VIII
Comencé la semana llegando al local temprano, como siempre. Saludé a mi vecino, dueño de una selecta tienda de arte con el que solíamos almorzar cada tanto y, tras terminar de alzar el cortinado, comencé a prepararme un bondadoso café para nutrirme de calorías. El día estaba muy feo y no parecía que fuese a mejorar.
La tienda ya estaba abierta y un hombre ingresó apenas acabada de llenar mi taza.
El sujeto tenía cara cinematográfica, muy del cine negro de los años cuarenta: alto, de espalda ancha, pelo corto untado con gomina, y un traje oscuro rematado en una corbata. Apenas lo vi, obtuve una imagen completa de la mole. No me gustó nada su pinta, ni lo imprevisto de su llegada, casi a mis espaldas.
—¿El señor Jorge Laffont? —preguntó con voz segura mientras escudriñaba la tienda con su mirada.
Me acerqué un poco, pero sin dejar de mantener una prudente distancia pues tenía desconfianza de sus intenciones. Resultaba extraño recibir visitas apenas levantadas las cortinas, máxime cuando el visitante no encajaba entre las hormas de clientes esperables en una tienda de antigüedades.
—Jorge no se encuentra en este momento... ¿Puedo ayudarlo en algo? — solté intranquilo ante la mirada del ropero, que estaba estudiándome de pie a unos metros del escritorio.
—¿Y a qué hora estima que podría encontrarlo? —volvió a preguntar, mirando distraídamente en torno al salón de ventas.
¿En qué andaba Jorgito para que ese simio a mitad del camino evolutivo tuviese algo que ver con él?
Para peor, en uno de los vistazos me pareció que otro hombrecillo más pequeño lo esperaba en la vereda. Estaba allí, simplemente simulando mirar distraídamente la vidriera. Su presencia me puso un tanto más nervioso, pero a mi lado del mostrador tenía escondida la alarma silenciosa, bien a mano para presionarla si fuese necesario. Me sonaba imposible que el gorila pretendiese echarse un robo a tan pocos metros de Plaza de Mayo y la Casa de Gobierno, en una de las zonas más custodiadas no solo de la ciudad, sino del país entero. Era una verdadera estupidez intentarlo.
—Jorge no estará presente durante todo el día —respondí esperando que con eso se marchase—. ¿Quiere dejar algo dicho o un teléfono para que él lo contacte cuando regrese?
—Bien, tal vez sí pueda ayudarme —admitió inexpresivo, recalculando la situación—. Vengo de parte del profesor Hilario Gladzco. Me pidió que pasara por aquí a retirar un libro que dejó el viernes pasado.
Mientras hablaba, extrajo de su bolsillo la tarjeta personal que Jorge le había entregado a nuestro cliente poco antes que este se retirarse, y la exhibía ante mí como si se tratase de un ticket para retirar la ropa de la tintorería.
Supuse que nuestro polaco se habría arrepentido, que tal vez el fin de semana le habría hecho olvidar aquello sobre la prudencia en los tiempos, de su amplia confianza en nosotros y todas las excelentes referencias que decía tener. La cancelación me enfadó bastante, pues Jorge seguramente ya habría malgastado varias horas con los otros dos libros.
Pero sin embargo él me estaba solicitando “un” libro, no los tres.
—Lamentablemente el señor Gladzco tendrá que esperar hasta que Jorge regrese, pues se ha llevado el libro consigo para trabajar en el encargo que nos hizo. Pídale nuestras sinceras disculpas al profesor, pero dado que nos comentó que podríamos disponer del material todo el tiempo necesario...
—Supongo que Jorge tendrá un celular, y usted podría llamarlo ahora para comunicarle que el profesor necesita su libro de forma urgente —me interrumpió.
Adiviné hacia dónde iba el asunto y corté por lo sano, explicándole que la semana anterior algún carterista del microcentro había tenido la mala idea de llevarse el celular de mi hermano sin permiso, y que él aún no había conseguido otra línea de reemplazo, así que tampoco sería posible llamarlo.
Si el polaco se había arrepentido tendría que esperar lo que fuese necesario; de ninguna manera lo haría volver a Jorge de su descanso solo por un libro.
—¿A qué lugar ha viajado? El profesor me dio instrucciones de retirar su libro, sin importar dónde esté ni cuáles sean los gastos necesarios para llevárselo de regreso —propuso sin que me esperase aquello—. Comprenderá que se trata de algo realmente urgente; se ha presentado inesperadamente una oportunidad de venta, y el profesor no quiere perderla —explicó con rostro serio—. El interesado es un empresario extranjero que debe regresar a su país. Sepa que el profesor me dio orden de pagarle sus honorarios a pesar del cambio de planes —remarcó como si ello pudiese hacerme cambiar de idea.
Para mí no se trataba de una cuestión de dinero sino de capricho. Recordaba todo el tiempo que el viejo nos había estado hablando para convencernos, y menos deseos tenía de devolverle el libro en ese momento. De todos modos lo tenía guardado en casa.
Debo decir que el gorila me resultaba perturbador a pesar de haber aclarado las razones de su presencia. Me seguía intranquilizando el hecho de tenerlo parado apenas a un metro, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón.
