Alta Gracia

Capítulo IX

  IX
“No hace falta conocer el peligro para tener miedo; de hecho, los peligros desconocidos son los que
inspiran más temor.”
Alejandro Dumas


—Soy yo —contesté mientras dejaba la taza de café sin saborear sobre el escritorio—. ¿En qué puedo ayudarlos?
—Quisiéramos hacerle algunas preguntas. Soy el Comisario Inspector Suarez, y mi compañero el Oficial Inspector Mosquera —señaló a su compañero que se había quedado unos pasos más atrás, cerca de la puerta.
Sin dejarme atrapar por la extraña situación, intenté mostrarme seguro y descomprimir los nervios que arrastraba desde antes, mostrándome natural.
—Dirá en qué puedo ayudarlos, comisario; pero tenga en cuenta que aquí solo trabajamos con antigüedades.
El robusto inspector Suarez no tomó en cuenta mi broma; tan solo se limitó a extraer de su uniforme una fotografía y extendérmela.
—¿Conocía usted a este hombre? —preguntó sin rodeos, como en las películas.
El rostro que tenía ante mí en la foto era, sin duda alguna, el de aquel anciano al que me había propuesto castigar con honorarios elevados.
—Sí —respondí, asumiendo que nada bueno había sucedido—, es un cliente que nos visitó el viernes pasado.
Mencioné su nombre, y el inspector confirmó que se trataba de la misma persona.
—¿Ocurre algo con él? —me atreví a preguntar, temiendo que hubiésemos recibido encargo de un estafador, un ladrón internacional de arte o algo parecido.
—Está muerto.
—¿Cómo? —Me asombré violentamente; hacía solo unas horas estaba reclamando por su libro.
—Estamos investigando su muerte, señor Laffont —remarcó Suarez, mientras yo continuaba con la boca estúpidamente abierta—. ¿Tenía trato usted con él, entonces? —Quiso saber de forma seca.
—No… en realidad solo lo vi el viernes pasado, tal como le dije… —¿Podrá especificar en qué momento vino y para qué?
Yo permanecía con la mirada clavada en la fotografía, anonadado; le expliqué en pocas palabras que el viejo nos había traído unos libros para que se los tasásemos.
El inspector Suarez llamó con un gesto a su compañero, quien desde la llegada se había instalado en la entrada evitando que ingresasen clientes a estorbar la conversación.
—¿Cuántos libros le dejó el profesor Gladzco? —interrogó Suarez, señalando algo con la cabeza a su colaborador—. Coméntenos además el valor estimativo, y si los tiene aquí ahora… —requirió con voz decidida.
No era difícil descubrir quién estaba al mando. Mosquera –más bajo y delgado, pero mucho más joven– se limitaba de momento solo a oír la conversación.
De pronto –como aquel relámpago que ilumina el cielo nocturno durante una tormenta– se aclaró mi mente; hasta entonces, en mi estupor, no había reparado en eso, pero… el tipo rudo que había venido por la mañana... la tarjeta de mi hermano... el único libro que había mencionado... su apuro… ¡todo estaba ligado ahora!
Había algo muy gordo en el asunto, y decidí averiguar algo más antes de soltar lo poco que sabía.
—No recuerdo los nombres de los libros que nos trajo, pero...
—¿Cuántos libros eran en total, señor Laffont? —repitió Suarez, no aceptando mi esquiva respuesta.
—Creo que fueron dos los libros que nos dejó para peritar —la mentira brotó instintivamente de mi boca.
Una curiosidad muy poderosa me había poseído súbitamente; me estaba proponiendo averiguar por cuál de los volúmenes estaba el matón desesperado. ¿Tal vez el Revelata? ¿Por qué tanta urgencia en recuperarlo?
—¿Cómo que cree que fueron dos? —Pareció irritarse el oficial Mosquera, que hasta entonces había permanecido callado—. ¿Está diciendo que no sabe cuántos libros le dejó el Profesor Gladzco? —dijo acercándose un poco más hacia mí.
—Ocurre que el detalle del ingreso lo labró mi hermano —justifiqué—. Durante la entrevista me ocupé solamente de tratar los asuntos comerciales… más precisamente de lo que él pretendía que hiciésemos con los libros, y realmente no presté ninguna atención a cuantos había traído — respondí de la manera más convincente, intentando que mis palabras les resultasen creíbles.
