Alta Gracia

Capítulo IV

                                                                                      IV

“Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿Quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿Qué

leerán? Y al fin, libros y personas se encuentran”.

André Gide

La página estaba ahora surcada por muchos caracteres alineados de tono azulado que antes no estaban allí. Con mayor nitidez se dejaban leer unas leyendas en latín y, debajo, unos trazos que se asemejaban a números y quizá letras. Concluí que no podían haber estado antes ahí, porque pese a que los estaba observando por primera vez, esos caracteres –escritos a mano– se desplegaban sobre el pergamino a medias, como sombras que lentamente fueron tomando formas definidas.

—¿Qué es? ¿Jugo de limón? —observó Jorge asombrado.

—No, creo que algo más sofisticado —respondí al ver la sorpresa de su rostro—. ¡Fijate!

Tomé el libro y lo llevé hasta la heladera. Él me siguió detrás, extrañado de lo que haría. Abrí la puerta del freezer y una masa de aire gélido me envolvió junto con el libro.

—¿Qué clase de locura vas a hacer? —Mi hermano había apoyado su mano en mi espalda para frenarme.

—Esperá un poco, y vamos a ver si me equivoco —le indiqué expectante mientras él observaba atónito.

Hubiese sido difícil determinar si sus ojos permanecían abiertos como dos hemisferios ante el descubrimiento, o por verme colocar un ejemplar de tal antigüedad y valor dentro de su propia heladera.

—¿Vos… estás seguro de lo que estás haciendo? —repitió remarcando las palabras, pero no le contesté; me encontraba únicamente concentrado en lo que esperaba que ocurriese.

Esperé unos cuantos segundos y extraje nuevamente el libro.

Ansioso, lo abrí en la misma página y le señalé para que lo viese por sí mismo.

¡Voila! ¡Fijate ahora! —dije concluyendo orgullosamente mi acto de magia.

—¡No hay nada! ¡Lo poco que había se borró por completo! —observó también maravillado.

Con los ojos bien abiertos, pasó el dedo cuidadosamente por sobre toda la extensión del folio sin salir del asombro.

—¡¿Qué clase de tinta es esta?! ¡El jugo de limón no se borra en la heladera! —Jorge continuaba repasando una y otra vez la hoja con su índice.

—El jugo de limón tampoco es azulado —corregí sonriendo—. ¿Nunca se te dio por leer las memorias de Vidoq?

Mi hermano, lejos de preguntar quién era el tal fulano, optó por demostrar su ignorancia con una mueca y alzando sus hombros.

—Un tipo extraordinario —expliqué—. Comenzó siendo un ladrón en las calles del París del siglo diecinueve. ¡Pero no cualquier ladrón! Era un profesional con tantas mañas y astucias que, después de escaparse de prisión varias veces, terminó trabajando para la policía francesa —dije haciendo un apretadísimo resumen de su vida.

—¿La Sureté?

—Sí, la misma del Inspector de la Pantera Rosa y Do-Dó. ¡Sin olvidarnos de Maigret!

—Ni de Poirot —quiso agregar mi hermano.

—¡Hércules Poirot era belga, cabezón! —corregí con una risotada.

Le expliqué que Vidoq había cosechado varios méritos a lo largo de los años de servicio y fue escalando hasta que un buen día llegó a jefe de policía, y que una vez retirado había escrito un pequeño librito, un manual de criminología.

—Que es de donde aprendí esto —acoté feliz—. Te convendría leerlo algún día, es entretenido. El tipo narra con detalle los trucos que él mismo usaba para delinquir y que después le sirvieron para...

—¡Muy lindo! —me interrumpió aburrido de tantos rodeos—. Pero yo prefiero a tipos como Flambeau, que siempre jugaron para el mismo equipo y no traidores como ese fulano.

—Te equivocás otra vez. Flambeau también terminó del lado de la ley. ¡El crimen nunca paga, muchacho!

Feliz de haber sorprendido a mi hermano con mi descubrimiento, volví a tomar el libro. Jorge se había quedado esperando una explicación, y dado que la paciencia no era su fuerte la perdió enseguida.

—¡Lo que sea! Ahora andá al grano y contame. ¿Qué tiene que ver tu poliladrón francés con el libro del polaco y con esa tinta rara?

Yo permanecía hechizado, como el chico que descubre en el cine la magia de las películas en tres dimensiones; sonreí con la satisfacción de quien domina un pequeño secreto.

—Con este libro, nada. Pero al ver lo que estaba pasando recordé que, en un capítulo, Vidoq enumeraba los métodos que se usaban en aquel entonces para enviar mensajes secretos complejos. ¡Así como suena! —precisé—. Uno de ellos consistía en usar nitrato de cobalto de forma acuosa, ¿lo escuchaste alguna vez? ¿No? Usado como tinta tiene la particularidad que, al aplicarse sobre una hoja, queda de un color rosa muy pálido, que se invisibiliza perfectamente eligiendo un papel acorde del mismo tono.

—¡Como los folios de este libro! —completó Jorge comprendiendo el truco.

—¡Tal cual! Un papel especial como el que utilizó ese tal Balzano, quienquiera que él fuese. La característica que nos interesa es que, al calentarse muy ligeramente como ocurrió cuando me acerqué demasiado a la estufa y me quemé el culo, se vuelve de color azul revelando la escritura oculta.




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