La última vez que se había sentido tan nerviosa, fue en su primer día de trabajo, hace siete años. Alisó su falda y se aseguró de que su chaleco gris tapase la mancha de su camisa blanca.
No podía creer que estaba frente a la casa de Damien Lukác.
Los muros que la separaban de la propiedad lucían como si en cualquier momento se abalanzarían para aplastarla.
Damien la había citado para empezar el trabajo como su asistente.
Respiró profundo. Si bien ya se había decidido a actuar diferente desde lo ocurrido, algo en su interior le generó la sensación de que las cosas realmente serían distintas.
Presionó el pequeño botón en el portón. Un minuto y medio después, las puertas se abrieron.
Saludó al vigilante. Lo había visto en el funeral. Era un hombre de unos cuarenta años.
—¿Usted será la nueva asistente? —inquirió él, amable.
—Sí —respondió, emocionada.
Él asintió, sin dejar de sonreír. La miró de arriba hacia abajo, disimuladamente.
—Suerte.
Pandora no notó el tono extraño del vigilante. Estaba tan emocionada que lo pasó por alto y se despidió efusivamente.
Caminó con firmeza y sin titubear.
Durante todo el fin de semana su cabeza fue un completo caos. No podía creer que había aceptado ser la asistente de un magnate. El cargo no solo era una enorme responsabilidad, sino que también significaba que estaría mucho más cerca de Damien.
¿Podría lidiar con todo eso?
Realmente no lo sabía. Aunque llevaba siete años trabajando en la empresa, ser asistente de un supervisor no era lo mismo que ser la asistente del dueño de la empresa. Pandora era buena acatando órdenes directas y mecánicas, pero era un caos cuando le daban rienda suelta o se sentía demasiado presionada. Nunca había asumido un cargo tan grande y era atemorizante. Aun así, iba a arriesgarse. No solo el sueldo aumentaría considerablemente, también lo harían sus posibilidades de ser más cercana a Lukác.
Si alguien le hubiese pedido que imaginara cómo sería el lugar donde vivía uno de los hombres más poderosos del mundo, Pandora jamás se hubiese imaginado la vista que tenía al frente. Si bien la señora Reina le había mencionado algo al respecto, verlo personalmente era otra cosa.
Según lo que ella le había contado, el señor Lukác le había comprado aquella propiedad al gobierno, cuando esta dejó de ser necesaria. El faro medía unos treinta metros de altura. A su lado, había una pequeña casa de dos pisos. La arquitectura no era ostentosa y tampoco inmensa, comparada con la propiedad en la que estaba; un enorme acantilado.
Miró maravillada el enorme faro a la orilla del precipicio mientras caminaba. La señora Reina le había contado que aquel era el paraje privado del señor Lukác. Sonrió al imaginárselo en la punta del edificio.
El niño al que le faltó luz al estudiar, ahora tenía una enorme mientras trabajaba.
—Señorita Leroy.
Levantó la mirada. Damien fue quien abrió la puerta de la casa. Vestía ropa informal y tenía puesto unos anteojos. Pandora se ruborizó al ver su apariencia despreocupada. Se veía muy atractivo.
—Buenos días, señor Lukác.
—Pase, por favor. Hay mucho por hacer.
Caminó detrás de él a toda prisa para intentar alcanzarlo. Además de parecer que siempre estaba en otro mundo, Damien siempre iba dos pasos por delante del resto. Quienes trabajaban para él debían ser igual de rápidos y eficientes que él. La casa estaba impecable, había adornos de todo tipo, de todas partes del mundo. Había alfombras de entrada y para guiar el camino, todas de terciopelo. Lo que más le llamó la atención, fue la cantidad de velas aromáticas que había alrededor de la casa, todas de diferentes tamaños y colores, con un delicioso olor a canela.
Damien la guió hasta la cocina, donde había una pequeña mesa redonda con dos bancos altos. Le hizo un ademán para que tomara asiento. Un hombre de unos cincuenta años apareció en su campo de visión, sonriendo a boca cerrada.
—¿Quieren algo de beber?
—Té negro con leche, por favor. ¿Usted quiere algo, señorita Leroy?
—Café está bien, por favor.
—De acuerdo —dijo el señor, asintiendo. Se marchó. Minutos después, volvió con ambas tazas—. Aquí tienen.
—Gracias, Julian.
—Gracias.
Pandora sujetó la taza con ambas manos para calentar sus palmas. Frunció el ceño al ver la espuma blanca en el café con un trébol de cuatro hojas.
Alzó la mirada, confundida. El hombre, a espaldas de Damien, moduló un «lo vas a necesitar» antes de marcharse. Pandora alzó sus cejas.
—Bien, señorita Leroy. Estoy seguro de que sabe lo mucho que la señora Reina significó para mí.
—Lo sé.
—Lamentablemente, el mundo no se detiene a esperar por el luto… Necesito un asistente y creo que no hay nadie más calificado que usted. Trabajó con la señora Reina, así que estoy seguro de que puede con el ritmo y las exigencias de este cargo. Sin mencionar el hecho de que me salvó la vida.
—Honestamente, señor. Nunca he asumido un cargo con tantas responsabilidades. Digamos…, que asumir responsabilidades grandes no se me da muy bien —sonrió, avergonzada.
Él la observó, indiferente.
—¿Quiere decir que no aceptará?
—Quiero decir que no tengo la experiencia suficiente para una responsabilidad así.
—Habla inglés, francés, tiene siete años trabajando en mi empresa y ya ha trabajado como la asistente de mi asistente. Me parece que tiene la suficiente experiencia —aseveró—. Además, es lo de menos. Mientras menos experiencia tenga, mejor. Así podré entrenarla.
—¿Entrenarme?
Damien sacó una libreta del bolsillo de su pantalón. La puso sobre la mesa y la deslizó hacia ella.
—Esas son todas las indicaciones a seguir como mi asistente.
—Oh, no es tan… —al sujetar la portada y alzarlo, los pliegues del acordeón cayeron uno tras otro hasta caer al suelo—. Por las chanclas de Moisés…
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Editado: 14.06.2023