Alta Gracia

Capítulo II

                                                                                    II

“El ermitaño lo saludó con un aire tan noble y dulce que Zadig tuvo curiosidad de conversar con él. Le preguntó qué libro leía.

—Es el libro de los destinos —dijo el ermitaño—.

¿Queréis leer algo en él?

Puso el libro en manos de Zadig, que, a pesar de saber varias lenguas, no pudo descifrar una sola letra del libro”.

Voltaire

Zadig o el destino, 174

 

Efectúo una pausa, y ojeo inquieto hacia la puerta; todo en orden, y mi vista se centra nuevamente en la ventana que va empañándose con el calor de mis exhalaciones... miro la calle desierta, perdiéndome entre sus veredas de silencio, y ruego poder salir de este juego al cual ingresé por una estúpida curiosidad ¿intelectual?, apartándome de mi invariable y aburrida –pero al fin segura– vida de tratante de antigüedades. Pienso en todo lo que ha ocurrido desde aquel día, y me aturdo buscando el modo de comenzar nuevamente... o de encontrar la manera de borrar lo escrito, si fuese posible. Pero es mejor que abandone esas ideas... Quod scripsi, scripsi!2

Cuando Gladzco se retiró eran casi las siete menos cinco; permanecimos en la tienda diez minutos más, dejando todo en orden para arrancar el lunes. Me encargué de activar la alarma –la seguridad de la bella joven sin brazos que engalanaba la vitrina desde mi infancia era primordial para mí–, y de buscarle un lugar apropiado a los catálogos que rondaban en diáspora por los rincones de la tienda.

—¿Por qué te ofreciste tan rápido a llevarle la copia? —Quiso saber mi hermano mientras acababa sus últimas tareas.

—Cuestión de imagen —respondí dejando los talonarios dentro del escritorio—. Imprimo el bendito detalle en casa y le damos formalidad al asunto. De todas maneras pensaba andar de paseo cerca de su oficina.

—Como quieras. Es tu tiempo —añadió sin darle importancia.

Los sábados, normalmente, yo solía quedarme en casa leyendo, y raramente los utilizaba para salir, pero durante la semana había tenido deseos de volver a visitar el museo de Ciencias Naturales, por lo que estaba decidido a hacerlo, salvo que apareciese un mejor programa.

—Ricardo, ¿te parece bien que me lleve los libros para empezar a trabajar con ellos mientras termino la monografía que nos pidió Sánchez Parodi? — me propuso Jorge mientras realizaba malabares intentando guardar unos papeles importantes y la chequera en el escondite de la buhardilla.

¡Cuánto trabajo nos había llevado aquel tratado del doctor Sánchez Parodi! Nuestro cliente, un importante y rico coleccionista, estaba por exhibir orgullosamente sus colecciones en el museo de Bellas Artes y nos había contratado para que le armásemos un fino catálogo, una referencia monográfica que comentase historia, procedencia y valor cultural de los distintos objetos. Era una tarea dantesca, dada la cantidad de piezas que pensaba exponer, y estábamos a mitad de camino de concluirla. El día anterior, Jorge se había ofrecido a llevarse el trabajo y finalizarlo.

—¿Te vas a pasar el fin de semana en la chacrita trabajando en lugar de descansar? ¿No tenés ya suficiente con lo de Sánchez Parodi? ¿Qué clase de masoquismo es ese? —pregunté decidido a evitarle discusiones con mi cuñada.

Nuestro padre nos había legado, además del local de San Telmo, una pequeña quinta en San Pedro cuyos gastos sosteníamos juntos. Realmente podíamos disfrutar de ella gracias al viejo Laffont bis-bis, de quien nuestro progenitor la había heredado previamente. Mi abuelo, al emigrar hacia Argentina desde su Monestiés natal, se radicó en esa hermosa ciudad a orillas del Paraná, donde tenía muchos paisanos ya afianzados. El viejo abuelo Laffont pasó la mayor parte de su vida entre cultivos, y solo decidió retirarse cuando papá –hijo único– se marchó hacia Buenos Aires, y los achaques de la vejez le impidieron seguir trabajando. Cuando confirmó que su hijo no tenía intenciones de continuar la tradición agraria, optó por lotear el campo conservando para sí la casa principal. Desde hace años es mi hermano quien ha logrado sacarle mejor provecho, porque su familia vive encerrada durante la semana en un departamento de tres ambientes en el barrio de Caballito, y Valentina, mi sobrina, disfruta enormemente poder correr y jugar a sus anchas en el campito.

Por mi parte, hace años tuve la buena fortuna de conseguir un hermoso lote para cobijarme en las afueras de esta gran ciudad, en el corazón de Parque Leloir, hacia el oeste de la capital. Allí edifiqué mi casa, y vivo rodeado de grandes arboledas, pájaros y elegantes jardines.

Jorge no respondió nada a mi comentario, y yo –de tanto conocer a mi cuñada– imaginé que no le haría gracia saber que su marido se pasaría el fin de semana trabajando con libros, y por eso volví a insistirle:

—Creo que es mejor que me los lleve conmigo. Vos descansá con tu familia. ¿Estamos?

Sin embargo, él alegó que yo estaba trabajando demasiado, que me veía cansado últimamente y que –por ende– era a quien le correspondía descansar esta vez.

Estuvimos a punto de dirimir la cuestión apelando al juicio del azar, tirando unos viejos dados que pertenecieron a Bartolomé Mitre –son realmente auténticos, incluyendo el cubilete respectivo de cuero rústico cosido a mano con las iniciales del General grabadas. ¡Había que reconocer que las diferencias las resolvíamos con estilo! Finalmente se negó a utilizarlos, ya que venía sospechando que yo conocía cuáles de ellos estaban cargados, especialmente después de sus últimas cuatro derrotas al hilo.




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