Ambos me miraron como estudiando mi respuesta.
—Estimo que tampoco podrá decirnos nada sobre el valor… —dijo Suarez frunciendo el ceño.
—Es que todavía no lo sabemos —le informé acompañándome con un gesto de manos—; no es algo simple ni rápido de determinar, hay muchos estudios que realizar. Habíamos quedado con el señor Gladzco que demoraríamos cerca de dos semanas. Mi hermano está trabajando justamente con ellos, y por esa razón no los tengo aquí conmigo.
—¿Él vendrá hoy por aquí? —preguntó viendo que estaba solo atendiendo en el local.
—No, salió de viaje por el fin de semana.
Desconozco si quedaron conformes con las respuestas que fui dando, pero Mosquera iba dejando todo asentado en una libretita.
—¿Y cuándo regresará su hermano? Nos acaba de decir que salió por el fin de semana, pero estamos a lunes... —indagó incisivo, señalando con su lápiz el pequeño almanaque que descansaba sobre mi escritorio.
—Quedamos en que mañana por la noche, para que pasase el feriado también en la chacra. Estimo que el miércoles podrán encontrarlo aquí con los libros.
Los tres quedamos envueltos en silencio mientras el joven oficial terminaba de transcribir los apuntes de la última respuesta.
—¿Puedo preguntarle, comisario, cuándo murió el profesor, y qué fue lo que los trajo hasta aquí? —me atreví a indagar mientras aquel apuntaba aún mis respuestas.
Suarez pareció dudar unos instantes si debía informarme aquello o no, pero debió considerar que no formaba parte del secreto de sumario.
—El profesor fue encontrado muerto el sábado por la noche —dijo al fin —; su hijo se extrañó de que no hubiese regresado de unas tareas que tenía programadas durante el día, y fue a buscarlo al lugar donde la víctima tenía su oficina. —Hizo una pausa para acomodarse la gorra y mirarme directamente a la cara—. Y con respecto a nuestra presencia… encontramos su tarjeta personal entre las ropas que llevaba el señor Gladzco al momento de ser asesinado.
Inmediatamente recordé la escena del viernes, con mi mano extendida tontamente hacia Gladzco, y a este llevándose finalmente la tarjeta dentro de su gabán.
—Pero ¿por qué menciona que fue asesinado? —insistí inquieto—. ¿No ha podido morir de causa natural? El hombre tenía sus años, y a pesar que se lo veía aparentemente...
—Señor Laffont —me interrumpió ásperamente— nadie muere “de causa natural” cuando es estrangulado.
Su ironía me golpeó menos que aquel brutal dato, que me dejó sin palabras.
—Entiendo que sean importantes los detalles mínimos como mi tarjeta en un bolsillo, pero ¿y si su muerte fue a causa de un robo? —El rostro del Comisario se frunció como si yo hubiese dado a entender que la Brigada de Investigaciones estuviese integrada por maestras jardineras que no hubiesen reparado en eso.
—No, no ha sido con motivos de robo, señor Laffont —dijo molesto—.
Tampoco ha sido un crimen pasional, le informo para evitarle las molestias de continuar pensando hipótesis por nosotros. —Me echó una mirada severa e irónica—. Tal como encontramos la escena no faltaba nada de valor. La víctima estaba vestida de traje, y nos llamó la atención encontrar únicamente su tarjeta en un bolsillo.
Mosquera había terminado de tomar apuntes y me interrogó sobre el viaje de Jorge. Estaba claro que el dato de su partida le había parecido relevante.
—Mi hermano fue con su familia a San Pedro, el sábado temprano por la mañana… tenemos una pequeña casa de campo ahí —contesté preocupado ante tantas preguntas juntas.
—¿Se comunicó con usted durante el fin de semana?
—No, los dos pasamos mucho tiempo juntos durante la semana, y no tuvimos necesidad de hablarnos —respondí considerando que el asunto iba tomando un color tan oscuro como las alas de un cuervo vistas durante la noche de un eclipse lunar. ¿Eran preguntas de rutina solamente?
