Michelle permaneció inmóvil, con los ojos fijos en John, mientras el mundo a su alrededor se desvanecía bajo el ruido sordo de su propio corazón.
Quería correr hacia él, aferrarse a su pecho y confesarle que lo había esperado toda su vida, que había amado a un fantasma sin rostro durante años, sin comprender por qué.
Quería gritarle que cada noche soñaba con una guerra que nunca había vivido, con un matrimonio que nunca existió, con una muerte que aún dolía como si hubiera ocurrido ayer.
Pero no lo hizo.
—Sí, estoy bien. Gracias —dijo al fin, con voz plana, casi mecánica.
Se incorporó con movimientos lentos, medidos, como si cada músculo de su cuerpo tuviera que recordar cómo obedecer. Pasó junto a John sin mirarlo. Sabía que si lo hacía, si sus miradas se encontraban un segundo más, se derrumbaría.
¿Eran recuerdos o locura? ¿Ecos de una mente fracturada por la violencia… o el despertar de algo más antiguo que la razón?
No. No podía ser real.
Cruzó la puerta y desapareció en el pasillo, sus pasos resonando sobre el mármol limpio, demasiado limpio, como si la sangre jamás hubiera existido.
John la observó alejarse, sin poder moverse. Su espalda erguida, tensa, se perdió entre las sombras del corredor. Algo dentro de él gritaba por seguirla, por detenerla, por preguntarle si ella también…
Pero no lo hizo.
—Interesante —murmuró una voz anciana, suave como terciopelo gastado.
John giró la cabeza. Un hombre mayor, de cabello blanco y traje impecable, lo observaba desde el rincón. Sus ojos eran tranquilos, pero penetrantes, como si pudieran leerle los pensamientos.
—Usted debe ser el señor Becker —continuó el anciano, avanzando con pasos medidos—. Me llamo Alfred Moreau. He servido a esta familia desde que la señorita Michelle era apenas una niña.
John asintió apenas, sin apartar la mirada del pasillo vacío.
Alfred siguió su gesto, y una sonrisa leve cruzó sus labios. No dijo nada más. No hacía falta. Lo observó con una curiosidad serena, casi expectante, como si acabara de presenciar algo que llevaba años aguardando.
Luego se inclinó levemente y se retiró.
John permaneció solo en la sala.
El silencio era denso. Sofocante.
Y en ese silencio, las preguntas comenzaron a devorarlo.
El eco de los pasos de Alfred se perdió en el corredor. John quedó inmóvil unos segundos más, intentando ordenar el torbellino en su mente. Había algo en esa mujer que lo desarmaba, algo que le hacía olvidar quién era y por qué estaba allí. Exhaló despacio, tratando de recuperar el control, y se encaminó hacia la habitación que le habían asignado.
La habitación que le asignaron era sobria: paredes grises, una cama blanca, un escritorio de madera oscura, una ventana que daba a los jardines de la mansión Corvelli. Nada lujoso. Nada innecesario.
John cerró la puerta y exhaló un suspiro largo, cansado.
Sacó su teléfono encriptado del bolsillo interior y marcó. Dos tonos. Tres.
—Becker —respondió la voz fría de Mia Hartmann.
—Estoy dentro —dijo él, con tono profesional—. Damián confía en mí. Tiene una hija; se llama Michelle Corvelli. Ella es el Fantasma.
Hubo un silencio.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—Bien. Mantén tu posición. No hagas nada hasta tener órdenes. ¿Entendido?
John apretó la mandíbula.
—Entendido.
Antes de que cortara la llamada, la voz de Mia se suavizó apenas, quebrando por un instante la frialdad habitual.
—John… cuídate. No subestimes a los Corvelli.
Hubo un breve silencio, un eco contenido entre ambos.
—No lo haré —respondió él, con una calma que escondía algo más profundo.
Cortó la llamada.
Debería convocar a su equipo, activar los contactos construidos durante dos años de infiltración, reportar cada movimiento de los Corvelli, preparar el golpe final que derribaría el imperio criminal más poderoso de Europa.
Pero no podía pensar.
No podía actuar.
Solo veía el rostro de Michelle, sus ojos dorados, la forma en que lo había mirado… como si lo reconociera desde un lugar más profundo que la memoria.
¿Eran ilusiones? ¿O recuerdos de otra vida?
Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre la silla. Se sentó en el borde de la cama, con las manos en la frente.
El silencio lo aplastaba.
Y en ese silencio, las campanas de una iglesia que no existía comenzaron a repicar en su mente.
En otra parte de la casa, el tiempo parecía desdoblarse. Mientras John se debatía entre el deber y un recuerdo que no comprendía, Michelle buscaba refugio en el agua, intentando borrar de su piel algo que no pertenecía a este mundo.
El agua caliente caía como un velo sobre la piel de Michelle, deslizándose por sus hombros, su espalda, sus piernas. El vapor llenaba el baño, envolviéndola en una niebla densa que parecía querer ocultar el mundo.
Cerró los ojos.
Y el recuerdo llegó, inevitable.
Las manos de Jon sobre su piel. Firmes, suaves, reverentes. El peso de su cuerpo sobre el de ella, la respiración entrecortada, el calor que los consumía como llamas antiguas.
—Elena… —susurraba él, con la voz quebrada por el deseo y la devoción.
Ella lo atraía hacia sí, enredando los dedos en su cabello, besándolo con una urgencia que trascendía el presente. Cada caricia era un juramento. Cada suspiro, una promesa.
La luz de las velas danzaba sobre sus cuerpos desnudos, proyectando sombras que se entrelazaban como sus almas. Jon la miraba con una intensidad que le robaba el aliento, como si ella fuera lo único real en un mundo de guerras y traiciones.
—Te amo —murmuró Elena, con la voz temblorosa, mientras él se hundía en ella con una lentitud torturadora, cada movimiento medido, cada roce cargado de eternidad.
—Te amaré por siempre, Elena —respondió Jon, con la frente apoyada contra la de ella, los ojos cerrados, como si quisiera grabar ese instante en su alma para siempre.
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Editado: 23.10.2025