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Muchos pensamientos negativos rondaron mi mente el resto de la tarde. Pensé en cerrar el local y marcharme a casa, temiendo por el retorno del gorila; no era ilógico sospechar que hubiese montado guardia en los alrededores y ya supiese del encuentro con los oficiales. ¿Paranoia tal vez? No tenía idea sobre qué importancia tendría uno de esos libros, pero se habían cargado al viejo por él.
Me costaba creer que todo girase en torno a los caracteres ocultos; sin embargo tenía la película frente a mí: Gladzco se sentía acosado –¿sabría qué destino le aguardaba?–, y tal vez tuviese a sus perseguidores encima. Lo mejor que encontró fue quitarse el hierro candente hasta que pasase el peligro –¿y por qué no una caja de seguridad? ¿Temió que lo asaltasen y se hiciesen con el volumen?–; tomó más de un libro para despistar, y nos pegó una visita. Ni el gorila ni la policía sabían cuántos textos él nos había dejado. De seguro el polaco dio por sentado que jamás buscarían en nuestro local, pero una tarjeta en la billetera lo delató. El asesino, apurado por dejar la escena del crimen, encontró al revisar el cadáver únicamente la tarjeta que mi hermano le había entregado, y por esa razón Godzilla preguntó por él. ¡Vas por el buen camino Maigret!
Mi cabeza era un hervidero cargado de preguntas y respuestas sin sentido. Me sentía amenazado.
Fui al fondo del salón y llamé a Jorge, esperando que su móvil no estuviese apagado o fuera del área de cobertura.
La providencia estuvo de mi lado.
—¿Hola? —Se oyó con algo de interferencia.
—¿Jorge? —¿Había alguna duda que fuese él?— ¿Estás todavía en la quinta?
—Sí... ¿Pasa algo?
No era tiempo de ponerlo al corriente, no cuando mi paranoia me alertaba que la línea podía estar intervenida. ¡Solo a partir de ese día comprendí lo que significaban los delirios esquizofrénicos!
—No pasa nada; solo quería saber a qué hora estimás que estarás de vuelta mañana —traté que mi voz sonase natural, y creo que él no advirtió mis nervios.
—Calculo que será antes que anochezca... alrededor de las seis. ¿Te parece bien ese horario, mami? —contestó con un bufido para recordarme que mi rol de hermano mayor se le tornaba pesado.
—Sí, Jorgito, voy a pasar un ratito por tu casa, cerca de las ocho. ¿Vas a estar ahí?
—¿Y dónde querés que esté? ¿Nadando en el Paraná?
—Entonces a esa hora estoy por ahí.
—¿Qué pasa? ¿Te trajeron algún otro objeto raro hoy?
—Una momia de Ramsés. Cuando vaya a tu departamento te la llevo, y de paso charlamos tranquilos sobre los libros. ¿Te parece bien?
—Sí, mami.
Clic. Corté y suspiré aliviado. Gracias a un par de bromas malas, Jorge no había notado mi preocupación. Quedaba esperar que el resto de la tarde se pasase pronto.
Sin embargo, la siguiente hora no supe qué hacer. No podía concentrarme en nada. Pensaba en el destino del pobre viejo y en el gorila con su apresurada visita. Lo más sensato era dejar que los minutos transcurriesen con normalidad hasta el cierre, manteniendo la puerta del local cerrada con llave.
Se había largado a llover con fuerzas, y eso no colaboró para que entrasen clientes; para ocuparme en algo decidí clasificar los catálogos que dormían en mi cajón. Los extraje y acomodé sobre la mesa. Les di una mirada superficial e intenté separarlos por colecciones y por temas. Quise concentrarme en la tarea, pero toda persona que se detenía a curiosear frente a la vidriera era sospechosa. Era inútil hacer algo en ese estado. ¿Buscaban el Halcón Maltés, acaso? Yo era inocente, lo tenía el detective de la Agencia Continental, bien escondido.
Estuve a punto de levantarme por otro café, aún no había podido saborear ninguno, pero comprendí que la cafeína solo me alteraría más. En ese momento sonó el teléfono. Lo primero que pensé fue en Jorge.
—Buenas tardes —respondió una voz masculina madura— ¿con quién tengo el gusto?
—¿Con quién desea usted hablar? —repregunté porfiado.
—¿Usted es el encargado? Estoy llamando de parte del señor Hilario Gladzco. Durante la mañana él envió a alguien por su local, ¿recuerda? — preguntó la voz y me estremecí al instante.
—Sí… yo lo atendí —fue lo que atiné a decir, impostando la voz para que no se notase cómo el temor había contraído mi garganta. Tomé aire y exhalé.
—¡Ah, bien! ¿Pudo contactarse con su hermano? —Fue directo al punto que le importaba.
—No, lamentablemente aún no… —El teléfono palpitaba en mi mano.
—¡Qué lástima! ¿En qué horario cierran hoy? Quisiera volver a llamarlo a última hora para saber si tendremos alguna buena noticia para el señor Gladzco —insistió y casi me produjo un ataque; aquella pregunta fue un verdadero mazazo en mi mente.
—¿Quiere dejarme un número telefónico? De tener novedades lo llamaré a usted a la brevedad —ofrecí como salida. Era aterrador que pudiesen aparecerse por el local o esperarme por los alrededores.
—¿Mañana feriado abren? —consultó ignorando mi propuesta.
—No, es 9 de Julio.
—Bien, entonces llamaré más tarde. Gracias —fue lo último que dijo antes de cortar.
Un hormigueo me comenzó a recorrer abruptamente todo el cuerpo; decenas de movimientos intestinales me descargaron puntadas dolorosas en el abdomen.
