Almas que regresan

Capítulo 4 – Sombras del Presente

El eco del disparo se extendió como un relámpago que no necesitaba cielo.

El humo aún danzaba sobre los cuerpos, y el mármol blanco del salón parecía absorber la sangre con una calma casi religiosa.

Damián Corvelli dio un paso entre los cuerpos.

El humo del arma aún flotaba en el aire, mezclado con el olor a pólvora y sangre caliente.

Uno de los hombres seguía respirando con dificultad, un gemido apenas humano escapando de su garganta.

Damián no se inmutó: levantó el revólver con calma y disparó una vez más.

El cuerpo se arqueó, tembló, y cayó con un golpe seco que pareció marcar el final de una sinfonía.

John Becker observó sin moverse.

Su rostro era una máscara imperturbable, pero por dentro su mente registraba cada detalle:

el ángulo del disparo, la distancia, la serenidad inhumana del ejecutor, el modo en que el humo bailaba sobre la sangre como si el aire mismo se negara a respirar.

—¿Cómo pudo ocurrir esto, señor Corvelli? —preguntó al fin, su voz grave y controlada—.

Una infiltración así, en su propia casa…

Damián no respondió.

Aún caminaba entre los cuerpos, examinándolos como si evaluara el valor de sus piezas.

Luego, con un movimiento tan rápido que pareció natural, disparó otra vez.

El sonido fue limpio, seco, definitivo.

—¿Infiltración? —repitió con una sonrisa apenas perceptible—.

No, John. No hubo infiltración.

Les di la orden.

John no parpadeó.

Michelle, desde un rincón, giró bruscamente la cabeza hacia su padre.

—¿Qué estás diciendo? —susurró, incrédula.

—Quería ver cómo reaccionaban —continuó Damián, guardando el arma con una elegancia casi ceremonial—.

Tú y Becker.

Quería ver si estaban a la altura.

El silencio se hizo pesado.

Solo el goteo de la sangre marcaba el tiempo, como un reloj de muerte.

John apretó la mandíbula.

—¿Y entonces porque los mató?

Damián se inclinó sobre un cuerpo que aún respiraba.

Sin apartar la vista, disparó una última vez.

El eco resonó como un sello.

—Porque no alcanzaron ni a pestañear —dijo, limpiándose el polvo del abrigo—.

En este tablero, las piezas que no se mueven… dejan de existir.

Caminó hasta su escritorio y sirvió una copa de coñac.

El ámbar del líquido atrapó la luz, proyectando destellos dorados sobre el rojo del suelo.

—Solo las piezas de calidad merecen permanecer —añadió—.

El resto es cantidad. Ruido.

John sostuvo su mirada un instante.

Por dentro, lo devoraba la idea de aplastar a ese hombre, pero su rostro siguió siendo piedra.

El silencio fue su única defensa.

—Comprendo —dijo finalmente, con voz baja.

Damián sonrió satisfecho y alzó otra copa.

—Bebe. Lo vas a necesitar.

John tomó el vaso. El coñac le quemó la garganta, igual que la escena que acababa de presenciar.

—En dos días conocerás a mi socio —anunció Damián con tono de quien dicta una orden más—.

—¿Su socio?

—Hernán Valmont —respondió, con una sonrisa que no alcanzó los ojos—. Le dicen El Duque.

—Su padre se retiró hace poco —continuó Damián—.

Dejó toda su organización en manos del hijo. Hernán es joven, brillante y útil.

Además —añadió, saboreando cada palabra

John levantó la vista.

El nombre se quedó suspendido entre ambos.

John sintió una punzada, como si algo antiguo, dormido en lo más hondo de su alma, hubiera despertado de golpe.

No sabía por qué, pero ese nombre arrastraba una furia y una tristeza que no le pertenecían.

—Estoy considerando unir nuestras familias —continuó Damián con calma,

volviéndose hacia Michelle—.

Una alianza sólida. Hernán es un hombre brillante y de mucho poder. Sería el esposo perfecto.

Michelle se quedó inmóvil, como si la hubieran abofeteado.

El aire se le fue de los pulmones.

—¿Qué estás diciendo? —su voz tembló, pero no retrocedió—.

¿Quieres casarme con él?

—Quiero asegurarte un futuro digno de tu nombre —respondió Damián, sin emoción—.

Y consolidar algo más grande que cualquiera de nosotros.

—¿Y mi decisión? —replicó ella, alzando la voz—.

¿Eso no cuenta?

—Las emociones son un lujo que no puedes permitirte, hija —sentenció.

Su tono no era cruel. Era peor: definitivo.

Michelle lo miró con una mezcla de dolor y furia contenida.

—No es un matrimonio —susurró—, es una transacción.

John la observaba en silencio.

Su gesto no cambió, pero en sus ojos había una sombra de tormenta.

Oír a Damián hablar de ella como si fuera una pieza más del tablero lo hería de un modo que no podía permitir que se notara.

Y cuando Michelle lo miró, comprendió.

Comprendió que ella lo sabía: que lo amaba todavía.

Pero también comprendió que, a sus ojos, él era ahora parte del mismo infierno del que intentaba escapar.

Michelle bajó la mirada.

Verlo allí, junto a su padre, con el arma aún humeante en la memoria, fue como contemplar un retrato distorsionado del hombre que había amado antes del tiempo.

Un criminal.

Un enemigo.

Y, sin embargo… su alma seguía latiendo al compás de la de él.

—Limpien esto —ordenó Damián de pronto.

Las puertas se abrieron.

Los sirvientes entraron en silencio, llevando cubos, trapos, bolsas.

El sonido de los cuerpos arrastrándose sobre el mármol fue tan húmedo y opaco que Michelle sintió náuseas.

El olor metálico del aire le quemó los ojos.

John permaneció quieto, observando cómo el carmesí se borraba del suelo.

Sabía que esas manchas nunca se irían realmente.

Ni del mármol… ni de él.

Damián se ajustó el abrigo.

—Quiero el salón limpio en diez minutos. —Y se marchó.

El golpe de la puerta fue el punto final de aquella misa oscura.

Michelle quedó sola unos segundos, mirando el reflejo del suelo.




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