I
“...pero os prohíbo entrar a ese pequeño gabinete; os lo prohíbo de tal modo que, si se os ocurriera abrirlo,
nada habrá que no podáis esperar de mi furor”.
Charles Perrault
Barba Azul, 1697
Aquella fue la última campanada de medianoche que se dejó oír desde la catedral, y este es el principio de una historia que aún no ha terminado, y que quizá tampoco concluya de la mejor manera, al menos para mí.
Decidí dejar este relato creyendo que será mi caja negra, mi verídica confesión si es que algo llegara a ocurrir en las próximas horas.
De momento me encuentro hundido en las penumbras de una habitación en el segundo piso de un pequeño y desagradable hotel, observando cada tanto, a través de la única ventana que me da contacto con la calle, lo que ocurre allá abajo. El frío es intenso y apenas dispongo de un insuficiente radiador desvencijado; y es que las crudas temperaturas de este invierno se hacen notar con mayor furia en estas latitudes lejanas a mi hogar, especialmente en sus heladas noches.
La ciudad descansa en paz; los estampidos de la urbe se han apaciguado desde largo rato en indefinidos susurros. Pocas almas seguimos aún en pie.
Levanto la mirada, cansado de casi no dormir, y observo las torres de la catedral desdibujarse a lo lejos mientras se pierden en la noche, y maldigo esta pequeña ventana por encerrar mi mente dentro de este cuartucho glacial y reducido.
En tanto, acaba de apagarse el último letrero de la cuadra, dejándome en soledad con mis miedos.
Todo es angustioso silencio; el resto del mundo reposa en calma, y yo respiro otra bocanada de aire...
Y aquí, a cientos de kilómetros del umbral donde empezó esta historia, sigo sin paz, escondiéndome de cada rostro, confundiéndome entre la multitud en cada esquina para no ser descubierto, aunque ya sepan dónde estoy y tan solo juegan con mi desesperación, apostando a la presión psicológica para desmoronarme y tenerme a su merced de manera sádica y sencilla para cuando lo consideren oportuno.
En fin... ¡esta caja negra comienza a poblarse con palabras de advertencia para quienes se atrevan a buscar allí donde está prohibido!
Muchos podrán suponer que la tarea de un anticuario ha de ser per se aburrida, con días monótonos detrás de un bonito mostrador de estampa, que cada jornada es la antítesis de la misma en la cual un capitán dirige su buque a través de turbulentos océanos, de intrépidos domadores que arriesgan sus cabezas, o de astronautas que viajan mucho más allá de los límites de nuestra atmósfera.
Yo, Ricardo Laffont, puedo dar crédito de ello. Y es que nosotros –los anticuarios–, mientras todo eso ocurre en el mundo, permanecemos sentados en nuestros sillones, como ayer y mañana. No es difícil concluir que nuestro oficio es desganado, sin emociones, y puedo asegurarlo. ¡Créanme que no hay en él nada interesante!
Los momentos de mayor trascendencia y excitación se despliegan cuando acabamos de concretar una venta trabajosa, de cobrar una interesante comisión o colocar un lote invendible. Después, nada. Solo aburrimiento coronado sin gloria.
Reconozco que la tarea permite acercarnos cada tanto a personas distinguidas –y por ende cultas–, que pueden resultar interesantes, y que ciertas adquisiciones nos permiten sentirnos como el Conde de Elgin1 posando junto al desvencijado Fidias, pero sinceramente no puedo dar testimonio de ningún colega a quien le fluya adrenalina por estar junto a un clavicordio del siglo XVIII, aunque no estuviese desafinado.
Mi hermano Jorge –cinco años menor– y yo éramos dos anticuarios forzados a continuar con la actividad familiar que aprendimos desde pequeños junto a papá. Sus amigos solían decir que nos habían incubado dentro de un jarrón colonial, y es que nuestros primeros pasos los dimos entre enormes y antiguas vasijas de porcelana, mezcladas con delicados muebles trabajados por los mejores carpinteros del siglo XIX; aprendimos a leer nuestros manuales escolares entre polvorientas colecciones escritas en latín, y a reconocer la belleza del pasado a través de cautivantes daguerrotipos que retrataban a familias de alcurnia que podían darse el gusto de posar para sus descendientes –los mismos que apenas aquellos comenzaron a convertirse en polvo no tuvieron inconvenientes en ofrecer esas placas a buen precio–. Entrenamos nuestros oídos con discos de pasta ejecutados en antiquísimos gramófonos, y comenzamos a disfrutar del verdadero arte a través de brillantes acquafortes y estatuas de señoritas sin brazos.
Crecimos de esa manera, con la conciencia de saber cuál sería nuestro monótono destino; sin embargo ese mismo azar, si es que en verdad existe, nos relacionó con otra vida más peligrosa a partir del atardecer de aquel frío viernes de julio. Y no puedo dejar de imaginar a Zadig riendo junto a Voltaire mientras maldigo la providencia, ¡pero es que todo empezó ese viernes y no cualquier otro día!
Hace cuarenta y tres años, Ernesto Laffont, nuestro padre, tuvo el gusto de emplazar su local en la calle Defensa, en aquella zona antigua de la ciudad donde todos los anticuarios decidieron ser vecinos y vivir en armonía, aunque dicha pax romana se viera alterada cada tanto por culpa de algún pez gordo. Es bueno aclarar que no somos más que una pequeña cofradía – nuestro gremio no es tan grande– y que nos conocemos suficientemente bien para saber quién es quién, y por esa razón siempre nos conviene tener alguna carta de valor escondida.