XII
Mi siguiente parada fue la Biblioteca Nacional, cuya monumental construcción de hormigón armado no podía permanecer ajena a ninguna mirada, incluso distraída. Mientras subía apresurado por las escalinatas exteriores, reconocí a lo lejos una figura conocida que estaba por retirarse. Me sorprendí de volver a verlo, y esperé hasta que nuestros pasos se topasen para saludar al licenciado Bustos.
—¡Estimado Ricardo! ¡Qué gran sorpresa coincidir por aquí! —Me saludó con un cálido apretón de manos.
—Es verdad. Presumo que habrá terminado de trabajar por hoy — aventuré al tiempo que nos hacíamos a un costado para no estorbar el paso a un grupo de universitarios que abandonaba el lugar.
—Te equivocás, hoy no he trabajado —indicó dejando en el piso un maletín que debía tener su peso—. Esta mañana he venido como un simple y ávido lector, uno más entre tantos que se acercan buscando lecturas reconfortantes, tal como veo que estás por hacer vos en este momento. ¿O venís a rastrear datos para el encargo de tu cliente?
—Ahora es usted quien se equivoca; me propongo averiguar sobre un Quijote de principios del siglo XIX y una Biblia ilustrada por Doré —le mentí a sabiendas de su interés por tener el libro de Balzano entre sus manos.
—Preveo que estás convirtiéndote en un especialista en textos antiguos. ¿Evaluás cambiar de profesión o solo estás ampliando el horizonte de tu negocio? —preguntó con una larga sonrisa—. ¿Es para un nuevo cliente o se trata del afortunado poseedor del Revelata?
Me fue inevitable no pensar en que el “afortunado poseedor” estaba en esos momentos con varios metros de tierra encima.
—Otro cliente; el encargo de estos libros lo recibió mi hermano, pero la investigación me ha tocado a mí. ¡Así es la vida! —respondí levantando los hombros y abriendo los brazos—. Por fortuna estos dos son más sencillos de rastrear, y sé que voy a obtener frutos con mayor rapidez que con aquel otro. Sin embargo, luego de verlo el sábado, me quedé pensando… ¿cree usted que alguna biblioteca pueda ofrecerme más información sobre el Revelata? Se me ocurrió que quizás en alguna sede de la orden jesuítica tuviesen algo, ya que Balzano perteneció a ella —precisé con estudiada inocencia. Mi intención era lograr que él se ofreciese a orientarme con la colección del Fondo Histórico que estaba a punto de consultar.
—Considero que, con mucha suerte de tu lado, tal vez en la Biblioteca Mayor de la Universidad de Córdoba puedas encontrar algo… pero sinceramente no lo creo —sentenció negando con la cabeza—. Como te he dicho, Balzano fue condenado por herejía y por ende borrado del mapa literario católico. Nadie fue tan tonto para poner en peligro su cabeza escribiendo acerca de él.
Me afligió que no me hubiese mencionado nada acerca de la colección a cargo del padre Di Anzio. Era improbable que no conociese de su existencia, y supuse que Bustos no habría querido comprometerse demasiado y por eso había eludido hacerme cualquier comentario. Yo, sin embargo, insistí una vez más por su ayuda.
—¿Considera factible que pueda hallar aquí mismo alguna bibliografía, aunque fuese mínima? Tal vez si usted me orientase podría aprovechar el hecho de habernos cruzado nuevamente para consultar los tomos apropiados.
—Dentro podrás encontrar casi cualquier cosa que te apetezca de textos históricos y modernos, pero nada de nada relacionado con Balzano — sentenció de manera tajante—. ¿Tuviste ocasión de plantearle a tu cliente si él estaría de acuerdo con que yo examinase su libro? Realmente me encantaría poder revisar esa reliquia de cerca con mis propios ojos.
Bustos estaba más expectante de mi respuesta que yo de la suya. No había manera de negar que estaba deseoso de contemplar esa rareza aunque fuese por unos pocos minutos. Era evidente la pasión que aquel hombre sentía por los textos antiguos. Como reconocido bibliófilo no disimulaba el placer que le proporcionaban las páginas cargadas de historia.
—Lamentablemente no he vuelto a comunicarme con el señor Gladzco; tengo entendido que él está de viaje —respondí a sabiendas de no estar mintiéndole.
Tras mi respuesta, noté claramente cómo su rostro dibujó una viva contrariedad; sentí algo de culpa por estar causándole esa clase de sufrimiento intelectual, pero daba por seguro que el licenciado descubriría las claves automáticamente de permitirle unos instantes con el tomo.
