Almas que regresan

Capítulo 8 – Fracturas del Alma

El eco de los disparos aún resonaba en el aire cuando John guardó las armas con movimientos lentos, casi ceremoniosos. El silencio que siguió fue denso, cargado de una tensión que nadie se atrevía a romper. Los hombres mutilados de Hernán gemían a lo lejos, arrastrándose hacia los vehículos. El olor a pólvora se mezclaba con el perfume dulzón de los viñedos franceses, creando una disonancia que parecía reflejar el caos interno de cada persona presente.

John se giró hacia Damián, quien lo observaba con una mezcla de cálculo y algo que podría haber sido respeto o miedo. La mirada del joven era serena, pero había una firmeza en ella que cortaba más profundo que cualquier arma.

—Le pido disculpas si lo ofendí en su propia casa —dijo John, con voz grave y pausada—. Pero no seguiré a alguien que no respeta a los suyos.

Damián no respondió de inmediato. Sus dedos tamborileaban sobre el cristal de su vaso de whisky, un tic nervioso que traicionaba su compostura habitual.

—Vine solo aquí, sin mis hombres —continuó John—, en muestra de buena fe. Y con su actitud, no me da la confianza suficiente para seguirlo. Mucho menos si permiten que traten así a su hija.

Hizo una pausa. El aire pareció volverse más pesado.

—Ella, más que nadie, merece respeto. Como la hija del capo más importante de Europa.

Las palabras cayeron sobre Damián como piedras al fondo de un pozo. Cada sílaba resonó en su interior, desenterrando algo que había enterrado hacía mucho: la imagen de Michelle cuando era niña, corriendo entre los jardines de la mansión mientras él observaba desde lejos, siempre ocupado, siempre calculando el próximo movimiento. ¿Cuándo fue la última vez que la había mirado realmente? ¿Cuándo había dejado de ser su hija para convertirse en una pieza más del tablero?

El criminal más poderoso de Europa sintió, por primera vez en décadas, el peso insoportable de la duda.

Hernán, ajeno a la tormenta interna de su socio, comenzó a hablar, pero Damián lo silenció con un gesto brusco de la mano.

—Vamos a calmarnos —dijo finalmente, recuperando algo de su personalidad calculadora—. Esperemos que pasen las aguas y hablemos de lo que acaba de suceder aquí.

John asintió apenas.

—Está bien. Con permiso.

Su mirada se encontró brevemente con la de Damián, luego con la de Hernán —quien apartó la vista de inmediato—. Al girarse, sus ojos cayeron sobre Michelle.

Ella lo miraba con una expresión que él no podía descifrar del todo: angustia, gratitud, algo más profundo que no tenía nombre. Sus labios entreabiertos temblaban apenas, como si quisiera decir algo pero las palabras se negaran a salir.

John hizo un gesto sutil, casi imperceptible, como pidiendo permiso para retirarse. Pero no se detuvo. No podía detenerse. Si lo hacía, todo el control que había construido durante dos años de infiltración se desmoronaría como ceniza.

Caminó hasta llegar a los pasillos de la mansión con pasos medidos, consciente de cada mirada que lo seguía. Al pasar junto a una mesa auxiliar, tomó una botella de whisky escocés sin detenerse. El cristal era pesado, frío contra su palma.

Salió al jardín trasero, donde una piscina de bordes infinitos reflejaba el cielo francés —aún gris, amenazando lluvia—. Se sentó en el borde, dejando que sus piernas colgaran sobre el agua turquesa. Abrió la botella y bebió directamente, sin vaso, sin ceremonias.

El alcohol le quemó la garganta, pero no tanto como la pregunta que martillaba su mente:

¿Qué demonios estoy haciendo?

Había perdido el control. Eso era innegable. En dos años de infiltración, nunca había roto protocolo. Nunca había actuado por emoción. Y ahora, frente a Damián Corvelli, el criminal más peligroso de Europa, había desenfundado su arma para proteger a una mujer que técnicamente era su objetivo.

No. No solo eso.

Había estado dispuesto a matar por ella.

La imagen de Michelle siendo manoseada por Hernán había desatado algo primitivo en él, algo que trascendía la razón y la lógica. Una furia antigua, como si su alma recordara haber perdido a esa mujer una vez y se negara a permitirlo de nuevo.

Estoy poniendo en riesgo la misión. A Mia. A todo el equipo.

Bebió otro trago largo. El whisky comenzaba a caldearle el pecho, pero no silenciaba los pensamientos.

Y lo peor es que no me arrepiento.

El susurro de un vestido sobre el césped lo sacó de su trance.

John giró la cabeza apenas, manteniendo su serenidad externa aunque su pulso se aceleró. Un vestido rojo —del color de la sangre seca o del vino caro— se deslizaba hacia él como una aparición. Cabello negro cayendo en ondas sobre hombros pálidos. Ojos dorados que brillaban con una mezcla de gratitud y algo que parecía dolor.

Michelle se detuvo a un metro de distancia, dudando. Luego, con un movimiento decidido, se sentó junto a él. No demasiado cerca, pero lo suficiente para que John sintiera el calor de su cuerpo.

El silencio entre ambos era diferente al silencio de la mansión. Este no era incómodo. Era… expectante. Como si el aire mismo contuviera la respiración.

—Gracias —dijo ella finalmente, con voz suave pero firme—. Por protegerme.

John no la miró. Mantenía la vista fija en el horizonte, donde los viñedos se extendían hasta perderse en la bruma.

—No es necesario —respondió.

—Lo sé. Pero igual… gracias.

Hizo una pausa. John sintió el peso de su mirada sobre él.

—Deberías tener cuidado con mi padre. Y con Hernán.

Ahora sí la miró. Sus ojos se encontraron, y por un segundo el mundo se detuvo. Ella tenía los labios entreabiertos, las mejillas apenas sonrojadas. Hermosa. Vulnerable. Peligrosa.

—Lo sé —dijo él—. No es necesario que me adviertas.

Michelle esbozó una sonrisa leve, casi triste.

—Sé que sabes defenderte muy bien. Pero… Se detuvo. Sus dedos jugaban con un mechón de cabello, enredándolo nerviosamente antes de colocarlo detrás de su oreja.




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