Alta Gracia

Capítulo XIV

 XIV


“Todo lo que la experiencia vale la pena que nos enseñe, nos lo enseña por sorpresa”.
Charles Sanders Peirce


Eran más de las cinco y me encontraba descendiendo por las escalinatas de la biblioteca, plenamente satisfecho de los resultados conseguidos tras una tarde cargada de asombros.
Aquella clave ya había cobrado sentido, existía una verdadera historia que iba formándose en un orden establecido a partir de los extractos seleccionados entre esos libros; todo giraba en torno al pasado jesuita. Ciertamente me faltaba parte del relato, pero encontraría el modo de poder dar con él. Quizá Bustos podría ser de ayuda, sin dejar de lado los conocimientos del padre Di Anzio; no obstante, tampoco era cuestión de tornarme molesto con ellos. El encargo de una tasación no justificaba un interés tan desmedido.
Como todavía restaban cerca de tres horas para ir hasta casa de Jorge, decidí matar el tiempo en la hermosa plazoleta ubicada al pie de la explanada. El sol agonizaba, pero sus rayos iluminaban con cierta calidez aquel bonito y placido lugar.
Me senté en uno de los bancos que quedaban por fuera de las sombras que proyectaban las copas de los inmensos árboles; estaba algo mareado por tantas horas de lectura. Busqué algo relajante y, con la mirada clavada en la fuente de agua central del paseo, me puse a meditar sobre cuánto había logrado avanzar, repasando los sucesos de ese mundo pasado y presente a la vez. Necesitaba tratar de asimilar todo lo leído; el armado de una trama policial con descubrimientos secretos capaces de acabar con la vida de Gladzco sonaba fantástico, pero sin embargo ahí estaban las pruebas frente a mí, absorbido por textos que fluyeron acerca de la historia de la orden, la obtención de sus inmensas riquezas, su caída final y el saqueo cultural.
¿Se trataba de una investigación metódica, en la que las asociaciones desembocarían en algo puntual? Me reí pensando en que quizá todo el asunto girase únicamente alrededor de una gran chanza montada por un erudito bromista que disfrutaba a mis espaldas viéndome digerir su infructuoso mensaje oculto.
No pude dejar de reflexionar sobre la finalidad de mi interés: ¿Qué pensaba encontrar? ¿Un tesoro? ¡De ninguna manera! Tal vez mi parte ya estaba hecha con haber logrado develar los trazos enigmáticos y simplemente debía darme por satisfecho, sin pretender nada más.
Estaba tan abstraído y relajado que solo volví a la realidad cuando una ambulancia pasó a toda velocidad con sus sirenas encendidas haciendo que las decenas de palomas que estaban cerca de mí se levantasen abruptamente en un vuelo sincronizado.
Cerré los ojos nuevamente, e incliné la cabeza hacia el cielo manteniendo una respiración lenta y profunda, dejando que el olor al pasto mojado llenase mis pulmones durante un buen tiempo. La tarde se estaba muriendo y el viento comenzaba a sentirse de manera cruda en mis manos. Noté que el aire era mucho más frio y que ellas estaban comenzando a temblar. Recordé que durante el camino de ida había visto de pasada la fachada de un bonito bar muy cerca de allí, y razoné que era mejor disfrutar de buen café que pescar un resfriado.
Me puse de pie y, al girar, noté que, en uno de los bancos cercanos, su ocupante seguía mis movimientos. Durante el atardecer del día anterior había sentido una presencia amenazante similar a lo largo de la solitaria caminata hacia el estacionamiento, y mis nervios habían quedado en alerta.
Dentro de los límites de la plaza me encontraba seguro, rodeado por bastante gente; muchos niños con sus padres correteaban alegres por aquí y allá en el césped, un par de jóvenes amantes se prodigaban cariños y arrumacos para protegerse de la brisa, y unos cuantos solitarios –como yo– estaban simplemente sentados sin nada que hacer. Me mantuve atento, fuese aquel sujeto una amenaza real o no. Mi sensación no era de miedo, sino de cautela.
Tomé el pequeño bolso con mis apuntes que estaban apoyados en el banco y me puse en movimiento, decidido a cruzar la calle; tras unos pocos metros comprobé que aquel seguía mis pasos a la distancia sin disimular sus intenciones.
