Alta Gracia

Capítulo V

V

“Y dio al Hombre este mandato: —Puedes comer de todos los árboles del jardín; mas del árbol de la ciencia del bien y el mal no comerás de modo alguno, porque, el día en que comieres, ciertamente morirás”.

Génesis 2, 16

Ninguno de los dos comprendió aquella noche que estábamos jugando con fuego, un fuego que debía permanecer oculto como esos caracteres.

Debía permanecer oculto, digo, y sin embargo me interné en él al punto de llegar a creer que estaba tan cerca de hacerlo brillar solo para mí. Era un secreto muy tentador para compartirlo con alguien más.

Efectúo una pequeña pausa, y observo nuevamente la luna; una bruma siniestra la va cubriendo poco a poco, ¿algún presagio, quizá? Hace apenas unos instantes, un patrullero acaba de pasar raudamente por la calle que da al hotel, con rumbo hacia la cañada. Su sirena me dice que no soy el único que está en problemas.

Miro hacia la puerta, y mis ojos advierten que continúa bien cerrada. Carece de pasadores, y eso me intranquiliza. Esta medianoche serían de ayuda para sentirme menos inseguro y permitirme cerrar los ojos por un rato.

Pero no debo dormir, no esta noche. Luego, ¿quién sabe?

Llegué a casa pasadas las doce. La amalgama entre arrebato y curiosidad que me poseía era tal que decidí no irme a dormir aún. Fui a la sala de estar y encendí apresuradamente el fuego de la chimenea. Le arrojé algunos leños de quebracho y me acomodé confortablemente en mi sillón junto a ella.

Mientras el fuego iba creciendo cerré los ojos pensando en qué otra cosa me encontraría dentro de aquel libro. Mi pulso estaba agitado y me temblaban las manos. Tenía un desafío por delante y no me importaba cuánto esfuerzo pudiese costarme.

Eché una mirada a la cubierta del libro, desde donde Lemerium Balzano, S. J. me proponía que jugásemos a los acertijos. Su nombre continuaba sin decirme nada de nada.

Me eché hacia atrás y busqué profundamente entre los laberintos lejanos de mis recuerdos de lecturas, y sospeché que “S. J.” podría no referirse a sus iniciales.

Cerré los ojos con más fuerzas y traté de recordar. Tenía la certeza de haber visto esas mismas letras en alguna parte, ¿pero dónde? Busqué algo que estuviese guardado en mi memoria, pero esta se ahogaba en confusiones imprecisas.

Intenté sosegarme y concluí que, confiando puramente en mis recuerdos – en el estado de cansancio en que estaba sumido– no llegaría a ninguna parte. Descansaba sobre el cero.

Me puse de pie resueltamente para buscar ayuda en la biblioteca que tenía a mis espaldas. Quizás alguno de los cientos de volúmenes contendría algo desde donde tirar del hilo.

Con los brazos flexionados sobre las caderas, fijé mi atención en los títulos de cada uno de los lomos del estante superior, pero tanto Poe, como Borges, London, Orwell o Chesterton nada pudieron responderme.

Sin desalentarme, busqué en el siguiente piso: Voltaire, Kafka, Nietzsche y ¡bingo! Allí estaba, asomándose en su eterno estante, como diciendo «¡aquí estoy, Laffont!».

Tomé entre mis manos el “Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata”, y sonreí junto al nombre de su autor, Guillermo Furlong S. J. ¡Decididamente aquellas letras no eran iniciales!

Busqué su biografía en el prólogo y hete allí: S. J. Societatis Jesu. El ensayista había pertenecido a la Compañía de Jesús. ¡Había sido un jesuita!

Tenía ya un dato en mi haber: Lemerium Balzano había sido un sacerdote jesuita tal como Furlong dos siglos más tarde.

Restituí el libro de Furlong a su lugar y, tomando el Apocalipsis Revelata, volví a sentarme en el sillón, satisfecho.

Lo abrí expectante; su primera página comenzaba ya con una invocación del autor: «Deprecor Domine Deus Meus Omnipotens in conspectu Tuo Operatio mea et corn ittentier mihi et operatione mea sanctissimi»3.

Pensé que el ruego también valdría por el trabajo que me proponía efectuar. Respiré profundamente y comencé a examinar las páginas con cuidado, una por una, apenas rozándolas con las yemas de los dedos, buscando dar con algo que corriese el velo que ocultaba sus secretos.

Los capítulos se sucedían sin novedades interesantes y, pese a la tibieza del ambiente, no se manifestaban nuevas apariciones de la mágica tinta azul. ¿Es que aquel era el único acertijo con el que contaba para distraerme?

La cercanía del calor era más que suficiente para que brotasen del libro hasta palabras que no se habían escrito, si vale la exageración. Examiné cuidadosamente tres, cuatro y cinco folios más, ¡y hete aquello que estaba esperándome!

Se trataba de una figura sencilla grabada a mano que ocupaba casi toda la página, y se superponía al texto. Los trazos eran irregulares, y no sobresalían de manera clara.

Corrí a buscar lápiz y papel, e intenté copiarla lo más fielmente posible. De ninguna manera me animé a realizar el calco sobre el texto, temiendo que la presión de mi puño pudiese alterar o desdibujar cualquier otra estampa que se encontrase en otra parte, o que sencillamente dejase marcado el libro.




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