—Supongo que tendrás el ejemplar a buen resguardo, en algún lugar seguro de tu local, ¿verdad? —me indagó interesado por la protección que le estaba brindando.
—No —respondí señalando con la mirada unos vehículos estacionados—; en realidad lo tengo bien escondido en el baúl, envuelto entre unas sábanas, debajo del crique.
—¡¿Cómo que en el baúl?! —se sobresaltó sin entender que se trataba de una broma. Bustos debió de cuestionarse en qué manos había caído el libro.
—No se asuste, licenciado —lo tranquilicé con una sonrisa—. El libro está bien a salvo en una caja de seguridad bancaria. En nuestro local no hubiésemos tenido modo de conservarlo adecuadamente.
Era imposible no tentarse a imaginar los hipotéticos gestos de Bustos de haber visto el Revelata dentro del freezer de mi hermano.
—No tenía conocida tu faceta bromista —dijo con una sonrisa acusadora, aún recuperándose del impacto—. ¡Me lograste dar un buen susto! Pero bien, Ricardo, el tiempo es oro; te deseo mucha suerte con los otros textos. Estoy seguro de que saldrás de aquí satisfecho.
Tras despedirnos, continué ascendiendo por los escalones hasta llegar a las puertas del hall de acceso, pensando en las razones por las que Bustos no habría querido mencionarme nada del Fondo Histórico; de todos modos estábamos a mano, porque yo tampoco le había facilitado el contacto con el texto de Lemerium Balzano.
Encandilado por la grandeza cinematográfica de los interiores del edificio, me acerqué a la mesa de recepción y pedí por la señorita Irene Bodart, comunicando que venía de parte del padre Di Anzio. La recepcionista me envió al primer subsuelo. Mientras avanzaba hacia el ascensor, atravesando una gigantesca sala de lectura con cientos de mesas, extraje mi pequeño cuaderno de notas con el texto en clave que había copiado del libro y le eché una nueva mirada. ¿Por dónde comenzar a utilizar las cuatro horas de las que disponía?
Un guardia receloso me detuvo apenas pisé la entrada del sector de la Sala del Tesoro Libros, y tuve que presentarle mi acreditación. Mientras aguardaba en el pasillo a que chequease que todo estuviese en orden, noté que en la puerta de ingreso al recinto había un crespón negro, y deseé que no fuese un signo de mal agüero.
Tras un llamado por intercomunicador, el guardia me informó que la señorita Bodart vendría a recibirme en breve.
Me sentí un tanto incómodo mientras esperaba. Todo se veía extremadamente ceremonioso y anhelé no desencajar en ese ámbito reservado para unos pocos intelectuales de sólida reputación. Mi presencia era la de un profano.
Detrás de una ventana de vidrio circular podía observarse algo del interior de aquel lugar tan custodiado; di entonces un paso adelante y eché una ojeada curiosa. Distinguí unas pocas mesas individuales con el tamaño suficiente como para tomar apuntes y leer cómodamente, y me imaginé ya instalado, sentado con varios tomos en derredor mientras buscaba ansiosamente datos y pistas. El guardia interrumpió mis sueños para darme un par de recomendaciones sobre las normas de seguridad, haciendo hincapié en lo que me estaría prohibido hacer una vez que ingresase a la sala.
—¿Señor Laffont? —una suave voz llamó a mis espaldas.
Irene Bodart era una muchacha de unos treinta años, de la que muchos hubiesen dicho que era una chica común, aunque yo la vi guapa, dueña de una figura delgada y atractiva, pero no exuberante. Su rostro lánguido, de tantas horas en aquel subsuelo, y la palidez de su piel contrastaban con los cabellos oscuros que brillaban de lacios en su rodete. Toda ella reflejaba una cierta melancolía que me atrajo de inmediato.
—Soy yo —respondí acercándome. Los tacones aguja que llevaba en sus pies le hacían parecer un poco más alta que yo, y seguramente por eso me erguí instintivamente—. Supongo que usted será Irene, la representante del padre Di Anzio —sonreí extendiéndole la mano mientras el guardia se hacía a un lado y volvía aburrido a su butaca.
—En verdad no soy representante del padre —me aclaró acomodándose unos pequeños lentes que le daban un inocente aire intelectual—. Trabajo para la biblioteca en la Oficina de Acreditaciones, un puesto de enlace entre la colección del Fondo Histórico a cargo del padre y los investigadores que llegan a consultar los libros.
—Creí que usted era algo así como su secretaria privada.
—No, no. Me ocupo de la tramitación de los permisos. Digamos que estoy a cargo de las acreditaciones.
