Elena de Trastámara avanzó un paso, con la autoridad de quien ya no necesitaba permiso para hablar. Su voz resonó clara, firme, cortando el aire denso de la sala:
—Llevaré el mensaje a Castilla, Majestad.
Se giró hacia los soldados aragoneses mutilados, que aún permanecían arrodillados entre charcos de su propia sangre, aferrándose los muñones con trapos empapados. Sus rostros estaban pálidos, desencajados por el dolor y la humillación.
—Ustedes —dijo Elena, señalándolos con el filo de su mirada—, llevarán el mensaje a Aragón. Informen a su reino de los eventos sucedidos en este consejo. Que sepan que Inglaterra declarará la guerra por los crímenes cometidos en Ashwick y de la sangre derramada aquí.
Los soldados intercambiaron miradas aterrorizadas. Uno de ellos intentó levantarse, temblando, pero cayó de rodillas de nuevo. Otro sollozaba en silencio, incapaz de sostener la vergüenza y el miedo que los consumía.
—Retírense —ordenó el rey Eduardo con voz grave.
Los hombres se arrastraron hacia la salida, dejando un rastro rojo sobre el mármol. Nadie los ayudó. Nadie los miró con piedad. Eran mensajeros vivos de una advertencia que resonaría en los salones de Zaragoza como un grito de guerra.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, el silencio volvió a caer sobre la sala como un manto de plomo.
Elena respiró hondo, intentando recuperar la compostura. Luego, por primera vez desde que Jon había entrado en su vida, lo miró directamente a los ojos. Su voz salió más baja de lo que pretendía, con un temblor nervioso que disimuló tras una máscara de frialdad.
—¿Qué significa que eres hijo de Enrique?
Jon sostuvo su mirada un instante, y algo en su interior se removió. No era solo curiosidad lo que veía en ella. Era reconocimiento. Como si sus almas se hubieran encontrado antes, en otro tiempo, en otro lugar.
—Con permiso, Majestad —dijo Jon, volviéndose hacia el rey—. ¿Puedo sentarme?
Eduardo IV asintió con un gesto solemne.
—Que todos vuelvan a sus asientos.
El rey se giró hacia el Capitán Geoffrey Hawke.
—Capitán, ordene que limpien la mesa y el salón. No podemos seguir deliberando entre cadáveres.
Geoffrey se inclinó brevemente y se acercó a uno de sus hombres, murmurando la orden en voz baja. El soldado salió con prisa, y momentos después, el eco de pasos apresurados resonó en los pasillos.
Eduardo volvió a sentarse, apoyando las manos sobre los brazos del trono.
—Disculpen la interrupción —dijo con una calma que contrastaba con la brutalidad de lo ocurrido—. A mí también me interesa saber esto.
Jon asintió, respiró hondo y comenzó a hablar. Su voz era grave, medida, como si cada palabra pesara más de lo que debía.
—Mi padre es Enrique de Trastámara. Mi madre, Agnes Malverne, es una campesina originaria de Ashwick. Nunca se casaron.
Elena parpadeó, sorprendida.
—Mi tío nunca se casó… No tenía idea de que tuviera un hijo.
Arvel, sentado junto a ella, frunció el ceño, procesando la revelación.
Elena lo miró con una mezcla de curiosidad y algo más profundo, algo que no lograba nombrar.
—¿Qué edad tienes?
—Diecinueve años —respondió Jon.
Elena sintió un estremecimiento. Casi la misma edad que yo. Ella tenía veinte.
Jon continuó, con la mirada perdida en algún punto lejano, como si estuviera reviviendo cada palabra.
—Mi padre nos visitaba regularmente. Pasaba meses con nosotros en Ashwick. Era… un buen hombre. Un gran guerrero. Y un padre amoroso.
Hizo una pausa, apretando los puños sobre la mesa.
—Hace poco más de cinco años, una comitiva de hombres armados de élite —cuya procedencia desconocía hasta ahora— llegó a nuestra casa. Tomaron a mi madre y a mí como rehenes… para llevárselo.
El recuerdo lo golpeó con fuerza.
Flashback – Cinco años atrás
Jon tenía catorce años. El filo del cuchillo presionaba su garganta con tanta fuerza que apenas podía respirar. El hombre que lo sujetaba olía a hierro y sudor rancio.
—¡No! ¡Por favor, no le hagan daño! —gritaba Agnes, arrodillada en el suelo, con las manos atadas a la espalda. Las lágrimas corrían por su rostro mientras veía cómo arrastraban a Enrique hacia la puerta.
Enrique de Trastámara forcejeaba contra las cadenas, pero eran demasiados. Diez hombres, armados hasta los dientes, lo rodeaban como lobos.
—¡Suéltenlo! ¡Déjenlos ir! —suplicaba Agnes, la voz quebrada.
Enrique giró la cabeza hacia su hijo. Sus ojos, oscuros y firmes, se clavaron en los de Jon con una intensidad que atravesó el miedo.
—Hijo… —dijo, con voz ronca—. Hazte más fuerte. Cuida de tu madre.
Y luego se lo llevaron.
Agnes cayó al suelo, sollozando. Jon intentó gritar, pero el cuchillo en su garganta lo silenció.
Esa fue la última vez que vio a su padre.
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Jon parpadeó, regresando al presente. Su voz salía ahora más dura, más fría.
—Viajé dos años buscándolo. Recorrí aldeas, puertos, fortalezas. Nunca lo encontré. Nunca hallé una pista.
Elena lo observaba, inmóvil. Algo en su interior se apretaba, como si el dolor de Jon resonara en un lugar antiguo de su propia alma.
—Volví a casa con mi madre —continuó Jon—. Ella aún vive en Ashwick. Muy sola. Casi enferma por la tristeza.
Se giró hacia Eduardo IV.
—Majestad, necesito que mi madre esté protegida en el reino. Aragón ejecute a su rey y probablemente irán por ella.
Eduardo asintió con solemnidad.
—Cuenta con ello, Sir Jon. Enviaré una escolta de élite a Ashwick. Tu madre será traída a Westminster bajo la protección de la corona.
Jon inclinó la cabeza en señal de gratitud.
⸻
Sir Alaric de Wessex se inclinó hacia adelante, con los brazos cruzados sobre la mesa.
—¿Fue tu padre quien te entrenó?
Jon asintió.
—Hasta los catorce años. Después de que desapareció, usé esas bases para seguir entrenando por mi cuenta.
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Editado: 23.10.2025