Almas que regresan

Capítulo 11 – El Peso de las Miradas

El día había agotado al reino.

El consejo con su sangre derramada, la llegada del príncipe escocés con su propuesta de matrimonio, las horas posteriores donde cada palabra en Westminster pesaba como piedra. Cuando el sol se hundió tras las murallas, dejando sombras alargadas sobre los tapices, el cansancio se instaló en cada rincón.

Pero los soldados no dormían.

En el ala militar del castillo, separada de los salones nobles por pasillos de piedra y puertas de roble, el comedor de los caballeros bullía con vida propia. Pan recién horneado, carne asada, vino barato. Antorchas proyectando luz sobre rostros curtidos por campañas, manos marcadas por empuñaduras de espadas, risas que sonaban como metal contra metal.

Una docena de hombres bebían y conversaban. El vino corría generoso. Las voces se elevaban. El mundo, por un momento, parecía más simple.

Y entonces las puertas se abrieron.

El silencio no cayó de golpe. Fue gradual. Las conversaciones se apagaron una tras otra, las risas murieron, y los jarros quedaron suspendidos a medio camino de los labios.

Porque el príncipe Alasdair MacGregor de Escocia acababa de entrar, seguido por Broderick McTavish, comandante de la Guardia Real escocesa.

Alasdair no caminaba con arrogancia. No necesitaba hacerlo. Vestía con la misma elegancia informal que había mostrado ante el rey —jubón verde oscuro, capa de piel de lobo sobre los hombros—. Su presencia no se sentía invasiva. Se sentía curiosa.

Sus ojos verdes recorrieron la sala, buscando algo. O a alguien.

Y la encontró.

Al fondo, en una mesa apartada, estaban Elena de Trastámara y su hermano Arvel.

Elena sostenía un jarro de vino con ambas manos, los codos apoyados sobre la mesa. Su postura era relajada pero alerta, cómoda pero lista para moverse en un instante. No pertenecía a los salones de baile. Pertenecía aquí, entre guerreros.

Arvel reía de algo que acababa de decir, el rostro enrojecido por el vino. Era más joven que su hermana, menos templado, pero había en él la misma fiereza contenida.

Alasdair cruzó la sala con pasos medidos. Broderick caminaba medio paso detrás, evaluando cada rostro, cada salida, cada amenaza potencial.

Cuando llegaron junto a la mesa, Alasdair inclinó la cabeza.

—Princesa Elena —dijo, el acento escocés suavizando las consonantes—. Príncipe Arvel. Buenas noches.

Elena levantó la vista. Sus ojos café claros —casi dorados bajo la luz de las antorchas— lo evaluaron con cortesía diplomática.

—Alteza —respondió—. Comandante McTavish.

Broderick asintió en silencio.

Alasdair sonrió. No fue una sonrisa calculada. Fue genuina, casi tímida.

—¿Podríamos sentarnos con vosotros? —preguntó—. Los salones reales son demasiado formales para mi gusto. Y me han dicho que el vino aquí es más honesto.

Elena intercambió una mirada rápida con Arvel. Su hermano se encogió de hombros.

—Por supuesto, Alteza —dijo Elena, señalando los asientos vacíos—. El vino es pésimo, pero la compañía compensa.

Alasdair rio brevemente.

—Entonces estamos en buena compañía.

Se sentaron. Broderick tomó el asiento que le permitía ver la puerta y las ventanas. Alasdair se acomodó frente a Elena, las manos descansando sobre la mesa, abiertas, sin armas visibles.

La conversación comenzó con formalidades: el clima en Escocia comparado con Castilla, las diferencias entre los vinos, las quejas sobre protocolos de corte. Nada profundo. Nada peligroso.

Pero Alasdair no podía apartar la mirada de Elena.

No era solo su belleza. Era la forma en que se movía, como si cada gesto fuera parte de una danza que solo ella conocía. La forma en que hablaba, con palabras medidas pero cargadas de significado. La forma en que existía, ocupando espacio sin disculparse.

Y entonces las puertas se abrieron de nuevo.

Esta vez el silencio fue inmediato. Absoluto.

Sir Alaric de Wessex entró primero. Pero no fue él quien capturó todas las miradas.

Fue el hombre que caminaba junto a él.

Jon Malverne.

Vestía ropa simple —túnica de lana verde musgo, capa oscura, botas gastadas—, pero había en su porte algo innegable. No era arrogancia. No era intimidación deliberada.

Era presencia.

Los soldados lo miraban con reverencia mezclada con algo cercano al miedo.

Murmuraban entre ellos:

—Es él…

—El Azote de Reyes…

—Hijo de Enrique de Trastámara…

—Mató a un rey con sus propias manos…

—Apenas tiene diecinueve años…

Alaric recorrió la sala con la mirada. Sus ojos se encontraron con los de Alasdair. Un reconocimiento. Una memoria compartida.

Alasdair levantó una mano en gesto de saludo e invitación.

Alaric asintió y se dirigió hacia la mesa del fondo, con Jon siguiéndolo medio paso detrás.

Y entonces Elena lo vio.

Jon Malverne. El campesino que había matado a un rey. El bastardo del guerrero más legendario de tres reinos.

Y estaba caminando directamente hacia ella.

Elena se tensó. No de miedo. De anticipación. De nerviosismo. De una vulnerabilidad que odiaba sentir porque nunca había sentido algo así antes.

Su armadura invisible —construida batalla tras batalla, insulto tras insulto— se resquebrajó apenas. Una grieta pequeña. Casi imperceptible.

Pero Alasdair lo notó.

Observó cómo los hombros de Elena se tensaban. Cómo sus dedos apretaban el jarro con más fuerza. Cómo sus ojos se desviaban apenas, incapaces de sostener la mirada cuando Jon se acercaba.

Interesante, pensó el príncipe escocés, sintiendo algo oscuro retorcerse en su pecho.

Alaric llegó a la mesa primero. Saludó a Alasdair con familiaridad de dos hombres que se han visto en negociaciones tras el fin de la Guerra de los Pétalos Rojos hacía cuatro años.

—Sir Alaric —dijo Alasdair—. No esperaba veros aquí.

—Ni yo esperaba encontrar al príncipe de Escocia bebiendo vino barato con soldados —respondió Alaric con una sonrisa seca—. Los tiempos cambian.




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