—¿Le explicó el profesor para qué necesitaba esas tasaciones? —Suarez tomó la posta nuevamente; su mirada no me dejaba adivinar hacia dónde quería llegar con tantas preguntas.
—Sí, claro —los miré a ambos—. Nos comentó que estaba atravesando unas dificultades financieras y por eso necesitaba venderlos.
Los dos se miraron perplejos mutuamente.
—Resulta extraño de entender cómo la venta de dos libros hubiese mejorado la situación de una persona muy acomodada ¿verdad? —arrojó Mosquera suspicaz, quizá buscando que pisase algún palito imaginario.
—Sabemos, señor Laffont —Suarez retomó la posta, continuando lo que su asistente había comenzado a sugerir—, que el señor Gladzco era propietario de explotaciones rurales, poseía rentas de varios locales céntricos, y viajaba frecuentemente por el mundo. ¿Por qué cree que les mentiría con algo así? —Noté, preocupado, cómo al finalizar había clavado sus ojos incisivos en los míos.
Aquel funcionario pretendía que yo hiciese su trabajo. Con Jorge habíamos creído totalmente las palabras del viejo, lo habíamos visto realmente compungido por tener que deshacerse de esos volúmenes; no teníamos razones para sospechar que todo hubiese sido una muy buena actuación.
—No lo sé... Eso tendrá que averiguarlo usted —contesté a la defensiva, dado el camino que estaba tomando el asunto—. No tenemos por costumbre someter a nuestros clientes a un detector de mentiras.
El tono de mi respuesta lo fastidió mucho, y permaneció observándome fijamente, como midiendo el grado de insolencia de mis palabras. Sonrió deliberadamente de forma forzada y, volviendo a la carga, me habló de un modo mucho más áspero, alto y acusador que antes:
—Veamos si entiendo… él les dejó unos libros que pretendía vender, ¿y a ustedes no se les ocurrió conocer la procedencia de ellos? —El rostro de Suarez se puso tenso. Su postura corporal también parecía estar en contra de mí. Yo no tenía experiencia en interrogatorios, y desconocía si ambos estaban tratando de probar algo con aquel agresivo modo de hablarme o solo estaban poniéndome a prueba.
—El señor Gladzco nos dejó unos libros, comisario, no bombas de uranio; así que no encontramos ninguna razón para hacerle demasiadas preguntas. ¿Es delito confiar en nuestros clientes? —me animé a decir.
Recordé que el viernes todo había sido tan rápido, desordenado y confuso... yo había pretendido que el viejo nos visitara en otro momento, y no había estado convencido de tomar ese trabajo. Fue Gladzco quien nos empujó a que aceptásemos, y verdaderamente no le habíamos preguntado casi nada. Su apuro y nuestras ganas de irnos a cenar fueron un coctel de imprudencias.
—No, no lo es en la medida que ustedes se preocupen por conocer la procedencia de lo que les están dejando —contestó.
—¿Sugiere que los libros que nos trajo eran robados? —pregunté de manera inocente, y con un tono de voz que revelaba toda mi preocupación.
—No sugiero nada, señor Laffont, solo afirmo que el hijo nos mencionó que en la biblioteca de su padre faltaban justamente dos libros de extraordinario valor. ¿Comprende ahora?
—¿Está diciendo que él mismo concretó un auto robo? —pregunté desorientado.
Ninguno de los dos me respondió nada.
Mosquera anotaba vaya a saber qué cosas en su agenda, y yo sentí que era de locos creer que una simple tarjeta pudiese convertirme en sospechoso. No podía asimilarlo de ninguna manera.
—Señor Laffont, estimo que usted conoce bien los trucos y secretos de su profesión, así como nosotros conocemos los nuestros. Ha habido un asesinato, y de momento no hay un móvil que nos explique claramente la razón, lo cual es algo… malo. —Suarez hizo una pausa para dirigirme una mirada inquieta—; conocemos el cuándo y cómo, y la experiencia me asegura, casi me grita, que a través de los pequeños detalles lograremos que el quién y por qué se esclarezcan rápidamente. Sabemos, por ejemplo, que un hombre de unos treinta y tantos estuvo preguntando por el profesor insistentemente el día que fue asesinado; y que otro testigo vio a un posible sospechoso salir del edificio a las corridas más tarde.