—Entonces debo entregarle esto —dije extendiéndole el documento firmado por el padre Di Anzio.
Lo tomó con una sonrisa y me pidió que la siguiese.
Cruzamos un sobrio corredor con muchos retratos de literatos celebres hasta llegar frente a una puerta moderna de cristal aislante por la que ingresamos al recinto del Tesoro. Una vez dentro, fuimos hasta su escritorio, donde me entregó una ficha que luego adjuntó al documento firmado por el sacerdote; una vez terminado el acto burocrático me brindó una sucinta explicación del uso de los archivos y del modo en que debía solicitar al encargado cada volumen que desease consultar, siempre de a uno por vez.
Me pidió que tuviese especial atención con las normas de conservación de los libros, y me recalcó las prohibiciones en cuanto a su manipulación. Afortunadamente no había heladeras ni freezers en ese sector.
—Siéntase libre de consultarme cuantas dudas tenga —me dijo—. El padre me dio instrucciones de ayudarlo con todo lo que necesite.
Tras agradecerle, me dejó frente a una de las terminales desde donde realizar las búsquedas del material mediante un sencillo programa, sin necesidad de las viejas y tediosas fichas de cartón que esperaba encontrar.
Al obtener el pase había imaginado –idílicamente, lo reconozco– que me estaría permitido deambular por entre largos corredores atestados de libros antiguos con olores de otras épocas, cuyos anaqueles llegarían hasta el mismísimo cielorraso, y que podría elegir y examinar con libertad los títulos que me interesasen; la realidad era mucho más distante y fría: solo un teclado de ordenador y una cómoda mesa.
Me senté frente a la pantalla con la angustia de tener la mente en blanco y el reloj corriendo desde hacía unos minutos. ¿Por dónde debía comenzar si tan solo contaba con un papel escrito en clave?
Con un mazazo de realidad descubrí lo impulsivo que había sido al no planear lo que haría cuando tuviese acceso a la biblioteca. Me arrepentí de no haber conversado un poco más con el curita, quien conocía del libro y su autor. En resumen, me lamenté del pésimo uso que estaba haciendo de aquel permiso mágico.
Sin otra cosa en mente, atiné a tipear de manera mecánica “Apocalipsis Revelata” en el programa de búsqueda, solamente por el hecho de probar alguna cosa y no quedarme de brazos cruzados como hasta entonces.
Tan pronto como le di a la tecla de entrada se mostraron en pantalla los detalles relacionados con el libro. Figuraba en estado “No disponible”, pero los primeros números que lo acompañaban me dejaron entumecido en el asiento. Extraje de modo atolondrado por el apuro mi copia de la clave escrita en cloruro de cobalto y observé absorto la secuencia, sin dar crédito a lo que veía. Era imposible equivocarse: S-2 264 03 12 84-02-0909-9. ¡La misma secuencia de números ahora se me mostraba en pantalla!
Fui volando en búsqueda de Irene, sin siquiera pensar en si le sería molesto que la interrumpiese tan pronto.
De hecho, ella estaba concentrada frente a su monitor y se sorprendió con mi presencia.
—Irene, discúlpeme —dije acercándome a un lado de su escritorio. Su boca, lejos de demostrar fastidio, me regaló una sonrisa amistosa—. Necesito consultarle por un libro que figura en estado “No disponible”, y quisiera también pedirle que me informase sobre el sistema de catalogación que utilizan aquí.
En un principio me miró extrañada, sin llegar a comprender plenamente a lo que me estaba refiriendo; ella aún no había reparado en que yo era apenas un novato jugando al investigador especializado, ni que era la primera vez que pisaba aquella magistral sala de consultas.
—¿Cómo? —atinó a decir confundida.
—Tipeé el nombre en la solapa de búsquedas, y me sale “No disponible” —repetí haciendo ademanes con mis dedos como si estuviesen escribiendo en un teclado invisible.
Irene carraspeó un poco, disimulando una risita al ver mis dedos posados sobre las teclas imaginarias.
—Desgraciadamente, si un volumen está en situación de “No disponible” no podré ayudarlo, señor Laffont, pues tal como la leyenda indica… no está disponible —respondió de manera sencilla, mirándome a través de la montura de sus pequeños anteojos.
—Sí, claro, lo entiendo, por eso es que está no disponible, ¿pero qué significa exactamente? Quiero decir… —intenté explicarme de mejor manera, tratando de no parecerle ignorante. Sin darme cuenta estaba emocionado hablando en voz alta, por lo que ella me hizo un desesperado gesto de silencio—. Perdón… —debí disculparme avergonzado—.