Cuando miré mi cronómetro por última vez aún quedaban quince minutos para el horario habitual de cierre. La bella imitación de un reloj de Henlein7 en lo alto del escaparate central parecía no inmutarse junto a la clepsidra que me remitía al tiempo de los faraones. El apuro era únicamente mío, no del dios Cronos.
Resistí la tentación de marcharme antes; esperé hasta la hora señalada, y repetí el ritual de todos los días, ordenando esto y apagando aquello.
Mientras terminaba de activar la alarma comenzó a sonar el teléfono en medio del silencio. Quedé inmóvil, sin acabar nunca de bajar el interruptor del tablero. Mi corazón comenzó a latir desbordado y sentí caer un ligero sudor entre mis manos. El aparato seguía sonando insistentemente, una y otra vez, pero yo no pensaba responder ese llamado por nada del mundo.
Parpadeé buscando ignorarlo, y acabé de una buena vez por activar el interruptor.
Miré instintivamente hacia la calle, esperando encontrarme alguien en la vereda, y sentí alivio al ver que nuestro vecino se encontraba fuera de su local, a punto de retirarse.
Aproveché la ocasión y salí a colocar los candados en la persiana. Él estaba de espaldas, así que lo saludé para llamar su atención mientras presionaba el último cerrojo. Se acercó y me preguntó por Jorge, extrañado de verme solo durante todo el día y, tras recordarme que el próximo viernes teníamos acordado compartir un almuerzo, se despidió dejándome en soledad.
Me restaba desandar las cuatro cuadras que me distanciaban del garaje donde descansaba mi automóvil.
Eran poco más de las seis y la calle estaba casi desierta. Ya no llovía, pero el frío invernal era profundo. Lancé un frágil suspiro y las volutas de humo se perdieron lentamente por el aire. Solo el sonido de unos pocos vehículos que circulaban por la zona indicaba que no todo estaba muerto.
Apresuré mis pasos superando la cuesta hacia plaza Dorrego; sabía que, a pesar del intenso frío, en aquel lugar habría algo de movimiento. Los bares estarían abiertos, invadidos como cada anochecer por turistas y el after hour de los oficinistas de microcentro.
Mis manos buscaron calidez dentro de los bolsillos del sobretodo, y recuerdo que marché encogido de hombros porque cada tanto una ráfaga de aire me obligaba a voltear la mirada para no recibir de lleno esa masa helada sobre mi rostro. En uno de esos giros creí observar que alguien vestido de sombrero y sobretodo impermeable venía siguiéndome por la otra vereda. La calle era estrecha, y los metros que nos separaban no eran tantos, quizá unos veinte. Instintivamente apresuré los pasos e intenté agudizar los oídos tratando de advertir si la distancia entre aquellas pisadas y las mías se mantenían constantes. Una combi turística pasó lentamente con rumbo a Plaza de Mayo haciendo suficiente ruido sobre el empedrado como para que yo perdiese el contacto sonoro.
Llegando a la altura del pasaje Giuffra, volví a entreoír las pisadas, como si llevasen mi misma prisa pero cargadas de perversidad. El corazón comenzó a golpearme el pecho, acelerado por culpa del temor a que aquel fuese un lugar perfecto para que la sombra me abordase y nadie pudiese vernos, dada la soledad y oscuridad que dominaban la cuadra. Atemorizado, giré la mirada cautelosamente hacia mi derecha, pero solo distinguí fugazmente la silueta de la Facultad de Ingeniería lejos al fondo. Quien me estuviese siguiendo había decidido cruzarse de vereda por detrás de mí.
Cientos de locales con sus persianas bajas y puertas antiguas pegadas unas a otras fueron testigos del terror que sentí en esos momentos. Imaginaba los ojos de aquel sujeto clavados en mi espalda, esperando la ocasión propicia para atacarme. Rogaba llegar cuanto antes a la cochera o, al menos, adonde hubiese algo de aglomeración de gente.
Sabía que del miedo me brotaría un gran coraje en el instante en que fuese atacado. Lo intentaría golpear con todo lo que tuviese a mano, incluidos los adoquines del suelo. Imaginé que las gacelas del Serengueti se sentirían así cuando eran asediadas por sus depredadores. El instinto de querer seguir vivas las empujaba a correr primero y, cuando eran alcanzadas, nunca se entregaban sin lanzar contra sus verdugos cuantas coces pudiesen. Apreté fuertemente los puños dentro del sobretodo con la seguridad de que le sacudiría con todas las fuerzas en cuanto me rozase.
Crucé Carlos Calvo y pasé frente a las cortinas bajas de un colega. Un automóvil pasó silenciosamente, iluminando con sus faros el suelo mojado y los reflejos húmedos brillaron con intensidad. Apuré un poco más las piernas y me emocioné al divisar las luces de los primeros pubs.
Con gran alivio logré alcanzar Plaza Dorrego; me encontré con el ajetreo que había deseado, especialmente jóvenes que al final de la jornada laboral se refugiaban de a cientos en los bares que rodeaban la pequeña y coqueta plazoleta.
Por un instante me sentí calmo. Me detuve y volteé la cabeza, simulando buscar con la mirada algún conocido entre la muchedumbre, y me encontré con que aquella figura de sombrero ya no estaba detrás de mí.
Suspiré aliviado, sabiendo que no debía temer nada; de todos modos recorrí los pocos metros que me separaban de la cochera a paso veloz, y solo tras poner el auto en marcha sonreí tontamente, avergonzado de mis paranoicos sentimientos.
Salí del estacionamiento y me dirigí hacia la subida de la autopista negándome a creer todo lo que me había tocado vivir desde temprano.
Aquel día lleno de malas sorpresas estaba llegando a su fin, afortunadamente.