Una vez que estuve del otro lado de la calzada tomé dirección Norte; el bar se encontraba a solo dos cuadras. Había movimiento en la calle, lo que era algo tranquilizador. Incluso percibí que, a unos cincuenta metros más adelante, un policía estaba de guardia frente a la puerta de una embajada. Planeé detenerme cerca de él, simulando estar atando mi calzado para obligar a que aquel otro quedase forzosamente por delante de mí.
Me incliné tomando uno de los cordones, pero al torcer la mirada noté que el extraño se encontraba detenido frente a la vidriera de una inmobiliaria. No perdí oportunidad de echar una radiografía suya: se trataba de un hombre de mediana edad, más alto que yo, y de espaldas bien formadas. No pude distinguir otra cosa, pues llevaba una bufanda gris que le cubría tanto boca como nariz, por lo que era imposible saber –más allá del cabello castaño– siquiera si portaba barba.
Lo miré fijamente, y el desconocido me devolvió la mirada del mismo modo tajante durante unos instantes. Si es que estaba siguiéndome, al menos ya sabría que lo había descubierto.
Me puse de pie, reanudé la marcha y advertí por el sonido de sus pasos que él había decidido hacer lo mismo. No negaré que me resultó inquietante seguir teniéndolo a mis espaldas, ni pasaré por alto que sentí deseos de volver a pasarme de vereda tan solo para comprobar si él haría lo mismo, pero el café estaba a solo unos pasos, así que desistí de todas esas tonterías.
De todos modos, hubiese sido una enorme estupidez creer que el sujeto hubiese podido abordarme en plena avenida Las Heras. Mi mente estaba creándome una realidad paralela paranoica.
Al cruzar la puerta me sentí más distendido, olvidándome de aquel hombre. Desde la entrada eché un vistazo general en búsqueda de una mesa libre, y cuál no habrá sido mi sorpresa al descubrir que, al fondo, sentada en soledad y leyendo un pequeño libro, se encontraba Irene.
Dudé si debía acercarme a saludarla; no quería invadir su espacio ni tranquilidad. Era notorio que por algo ella había elegido una mesa retirada intencionalmente. Sin embrago, me descubrió al levantar un instante la vista, y haciendo un leve ademán con sus manos pareció estar llamándome, o al menos eso quise suponer.
Aquel bar era un lugar perfecto tanto para conversar de forma relajada como para tener una cita: las mesas se encontraban dispuestas de un modo tan desordenado que terminaban estando bien ubicadas para que cada una estuviese a distancia prudente de las demás. Varias farolas en las paredes iluminaban de forma indirecta con su luz amarillenta, creando un halo íntimo a cada espacio, y armaban a la vez un bello juego con el verde intenso que iluminaba los macetones sobre los lados del local. Una barra central era el punto desde donde convergían todas las mesas. Me agradó que la música ambiental tuviese el volumen exacto para permitir una charla íntima, y silenciar a la vez los murmullos de las demás mesas.
—Es una sorpresa encontrarla por aquí, Irene —la saludé con una sonrisa abierta—. ¿Espera a alguien o puedo acompañarla con un café? Vengo de la plazoleta ¡y me he congelado realmente!
—No hay ningún inconveniente, Ricardo —me alegró que me llamase por mi nombre—; la silla está libre y un poco de buena charla me hará sentir bien. Por mi trabajo permanezco unas cuantas horas callada, así que…
—Es el punto negativo de trabajar en una biblioteca, ¿verdad? —acoté mientras tomaba asiento frente a ella—. Supongo que lidiará a diario con los fundamentalistas del silencio.
—En verdad, no. Quienes tienen acceso frecuente a la sala es gente con mucha experiencia, así que ellos tienen más que en claro las pautas de conducta, y nadie debe pedirles silencio.
—Digamos entonces que hoy rompí doblemente esa tradición. Está demostrado que siempre existe la excepción que confirma la regla.
Reconocí que era una broma estúpida, pero logré de imprevisto arrancarle una hermosa sonrisa. A lo largo de la tarde había descubierto que ella gustaba de sonreír muy a menudo y que, además, tenía el don de contagiar con facilidad ese gesto a quien estuviese junto a ella.
Uno de los mozos se acercó y pedimos un café para cada uno.
