Alta Gracia

Capítulo VI

                                                                                VI

El sábado me desvelé muy temprano, sorprendido de encontrarme en el sillón de la sala. A pesar de las pocas horas de sueño, ya no pude volver a dormirme. Fui a la cocina y desayuné ligeramente, mientras repasaba mentalmente el acertijo que me tenía atrapado. Pasé luego por la biblioteca y busqué el Apocalipsis Revelata, proponiéndome continuar con él hasta el mediodía. Antes de acomodarme, tuve deseos de llamar al licenciado Bustos y plantearle la posibilidad de tener una cita para aquella misma tarde. Estaba ansioso por saber si él podría decirme algo que me sirviese sobre el libro, además del encargo de Gladzco, para orientarme en aquel pasatiempo. Miré el reloj y consideré que el horario era razonablemente apropiado como para no importunarle.

Llevaba más de seis años sin noticias suyas, como ya he dicho. La curiosidad y las ganas de volver a verlo ayudaron a que marcase, entusiasmado, el número que Jorge me había procurado.

Tras unos tonos de espera me atendió una voz femenina, que asumí sería su secretaria; le informé quién era y mis intenciones, pero me notificó que el licenciado no estaba disponible en aquel momento. Mala suerte. Sin más que hacer, le dejé mi número para que él me devolviese el llamado cuando pudiese.

Contrariado, regresé a mi asiento; sin embargo la calidez de los leños ardiendo me reconfortó, y procedí a internarme en la lectura de aquel antiguo texto.

Reconozco que varios fragmentos lograron hipnotizarme, sobre todo a partir de frases que me llamaron vivamente la atención. En una, por ejemplo, me intrigó saber cuál podría ser la conexión entre la palabra “Tetragrammaton” –la famosa estrella de cinco puntas utilizada en las ceremonias de brujería– y la santísima revelación de San Juan. Mis conocimientos esotéricos eran poco menos que nulos, pero era imposible no recordar que aquella estrella dispuesta con una punta hacia arriba representaba la magia blanca aunque, si estas eran dos, la figura simbolizaba entonces a la estrella de la mañana –el nombre de Lucifer en Isaías 14:12–, es decir el poder oculto, la magia negra. De allí que no dejase de resultarme extraña su inclusión en un texto católico, y escrito nada menos que por un sacerdote jesuita.

Continué la lectura detenidamente y encontré que, según Balzano, las dos alas centrales del Tetragrammaton –las figuras de Mercurio y Venus unidas– representaban el ascenso del Fuego Sagrado abriendo las siete Iglesias del Apocalipsis: Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia, y Laodicea. Más adelante mencionaba a Guillaume Postel como uno de los mayores poseedores del conocimiento de los secretos del Tetragrammaton, pues él había descubierto en Oriente las cuatro letras que simbolizaban el “Nombre del Señor”, el más buscado por los cabalistas hebreos: TARO, ROTA y ATOR.

El texto incluía referencias a la obra de Tritemius, especialmente al Steganographia y a Nicolás Flamel, aquel alquimista cuyo mito indica que descubrió la piedra filosofal. ¿Cómo era posible que un jesuita del siglo dieciocho citase tantos personajes simpatizantes de las ciencias ocultas en un tratado religioso?

En ese momento sonó el teléfono y me sobresalté. Dejé el libro a un costado y levanté el tubo, pensando que se trataría de mi hermano con alguna novedad de su trabajo o con algún cambio de planes para el feriado, pero en verdad era la secretaria del licenciado para informarme que él estaría en su despacho por la tarde, y que le daría verdadero gusto recibirme. Acepté la oferta sin dudar, y confirmé que la dirección fuese la misma que recordaba de antaño.

La noticia me alegró bastante, y me mantuve entretenido hasta la hora del almuerzo con la lectura de libro.

Cuando estaba a punto de salir para la reunión con el licenciado, recordé – de mala gana– que también había quedado en pasar por la oficina de Hilario Gladzco, nuestro elegante y misterioso cliente de la noche anterior. Con bastante apuro imprimí una copia del detalle de los libros y le estampé mi firma, con lo que pasaba a ser un documento “oficial”.

El viaje hasta el centro fue rápido y directo; la autopista pasaba a pocos metros de casa, y siendo un sábado a primera hora de la tarde casi no había tránsito. En poco más de media hora estuve tocando timbre en la dirección dada por Gladzco.

Se trataba de un edificio de cuatro pisos levantado a mediados del siglo pasado, ubicado a pocas cuadras del Congreso de la Nación sobre la calle Rodríguez Peña. Era notorio que, en tiempos de su inauguración, había contado con lujosos detalles ornamentales, pero el correr de los años le había dejado a su fachada un aspecto de leve abandono y falta de modernización.

Tenía urgencia por no llegar tarde a la cita con el licenciado Bustos, y me impacientó que nadie contestase mi llamado; volví a pulsar el timbre algo más insistentemente, pero sin resultados. No podía enojarme con Gladzco; yo le había dicho que pasaría al mediodía, y ya era entrada la tarde. Quizá se hubiese retirado antes, aunque había dicho que tenía mucho trabajo.

—¿A quién busca? —me preguntó de improviso una mujer del otro lado de la puerta doble de entrada. Su voz me sorprendió, pues yo aún mantenía mi atención en el pulsador, dudando si debía irme o probar una última vez.

Giré la vista y comprendí que ella estaba a punto de salir y que, al verme parado fuera, había preferido, por una cuestión de seguridad, aguardar hasta saber qué pretendía hacer yo en ese lugar.




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