¿Significa que está actualmente en manos de alguien en la sala o que se lo han llevado en préstamo? De ser así, ¿se puede conocer la fecha en que será devuelto?
Mis preguntas brotaron precipitadas unas con otras, chocando en sus oídos y confundiéndola. A pesar de eso ella se sonrió de manera calma y, sin perder su buen humor, intentó aclarar mi desorden intelectual.
—Los libros, pergaminos o manuscritos de esta colección jamás se prestan —me aclaró en primer lugar, como si aquello fuese algo ya sabido por todos—. Sea quien sea, incluso el presidente, debe consultarlos únicamente aquí dentro de la sala, siempre con la debida autorización. Cuando un volumen no está disponible es siempre de forma temporaria: puede ocurrir que esté siendo utilizado ahora mismo en consulta, o que quizá se encuentre en restauración, algo bastante común con los textos de mayor antigüedad —respondió bajando la voz hasta convertirla en un susurro.
—Comprendo. ¿Pero qué hay en cuanto al sistema de catalogación? ¿Qué tipo de números y letras indexan a cada texto? —insistí con ansias de entender aquel entramado alfanumérico.
Irene me observó más extrañada que antes, tratando de comprender adónde quería llegar yo con esa rara pregunta.
—En la sala principal de lectura del piso superior, abierta para público en general, tenemos disponible mucho material interesante sobre sistemas de catalogación bibliotecaria. Si realmente le interesa buscar información sobre el tema le recomendaría dirigirse a ese sector.
Irene finalmente había descubierto que estaba frente a un absoluto novato. Un minuto le había sido suficiente.
Le pedí gentilmente si podía acompañarme hasta la pantalla del monitor para que viese aquello que yo necesitaba saber y que no lograba explicarle correctamente. Afortunadamente para mí, se acercó de manera amable, sin dar muestras de disgusto; cuando nos paramos frente a la maquina aún estaba visible mi búsqueda; a ella le bastó solo un vistazo para comprender cuál era el quid de toda mi ignorancia.
—Bien… lo que usted deseaba preguntarme era acerca de la clasificación bibliográfica —se dijo más bien para sí misma, con una sonrisa satisfecha —, el “S-2” significa que este libro se encuentra en el sector 2; “264”, según nomenclatura internacional, significa que se trata de un texto cuya materia principal es religión; “03” y “12” representan los números de pasillo y estante del sector respectivo; y por ultimo “84-02-0909-9” es el código asignado de ISBN, el número estándar internacional de libro, algo semejante a su DNI —recitó fácilmente de memoria—. ¿Alguna otra duda que deseé preguntar?
—No, muchas gracias. Ha sido muy amable —respondí, feliz de poseer la punta de un ovillo misterioso que me sumergiría dentro de las aguas oscuras de ese secreto con algo más de luz. ¡Tenía algo grande por donde comenzar!
Irene se marchó y extraje con pulso tembloroso el papel copiado a mano. Había descubierto el significado de esos caracteres que alguien había ocultado intencionalmente en aquella página del libro.
Releí la leyenda en latín y entonces cobró un nuevo sentido para mí: «Quien ama el peligro, en él perecerá». ¿Era una referencia a la terrible condena de Balzano? ¿O me hablaba ahora a mí?
Extremadamente entusiasmado, pasé con rapidez al siguiente párrafo que surgió en aquel texto oculto:
S4 822 01 06 0-520-23980-6 93
Gracias a la explicación que Irene me había dado, me centré en completar en la solapa de búsquedas solamente el campo reservado al ISBN: “0-52023980-6”.
Confieso que mis ojos quedaron deslumbrados al advertir que el resultado me remitía hacia un libro tangible, real y conocido por mí. Sin embargo, quedé confundido preguntándome qué diablos tendría que ver Domingo Faustino Sarmiento en todo aquello.
Su “Civilización y barbarie” era lo que la búsqueda había arrojado en pantalla, e inmediatamente fui a solicitárselo al encargado de mostrador.
Cuando estuve frente al empleado –conociendo ya el sistema de operatoria de la sala–, le pregunté si alguien había solicitado el libro de Balzano. Solo estaban ocupadas otras dos mesas, pero no resultaba decoroso acercarme a cada una para husmear qué estaban leyendo. El muchacho negó, con un desganado movimiento, que alguien se lo hubiese pedido.
Con el libro de Sarmiento entre manos regresé impaciente a la mesa; me restaban tres horas y media aún para exprimir el pase de la mejor forma posible, y no pensaba desperdiciar más minutos. ¡No ahora que el juego estaba abierto y en marcha, con unos caracteres invisibles que comenzaban a hablarme con más confianza!