—¿Interrumpí una lectura interesante? —pregunté señalando el libro que ella había dejado boca abajo.
—La trama es muy buena, pero puede esperar un rato. Anne Elliot no se irá a ningún lado sin mí.
—¿Jane Austin?
—Sí —se sorprendió sin ocultarlo—. Cada tanto me da por volver a mis primeras lecturas. Sé que ni Umberto Eco se pondrá celoso y que tampoco Unamuno dejará de dirigirme la palabra por eso.
—Opino de igual manera; en mi caso siempre vuelvo a Sherlock, y jamás Hércules Poirot o Maigret se ofenden. Cada uno tiene su lugar en mi corazón.
Era cuestión de dar ese primer paso que rompiese el hielo entre nosotros; a partir de ese entonces la conversación se fue dando de forma espontánea, volviéndose más suelta a medida que pasaba el tiempo. Comenzamos espontáneamente a tutearnos y descubrí que detrás de sus lentes se escondían unos ojos oscuros cargados de inteligencia.
Hablamos sobre su trabajo, de su amor por los libros, y sobre sus autores preferidos.
Me confió que había tenido una infancia solitaria –se consideraba una chica “rara”, según sus propias palabras–, en la que la mayoría sus compañeras la ignoraban incluso durante los recreos.
—Quizás haya sido porque siempre fui bastante más alta que las demás, y eso hacía que no quisiesen estar conmigo. Conocí otras personas que fueron también menospreciadas por sus rasgos físicos —dijo sin resentimientos.
Esa amistad ignorada y el nunca haber podido formar un grupo real de amigos la empujó a que rápidamente supliese todos los vacíos con las vidas de sus heroínas de las novelas –Scarlett, Catherine Morland y Elizabeth Bennet–, y desde entonces jamás había abandonado el gusto por la lectura. Se consideraba una lectora empedernida.
—Siempre me gustó la independencia de Elizabeth; fue lo suficientemente valiente y orgullosa para luchar contra los rígidos estereotipos de su época. Hoy sería, casi con seguridad, la líder de algún movimiento feminista —bromeó.
—Sin embargo, su orgullo exagerado desembocó en un prejuicio que puso en riesgo su relación con Darcy… —observé con suspicacia, inclinándome por la contraparte masculina de la historia.
—En cierto modo sí —aceptó tras una aparente reflexión— pero es que él también era un hombre altivo, ¡y no menos orgulloso que ella! —refutó con mirada cómplice.
—Es cierto; pero reconozcamos que fue él quien aceptó finalmente los puntos de vista de ella, procurando no perder su amor solo por orgullo.
—Fue un empate técnico y ambos felices —concluyó Irene satisfecha—. Lo que me sorprende es saber que hayas leído esa novela. La mayoría de los hombres consideran que se trata solo de literatura femenina, y la rechazan de plano —comentó admirada.
—No tengo ningún orgullo y prejuicio contra las novelas de época, ni contra las de corte romántico —respondí con un guiño.
—Eso es hablar con sensatez.
—Y sentimientos —completé y reímos tontamente de manera espontánea.
—Uno no debería privarse de ninguno de los mundos que la buena lectura nos propone. ¿No fue Borges quien dijo que el libro es una extensión de la imaginación y la memoria? —pregunté.
—No estoy segura de que haya sido él, pero sí de que nuestros cafés están a punto de congelarse.
—¡Es cierto! Y no sería la primera vez que me ocurre esta semana.
Di un sorbo a mi taza pensando en lo bien que lo estaba pasando y recordando que llevaba demasiado tiempo sin compartir una charla amena con una chica; ella saboreaba su café de manera sencilla. Estaba alegre. La miré por un pequeñísimo instante sin que lo notase y confirmé lo bonita que era. Bajé la vista hacia mi taza y me dejé llevar por la melodía que había comenzado a sonar desde algún lugar del bar.
Descubrí que ella también disfrutaba de aquella canción con los ojos semicerrados mientras jugueteaba con la taza vacía.
When you were here before Couldn’t look you in the eye You’re just like an angel Your skin makes me cry.
—Esta canción me gusta mucho —dijo mirándome a través de los lentes, como si estuviese por hacer una confesión—. Te conté cómo de chiquita me hicieron sentir un bicho raro, vivir momentos solitarios; de algún modo la hice mía, y no dejo de emocionarme cuando la oigo.