Hilario Gladzco tenía todo el derecho del mundo a arrepentirse y mandar a cuantos secretarios o guardaespaldas quisiese por sus tres libros, pero hete aquí que King Kong se refería a «el libro». Curiosidad dialéctica: ¿Cuál de ellos? Por mi parte continué el juego sin involucrar a los otros dos volúmenes.
—Lo lamento, pero no será posible. En estos momentos Jorge debe encontrarse en algún lugar de la ruta… —mentí, pero al instante llegó el contraataque. El tipo no se entregaba fácilmente.
—Entiendo, ¿pero quizá cuando llegue a su hotel? Supongo que el lugar donde se hospedará tendrá teléfono, y entonces cuando esté de sobreaviso podré enviar a alguien a recoger el libro. Usted sabe perfectamente de los valores que estamos hablando; el profesor no ahorrará gastos para tenerlo consigo cuanto antes.
Recordé inmediatamente la desorbitante cifra que me había mencionado Bustos —que ni por asomo había imaginado que pudiese llegar a ser tan alta—, y comprendí la desesperación del polaco por no perder la venta.
—Le reitero nuestras disculpas, pero dado que el señor Gladzco nos mencionó que necesitaba la tasación lo antes posible, Jorge marchó sin demora para consultar a uno de nuestros colaboradores, un experto relacionado con el libro que usted busca —deslicé sutilmente.
Tenía curiosidad extrema por saber cuál de los libros necesitaba el viejo de forma tan desesperada, pero no tenía modo de preguntar sin meter la pata. Por otra parte, deseaba que el sujeto se marchase cuanto antes de la tienda.
—La situación ha cambiado desde el otro día —dijo con una mirada que se volvió suspicaz, tal vez dudando de mi voluntad de colaborar con su patrón—. Le repito que se ha presentado una oportunidad muy importante, y el profesor no quiere perderla. Si se trata de un tema de dinero, le recuerdo que me dio órdenes de abonarle sus honorarios ahora mismo, ¿comprende? —El tipo sacó una billetera y me la exhibió para que dejase de negarme.
Yo pensaba que todo aquello cabía dentro de las posibilidades, era todo muy lógico, pero aquel súbito interés no era tan normal ¡y no era necesario ser Nero Wolfe para darse cuenta! Cualquier aprendiz de Watson hubiese reportado la anomalía a Sherlock de inmediato. Tiré entonces otra carta sobre la mesa:
—Comprendo, claro que comprendo. Pero es que desconozco en cuál hotel se hospedará Jorge. Mire, su jefe nos visitó sobre el horario de cierre, y por eso este viaje lo tuvimos que decidir a última hora, de improviso, sin poder realizar ninguna reserva. Confío en que el profesor entenderá que, de acuerdo a lo estipulado, hemos encarado las pesquisas lo más pronto posible —expuse esperando dar el asunto por terminado.
—Es una lástima —añadió desalentado—. ¿Ustedes abren mañana?
—No, es feriado.
—Si no hay nada que pueda hacerse, entonces volveré el miércoles por la mañana. Supongo que ya tendrá el libro con usted, ¿verdad?
La pregunta sonó tajante, casi como una orden; respondí acorde a lo que
el secretario de Gladzco pretendía oír.
—Estese tranquilo, que Jorge estará aquí con el libro.
El simio se despidió y retiró silenciosamente como había entrado. Busqué con la mirada al hombrecillo que lo esperaba fuera, pero ya no estaba. Respiré hondo y, tras exhalar lentamente el aire, me invadió una sensación de alivio y tranquilidad.
Me relajé unos instantes hasta recordar el tiempo que Jorge habría desperdiciado inútilmente con aquellos libros. «Al cabo —murmuré para mí — si Gladzco se ha arrepentido tendrá que pagar los gastos de tasación de todas maneras. Los más elevados que podamos facturar, para quitarle las ganas de joder con el tiempo ajeno».
Busqué mi café sobre la mesita donde lo había dejado, y noté fastidiado que estaba totalmente helado. «¡Otra cosa más para incluirle al polaco en la factura!», me prometí.
Durante un buen rato no pude quitarme de la cabeza la visita de Kong. Solo la llegada de un cliente logró que olvidase aquello porque necesité mantenerme activo y concentrado en lo mío para lograr una muy buena venta. El hombre demostró ser un gran conocedor de la orfebrería artística, y eso me permitió mantener con él una larga e interesante charla en la que finalmente dejamos acordada la venta de una hermosa lámpara de aceite del siglo XVIII, de puro bronce, con la que quedó fascinado a primera vista. Para sellar el acuerdo, dejó una importante seña y prometió regresar tras el feriado con el resto del dinero. Los demás clientes que visitaron el local durante el resto de la mañana solo curiosearon, preguntando por esto y aquello, pero sin comprar nada.
Entrada la tarde, decidí prepararme otro café; no había comido y estaba con frio, así que algo caliente me levantaría el ánimo. Mi enojo con el polaco no había cesado ni mucho menos cuando aquellos dos agentes de la Policía Federal ingresaron al local.
—Buenos días —saludó a secas el más veterano, realizando la particular venia; el otro, que estaba a sus espaldas, relojeaba toda la tienda con curiosidad.
—¿El señor Ricardo Laffont? —preguntó con gravedad, leyendo mi nombre desde una tarjeta que tenía entre sus dedos.
«Bonita jornada será esta, sin dudas», me dije. Y no faltaban razones para que así fuese.