Al escuchar esas palabras casi me dio un ataque de úlcera. Me quedé mirándolo con los ojos en blanco y las manos temblorosas. Intenté disimular mi estado de shock lo más rápidamente. Tuve absolutamente presente el rostro de aquella desagradable mujer, y me di cuenta de que, del mismo modo, ella debería tener grabado el mío.
Durante unos segundos nos quedamos en silencio, y tuve la sensación de que Suarez me observaba maliciosamente, pendiente de mis gestos.
—El hombre estaba encerrado, esperaba una oportunidad para salir porque no había ingresado con llaves ¿se da cuenta? —dijo como al pasar, esperando algo de mi parte—. Y fíjese qué sencillo que resulta entender eso: Gladzco debió abrirle porque su asesino era conocido suyo. Luego de matarlo cometió la torpeza de no darse cuenta de que necesitaría la llave para huir, y entonces se vio acorralado dentro del edificio hasta que encontró la oportunidad de escapar cuando alguien ingresaba. ¿Ve lo que digo? Es una cuestión de tiempo solamente.
Permanecí en silencio, con miedo a pronunciar cualquier descuido que pudiese inculparme automáticamente. Sentí como si la silla eléctrica estuviese siendo conectada a un tomacorriente para mí.
En verdad podría haberle dicho que yo era ese sujeto de quien él hablaba, explicarle todas aquellas casualidades acontecidas el sábado sin haber temido nada; pero sin embargo sentí un terror extremo a quedar ligado por tantas malditas casualidades reunidas en tan poco tiempo. Temí que me detuviesen en ese mismo momento, y me sacasen esposado de manera vergonzosa delante de todos los comercios vecinos. Solo se me ocurrió pensar que, de complicarse aquello, un buen abogado resolvería todo de forma práctica. Al cabo yo era inocente.
El trato que hasta entonces habían mantenido los policías conmigo no había sido suave, y comencé a dudar si no estarían simplemente jugando, buscando que me quebrase al verme acorralado mientras estudiaban mis gestos y reacciones.
—¿Usted qué opina? —me propuso con tono despreocupado, lo que me cayó fatal. Mi presión sanguínea volaba por los aires, y trataba de disimular mi intenso nerviosismo de todas las formas posibles.
¿Qué debía decir?
—No lo sé… —intenté cuidarme de no largar una estupidez que luego no pudiese detener—. Podría haber sido alguien que… que quizá venía de otros pisos, del tercero o el cuarto… y al darse cuenta en el hall que no tenía su llavero no quiso volver a subir, y al ver la puerta abriéndose...
Cuando me di cuenta de lo que había dicho ya era tarde para arreglarlo: «venia de otros pisos, del tercero o cuarto»
—Realmente yo no lo creo —negó Suarez convencido. ¿Había captado mi error o se estaba haciendo el tonto?
Antes de concluir –afortunadamente– aquella visita, me informó que mi hermano y yo podríamos ser citados en cualquier momento a declarar ante el fiscal de la causa, y me aclaró que ambos volverían a pasar el miércoles, un rato antes de nuestro horario de cierre, para hablar con mi hermano y ver los famosos libros que Gladzco nos había dejado.
—Recuerde que es importante que los libros estén aquí cuando volvamos. En fiscalía ya nos dirán qué hacer con respecto a ellos. No se olvide — remarcó firmemente.
Me pidió unas disculpas de compromiso por el tiempo empleado y, tras saludarme, ambos se retiraron.
La visita policial estaba concluida, y es verdad que pude haberles mencionado acerca de la visita del simiesco troglodita, pero la imprudencia me contuvo. Si el asunto se llegaba a complicar, simplemente declararía que aquel orangután de traje había llegado un rato después que ellos se habían marchado. Encajaba bien.
Me había surgido un incontenible interés por hojear los tres textos, y descubrir por qué había tanta urgencia en el gorila.
Tendría que ser rápido, antes que los libros pasaran a ocupar algún estante polvoriento en la Fiscalía.
Lo primero que hice fue tirar el café –por segunda vez en el día–, y sentarme en el escritorio a recapitular todo desde el comienzo.
Ya estaba dentro del problema sin buscarlo, y por mérito propio.




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