But I’m a creep I’m a weirdo What the hell am I doin’ here? I don’t belong here
La interpretación del estribillo lograba transmitir una fuerza desgarradora y emocionante. Noté que ambas sensaciones recorrían el alma de Irene por el modo con que movía silenciosamente los labios siguiendo cada estrofa con una devoción religiosa.
Quedamos en silencio hasta dejar que el tema terminase, y recién entonces ella retomó la palabra –con los ojos cargados de nostalgia– comentándome que siempre supo, desde joven, que estudiaría Letras, y que esa era la causa por la que había recalado en la Biblioteca Nacional desde hacía cinco años.
—Hoy te noté muy fascinado con tu tarea —dijo girando el eje de la charla hacia mí—. ¿Sos investigador o un escritor trabajando en algún ensayo histórico?
—Espero no desilusionarte, pero no soy eso ni aquello —hice una breve pausa jugando al misterio—. Dudo que puedas adivinar cuál es mi profesión —respondí proponiéndole una adivinanza.
—Tal vez seas un cazador de tesoros. ¡Sí!, ¡me figuro que esta tarde estabas buscando un mapa perdido! —arriesgó con cara risueña.
Negué con la cabeza, afirmando que el único mapa valioso que necesité buscar había sido cuando visité Parque Chas.
—¡Es un mito eso de Parque Chas! —indicó alegremente—. ¡Sus calles no son tan laberínticas como la gente suele decir! De hecho, este sábado estuve en lo de mi tía que vive en la calle Berlín ¡y aquí estoy sentada!
—Te felicito; yo, en cambio, hace casi dos años perdí ahí dentro a un amigo que cometió la torpeza de entrar sin el hilo de Ariadna; creo que sigue vivo gracias a unos vecinos que lo alimentan. —Ella no dejaba de sonreírse complacida. Me gustaba observarla cuando estaba feliz.
Le pregunté, en el mismo tono animado, qué razón la había llevado a proponer que yo fuese un cazador de tesoros.
—En los últimos meses tuvimos muchísimas visitas por parte de un investigador… un hombre de carácter muy particular —expuso como si lo estuviese viendo—, al que después de verlo durante días enteros leyendo obsesivamente todo lo relacionado con la historia de los jesuitas, llegué a creer que había enloquecido como Don Quijote; y como esta tarde mencionaste que tus libros de consulta giraban también en torno a la Compañía de Jesús... ¡Pero no lo tomes a mal, Ricardo! —señaló con frescura, colocando sus manos cruzadas sobre el pecho—. ¡Era solo una broma! Aquel hombre sí pareció haberse vuelto verdaderamente loco.
—Espero no haber actuado de manera similar —dije—, ¿pero por qué pensaste que estaba loco?
Me interesó mucho que me contase sobre ese sujeto. Di por sentado que yo había estado indagando bajo las mismas pistas que él.
—Es que una tarde —explicó riéndose—, tras verlo salir bastante enojado, se acercó a mí y me dijo –a razón de nada– que el tesoro perdido de la orden existía realmente y que lo encontraría pronto, del mismo modo en que Schliemann8 había hallado Troya siguiendo a Homero.
—Entonces es que hoy me excedí en mi entusiasmo si te recordé a ese tipo —acoté sonrojado, sin quitarme de la cabeza la historia que acababa de oír.
—El entusiasmo que noté en vos me inspiró otra cosa más saludable. Creí ver la felicidad de quien encuentra lo que está buscando. Me hizo recordar aquellas épocas en que yo soñaba encontrar razones de nuestro destino en los textos clásicos —confesó casi suspirando.
—¿Ese quijotesco amigo tuyo sigue visitando la biblioteca o ya habrá encontrado su tesoro? —pregunté con demasiada curiosidad.
—Ya han pasado unas semanas desde la última vez que lo vi. —Meditó como buscando una fecha en el aire—, así que supongo que en este momento debe de estar contando todo el oro que encontró, antes de ir a depositarlo en algún banco suizo.
Reímos juntos.
No podía dejar de pensar si acaso aquel hombre fuese quien yo creía. Durante todo un buen rato habíamos establecido una creciente confianza, y me animé a curiosear, como quien dispara un dardo al azar con intención de dar al blanco por pura casualidad.
