El golpe del bastón del rey Eduardo IV retumbó como un trueno contenido, un estruendo que quebró el aire y detuvo el choque de espadas entre Jon Malverne y Elena de Trastámara. La furia metálica se desvaneció; solo el eco del acero vibrando quedó suspendido en el silencio.
—¡Ya basta! —tronó el monarca, su voz imponiendo calma y autoridad en partes iguales.
Ambos combatientes cayeron de rodillas, las espadas aún temblando entre sus manos, como si el acero se resistiera a aceptar la paz.
—Lo siento, Su Majestad —dijeron al unísono, inclinando la cabeza. En sus voces había respeto… y un reconocimiento silencioso: ambos eran más que adversarios.
El rey asintió, con el peso de quien lleva siglos sobre los hombros.
—Convocaré un consejo mañana —anunció—. Que todos conozcan la hora: el toque de campana del alba marcará el inicio.
El sonido de la palabra consejo quedó flotando, ominoso, como si los muros mismos comprendieran lo que se avecinaba.
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La mañana siguiente amaneció gris, y la Sala del Consejo de Westminster se llenó de una luz severa, filtrada por los ventanales altos. El incienso flotaba entre columnas de piedra, mezclado con el aroma a hierro y polvo de las armaduras. El aire pesaba, como si cada respiración contuviera siglos de promesas rotas.
En lo alto, el trono de Eduardo IV dominaba la estancia. Su presencia, firme como la piedra y fría como el acero, imponía silencio. La sombra de su corona cruzaba el suelo como una línea entre la obediencia y la rebelión.
A su derecha, Elizabeth de York permanecía erguida, cada movimiento medido, pero su mirada no podía apartarse de Jon Malverne. La sola presencia del hombre alteraba el aire, generando una quietud imponente, una energía latente que se sentía más que se veía. Elizabeth sintió un estremecimiento recorrerle el pecho: no era miedo. Era fascinación… un fuego antiguo que despertaba sin permiso.
El primero en romper el hechizo fue el Obispo Godfrey de Canterbury, su voz grave y templada resonando entre las columnas:
—Majestad, que este consejo no sea un eco de guerra. No más sangre ante los ojos de Dios. La guerra solo engendra hambre y miseria.
Eduardo asintió apenas, meditando sus palabras.
Entonces Elena de Trastámara habló. Su mirada ardía con indignación, sus labios temblaban con la fuerza de quien no teme ni a reyes.
—Majestad, no fui informada de que Aragón exigía la cabeza de Jon Malverne. Castilla no tenía conocimiento de semejante petición.
Su declaración cruzó la sala como una descarga eléctrica. Los embajadores se miraron, tensos. Incluso las antorchas parecieron vacilar.
Jon miró a Elena apenas un instante; Elizabeth lo observó y sintió un nudo en el estómago. Incluso su serenidad parecía vulnerable ante la determinación que emanaba de la princesa de Castilla.
Sir Alaric de Wessex, curtido en cien campañas, intervino con calma:
—Majestad, los conflictos recientes han despertado viejos rencores. Sería prudente escuchar antes de juzgar.
William Hastings, consejero del rey, se inclinó solemnemente:
—Castilla selló su alianza con Aragón por necesidad, no por voluntad, Majestad. Tenemos información confiable: Enrique de Trastámara, hermano del rey de Castilla, desaparecido hace cinco años, permanece cautivo en tierras aragonesas. Por lo visto su Majestad el Rey Juan de Castilla no tuvo elección. Estas palabras pueden ser comprobadas por nuestro maestro de espías, Sir Percival Langley.
El rey Eduardo IV lo miró con gravedad, y el espía, de pie entre las sombras del salón, asintió con serenidad, confirmando que la información era correcta.
Entonces Lord Richard Neville, tesorero del reino y hermano de la reina, avanzó con pasos medidos. Su voz, sedosa y calculadora, cortó el aire:
—Majestad… las guerras consumen tesoros más rápido que los héroes. Si el precio de la paz es un solo hombre —dijo, mirando a Jon con afán de cálculo—, ¿no sería prudente pagarlo? Su entrega permitiría que el oro vuelva a fluir, que los puertos prosperen… y la corona se beneficie. Después de todo no es más que un campesino.
Sus dedos enjoyados tamborileaban sobre la mesa, como contase monedas invisibles. La ambición lo hacía brillar, pero también lo delataba.
Eduardo IV permaneció inmóvil, la mirada penetrante como acero. Neville palideció bajo aquel juicio silencioso.
Don Fernando de Lezcano, embajador de Navarra, se levantó:
—Su Majestad, hay más que oro en juego. Como dice Lord Hastings y Sir Percival Langley informes recientes confirman que Enrique de Trastámara permanece cautivo en Aragón desde hace cinco años.
El murmullo se propagó como fuego entre hojas secas. Elena apretó las empuñaduras de sus espadas, temblorosa; Arvel, incrédulo, comprendió que el tío que creyeron muerto había sido moneda de negociación todo este tiempo.
Rodrigo de Mendoza, embajador de Aragón, se puso de pie con arrogancia:
—Entonces solo queda la justicia: la cabeza de Jon Malverne debe ser entregada para restaurar la paz entre nuestros reinos. ¡El decapitó y mutiló a nuestro rey!
Elena avanzó, furiosa:
—¿Paz? ¿A costa de la traición, el chantaje y de las cientos vidas inocentes asesinadas en Ashwick? ¡Castilla no negociará con ustedes!
Rodrigo sonrió con desprecio:
—Vuestras palabras, dama, no pesan más que las de una mujer; los consejos y las armaduras son cosa de hombres. Ni siquiera deberías ser parte de este consejo.
Antes de que nadie reaccionara, desenfundó su espada. Elena respondió instintivamente: las dos espadas cortaron el aire en un arco perfecto. La cabeza del embajador rodó sobre la mesa con un golpe seco; el silencio que siguió fue más aterrador que el grito que nunca llegó a pronunciarse.
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Editado: 10.10.2025