorable.
Elena de Trastámara caminaba por la cubierta cubierta por un manto carmesí, bordados de Castilla apenas visibles bajo la luz mortecina del amanecer. Su andar no era el de una dama ordinaria; cada paso resonaba como un juramento secreto, un eco de destinos entrelazados. La misión oficial la obligaba a portar mensajes de tregua al trono inglés, pero en su corazón ardía otra llama: un hilo invisible que la unía a un hombre que existía solo en leyendas y susurros.
Ashwick… Jon Malverne… el campesino que desafió a los reyes…
El navío avanzaba entre brumas y espuma, y cada respiración de Elena parecía absorber la memoria de aquel nombre. No era curiosidad: era reconocimiento. Un recuerdo de otra vida que palpitaba en sus venas.
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El gran salón de Westminster era un escenario de opulencia medida, donde la luz de las antorchas se reflejaba en terciopelos, pieles y cadenas de oro, y los tapices de conquistas pasadas parecían vigilar a cada visitante con ojos silenciosos. En el centro, sobre un trono tallado en roble, estaba Eduardo IV de York, firme y altivo, con la autoridad de quien había sobrevivido traiciones, guerras y conspiraciones.
A su derecha, su hija Elizabeth de York permanecía erguida como estatua de mármol. Su piel pálida parecía iluminarse con la luz de las antorchas, y el cabello cobrizo, tan voluminoso que parecía capturar cada rayo de sol que no existía en aquella sala, caía sobre sus hombros en cascadas suaves. Sus ojos verdes, penetrantes y atentos, evaluaban cada gesto, cada movimiento, cada palabra, con la curiosidad calculadora de quien entiende que el mundo se mueve en matices y silencios. Cada respiración de la joven, cada leve inclinación de cabeza, era un acto de observación y juicio, y Jon Malverne, aun sin saberlo, ya estaba bajo su escrutinio.
Del otro lado, Jon se mantenía erguido, su capa de campaña aún marcada por el barro y la sangre de Ashwick. Sus ojos marrón dorado eran fríos, impenetrables, y su postura rígida irradiaba una autoridad que ningún título le había otorgado. No era arrogancia: era presencia. Y allí, en medio de la corte, nadie podía ignorarlo.
—Dicen que un ejército entero se quebró ante tus hombres —comentó Eduardo con voz grave—. Que la sangre de Ashwick todavía tiñe la memoria de Castilla y Aragón.
—Solo defendimos lo que era nuestro, Majestad —respondió Jon con firmeza, su tono seco como acero templado.
El silencio cayó como un manto sobre la sala. Jon no buscaba aplausos ni gloria. Existía, y eso era suficiente.
Cuando Elena y su comitiva cruzaron el salón, el murmullo de los nobles se mezcló con el eco de los pasos, un ritmo que parecía anticipar el choque de dos mundos. Elena caminaba erguida, cada gesto medido, cada mirada fija hacia adelante, pero en su interior un temblor suave anunciaba que la presencia de Jon no era solo política: era magnética, inevitable.
Elizabeth, observando desde un lateral, sintió que todo el aire alrededor se condensaba. Su mirada verde no se apartaba de Jon. La fascinación creció como un incendio contenido: el hombre que parecía existir fuera del tiempo, que sostenía la calma frente a reyes y nobles, que había detenido ejércitos… era un enigma que ella no podía ignorar. Su corazón palpitaba con un ritmo nuevo, extraño, y sus dedos temblaron apenas al descansar sobre el bordado de su vestido. Cada detalle de Jon, desde la mandíbula firme hasta la determinación silenciosa en sus ojos, la atrapaba en una mezcla de admiración y algo que no sabía nombrar.
El silencio se rompió con la voz de Eduardo IV:
—Jon Malverne… ¿estás dispuesto a entregar tu cabeza por la paz?
El hombre permaneció inmóvil, su mirada fija en la del rey, firme, sin titubeos.
—Sí, Majestad —respondió, con un tono que no admitía discusión—. Si eso sirve para salvar vidas, no dudaré.
Un murmullo recorrió la corte, rápidamente acallado por la autoridad del rey. Jon no se arrodillaba por vanidad ni ambición; lo hacía por deber, por un código invisible que pocos podían comprender.
Un heraldo depositó un pergamino ante el trono. Eduardo lo leyó con atención, y su gesto se tornó solemne:
—La corona de Aragón solicita tu cabeza como ofrenda. Afirman que así terminará la guerra.
Elena contuvo el aliento. Su rostro, hasta entonces sereno y diplomático, se tensó. ¿La cabeza de Jon? Aquello no formaba parte de los acuerdos que ella traía desde Castilla. Las letras del pergamino parecían incendiarse ante sus ojos, y en su interior sintió un temblor que no era solo sorpresa, sino algo más profundo: una punzada en el pecho, un presentimiento antiguo que no lograba comprender. La voz del rey continuó, pero las palabras se diluyeron entre los latidos de su corazón.
Jon permaneció firme, imperturbable, incluso ante la amenaza.
—Inglaterra no negocia con cobardes —dijo finalmente Eduardo, rompiendo el pergamino con un gesto firme—. Jon Malverne, en nombre de la corona, te nombro caballero de Inglaterra. Desde hoy serás Sir Jon Malverne, defensor del reino y de su pueblo.
Jon cayó de rodillas, su juramento resonando como el golpe de acero sobre piedra:
—Juro mi espada, mi lealtad y mi vida al rey de Inglaterra.
Elizabeth lo observaba fascinada. Cada palabra, cada movimiento, cada mirada de Jon la atravesaba con la intensidad de un descubrimiento prohibido. Su admiración crecía en silencio, mezclada con un deseo apenas perceptible de comprender a aquel hombre que parecía desafiar la historia misma.
Jon se incorporó, y Lord Alaric de Wessex colocó una mano firme sobre su hombro:
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Editado: 10.10.2025