—No creo que tu enloquecido buscador de riquezas se llamase Hilario… Hilario Gladzco.
Para mi sorpresa, su risa feliz y jovial se desvaneció como una luz que se apaga de pronto, y la dulce expresión de su rostro palideció en su mirada.
—Eso… no es gracioso; no había necesidad de bromear así —dijo desaprobando mi comentario.
Un profundo silencio –que se me hizo eterno– nos acompañó por primera vez. Ella apartó su mirada, centrándose en la taza vacía que tenía frente a sí, ya sin ninguna sombra de la enorme sonrisa que tenía dibujaba unos segundos atrás. Me sentí desconcertado, viviendo algo embarazoso sin conocer la causa.
—Te pido mil perdones, Irene, si es que dije algo inapropiado no fue queriendo. ¿Pero acaso lo conocías? —musité con absoluto desconcierto.
Mi tono de voz fue lo necesariamente serio como para intentar enmendar lo que hubiese ocurrido dentro de su mente, pero su mirada continuaba absorta.
—¿Si lo conocía? ¡Esas no son bromas, Ricardo! —respondió dolida, como si yo hubiese vuelto a meter el dedo en una llaga. Creí ver una ligera lágrima corriendo bajo su parpado.
—No intento bromear, créeme, pero… —guardé silencio buscando una palabra para continuar—. ¿De dónde lo conocías? Yo no… —intenté nerviosamente decir algo, avergonzado sin saber de qué, ni cómo corregirlo.
—No es para jugar con eso —respondió dolida—. Si lo nombraste es porque sabías quien era el señor Hilario.
—Te juro realmente que no —insistí perplejo.
Ella levantó la vista hacia mí y pareció aceptar que no le estaba mintiendo, que en verdad no sabía qué relación la unía con el viejo.
—El señor Gladzco era el director del área donde trabajo —respondió recordándolo apenada—. No considero apropiado el humor negro en estos momentos, Ricardo. ¡El señor Hilario era una excelente persona! Estoy aún conmovida por lo que acaba de ocurrirle. ¡Él era muy bueno con todos nosotros!
El término “estupefacto” sería exiguo para describir el estado en que había quedado luego de oír aquello. Permanecí inmóvil en mi silla observando estúpidamente cómo la muchacha se quitaba los anteojos para secarse unas ligeras lágrimas con su pañuelo.
Recordé el crespón negro que había visto en la puerta de la sala, y tuve que admitir que aquel educado y lánguido caballero me perseguía como un fantasma errante, y que continuaba siendo una caja de sorpresas aun estando bajo tierra.
Había sido sacudido por una imprevista revelación, y me estaba mostrando como un perfecto idiota al quedarme callado delante de los ojos de aquella chica de la cual pretendía conquistar su confianza. Lo único que podía hacer era disculparme nuevamente, pero no sabía cómo. Había hecho una broma con su jefe a pocas horas de su muerte. ¿Cómo podría justificar esa idiotez?
—Te pido una vez más que me perdones, Irene —intenté arrancar de alguna manera—. Debo de parecerte, y con toda razón, un tipo estúpido y grosero, pero te juro que no creí que lo conocieses. Cometí una terrible torpeza por una desafortunada casualidad. Te había dicho que nunca adivinarías mi profesión: soy anticuario, y tu jefe vino a verme la semana pasada ofreciéndome unos objetos, y me entretuvo largamente con historias de jesuitas. Creéme que solo por eso me arriesgué a nombrarlo, pero jamás pensando que vos…
Esa verdad a medias fue lo mejor que encontré para salir del mal paso dado. La suerte y las coincidencias no estaban de mi lado. Me sentí desgraciado por haber provocado una tristeza innecesaria en ella.
—Hoy ha sido la primera vez en mi vida que pisé el subsuelo de la biblioteca —continué diciéndole—, y lo hice ignorando que Gladzco trabajase ahí, y mucho menos sabiendo que hubiese sido jefe tuyo. Te pido que me creas… porque de otro modo no tiene sentido que siga quedándome aquí —dije mientras empezaba a levantarme de la mesa.
—Está bien —indicó alzando la mirada hacia mí. Estaba francamente entristecida.
—Nunca hubiese dicho tal barbaridad de haberlo sabido. Soy tonto, pero no cruel —agregué tratando de provocar alguna reacción positiva.
—Dejémoslo ahí... simplemente ignoremos haber hablado de este tema — murmuró, secándose unas lágrimas que aún intentaban asomarse.
Me hubiese gustado poder hablar acerca de él, preguntarle sobre puntos de su vida que me permitiesen entender qué era lo que estaba ocurriendo alrededor de ese libro, pero si pretendía recuperar su confianza debía cambiar de tema.
Me sentí maldecido por la situación que había provocado, y no pude dejar de pensar que ese ejemplar del Apocalipsis Revelata estaba causando demasiados daños en mi vida. Irene era una chica muy alegre, y tuve que haber sido muy idiota para hacerla entristecer de ese modo. Podría haberle preguntado simplemente por él sin hacer ninguna broma. Era un error estúpido que podría haber evitado.
—Ahora sos vos quien se ha quedado sin decir nada —susurró ella recuperando parte de su semblante, e intentando sonreír nuevamente.
—Me siento un idiota. Nunca hubiera pensado que…
—Olvidémoslo, por favor —me interrumpió—. Te creo… de otro modo sería yo quien ahora mismo se levantaría y se iría —dijo colocando una mano sobre la mía. Sentí toda su frágil suavidad y aquello me estremeció. No supe qué era lo que debía hacer, así que simplemente dejé que aquella mano permaneciese indefinidamente donde ella la había dejado.
—Contame, si lo deseás, qué estabas investigando hoy sobre tus jesuitas —continuó ella, haciendo un esfuerzo para que la conversación retornara a los mismos cauces que antes.
Le expliqué, tratando de reponerme, que se trataba de una importante tasación de libros de esa época, y que en la monografía que acompañaría al dictamen debía mencionar brevemente algunos datos históricos extraídos de los textos consultados.
Me sentí algo mejor al reparar en que el desdichado suceso estaba quedando atrás, y le hablé un poco sobre mi vida y mis aficiones. Ambos disfrutamos nuevamente de la charla, y descubrimos que existía una conexión invisible. Decidimos pedir otra ronda de café para prolongar el encuentro; antes de llamar al mozo le eché una mirada furtiva al reloj, y al darme cuenta que eran mucho más de las ocho sentí una enorme desazón recordando que tenía una cita impostergable con mi hermano, pero en verdad no quería irme de allí.
Tuve que explicarle a Irene que estando en tan grata compañía se me había pasado completamente por alto una importante reunión; le agradecí el momento compartido, y aún creo que con su mirada intentó decirme lo mismo.
Antes de irme me recordó que haría todo lo posible por indagar acerca del libro faltante, y tras ello nos despedimos con unas sonrisas mutuas.
Había sido una tarde feliz, muy feliz para mí. Había logrado resolver el misterio de la clave y había conocido a una chica encantadora.
Con una mueca de alegría indisimulada en el rostro, atravesé el bar pensando en ella; cuando estaba próximo a la salida, mi aliento se estremeció ahogando esa felicidad que llevaba hasta ese instante.
En una mesa próxima a la única puerta que daba a la calle, estaba sentado ese hombre, y no se preocupaba en disimular que me estaba observando fijamente.
Debía pasar a su lado inevitablemente ¿y si luego salía detrás de mí? No era cuestión de correr, la calle estaba vacía.
Sentí deseos de acabar el asunto de una vez, acercándome a su mesa y preguntándole qué diablos pretendía de mí. Temí quedar como un loco montando un escándalo frente a todos, y con Irene cerca.
Mi automóvil estaba a unas seis cuadras, y eso era demasiada distancia para llegar a pie.
Al estudiar la situación, intentando no caer en la desesperación, observé cómo un colectivo se había detenido junto a una parada. Caminé hacia la puerta sin perder la calma, pero apenas gané la vereda corrí apresuradamente y alcancé a saltar dentro antes que el chofer cerrase las puertas por completo.
Miré agitado hacia atrás mientras el transporte se ponía en marcha, y noté que el extraño no había siquiera salido a la calle. ¿Qué había intentado hacer conmigo? ¿Era mi locura imaginando fantasmas en cada parroquiano? Antes de bajar –apenas unas cuadras más adelante– rogué que aquellos lejanos jesuitas no me llevasen a correr la misma suerte que Hilario Gladzco.




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