Alta Gracia

Capítulo XV

XV

“El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente, el miedo ahuyenta al amor. Y no solo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y solo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a
expulsar del hombre la humanidad misma”.
Aldous Huxley


Durante el breve trayecto en colectivo, había logrado recobrar el dominio de los nervios, y una vez dentro de mi vehículo ya había serenado también los temores; sin embargo, mientras subía por el ascensor hacia el departamento donde vivía mi hermano, comencé a sentirme angustiado, pues no sabía de qué manera comenzar a contarle.
Me detuve en el segundo piso. El palier estaba vacío; me acerqué hasta la puerta del departamento y toqué el timbre, deseando que Jorge no notase la hora exacta de demora que traía.
La llave giró dentro de la cerradura y vi surgir su figura.
—Llegás tarde —fue lo primero que dijo, y tras verme sin nada en las manos fingió mirar hacia ambos lados—. ¿Y la sorpresa de la que me hablaste? ¿Te la olvidaste en el ascensor? ¡Me había ilusionado con tener una momia para jugar al póker!
—Y no te mentí; la dejé sentada en el auto para que espante a ladrones de tumbas y estéreos. ¡Es una hazaña dejar el coche en la calle a estas horas!
Entre risas me convidó a entrar.
Colgué mi abrigo sobre un elegante perchero inglés adquirido durante una subasta en la que participamos, y me acomodé en el sillón mientras Jorge me ofrecía compulsivamente una copa del coñac que estaba bebiendo cuando llegué. «Es lo mejor para combatir este frío de miércoles», dijo devolviendo la botella al mueble bar.
—Bien, me anticipaste que teníamos algo para charlar —arrancó él, tomando asiento frente a mí—. Creo que hablaste de una tasación. Vos me dirás qué novedades hubo en la viña del señor durante mi ausencia.
—¿Y las chicas? ¿Estás solo? —Me interesé. Era preferible que Andrea no oyese nada de lo que tenía para contarle a su marido.
—Están otra vez con el asunto del garca del administrador. Si te contara las cosas que está camuflando como gastos te darían ganas de ir a fajarlo a vos también —respondió con bronca—. ¿Pero cuál es ese asunto tan importante por el que me llamaste a San Pedro? —volvió a insistir curioso.
Escarbé buscando las palabras adecuadas mientras Jorge paladeaba otro sorbo de su copa. No quería parecer un idiota, ni que supiese que había pasado miedo.
—No hay ninguna tasación, y no sé bien cómo decírtelo, pero... estamos en medio de un lío… un quilombo involuntario —largué sin dilatarlo más. Jorge me observaba expectante, esperando a que continuase.
—Es algo serio y bastante jodido, tiene que ver con los libros que nos dejaron el viernes —alcancé a completar.
—¿No hay ninguna tasación, pero traes un quilombo? ¿Qué? —Se sorprendió—. ¡Te quedas un día solo y ya te mandás un par de cagadas! — Sus muecas intentaban medir si yo estaba bromeando.
—Ayer me pasó de todo en el local. Apenas había levantado el cortinado cuando apareció un tipo… bah, un ropero… un animal salido de una película de gánsteres, pidiéndome uno de los libros del viejo; uno y no los tres, diciendo que lo necesitaba urgente; después a la tarde me llamó otro tipo por el mismo asunto.
Mi hermano me observaba, tratando de descubrir si yo estaba borracho, hablando en broma o qué.
—¡Ah! Y más tarde, para completarla, también cayó la cana… por los libros que te llevaste... dos oficiales que quieren hablar con vos mañana por la tarde… porque les dije que estabas de viaje —fui soltado las frases de un modo lamentable y sin sentido para él, que dudaba de qué iba todo aquello.
No era difícil percatarse de la tensión en mi semblante y eso lo confundía; el nerviosismo de las últimas jornadas estaba marcado en cada uno de mis gestos.
Me miró fijo por unos instantes a través de su copa y dijo con una risa incrédula:
—O sos un bromista de cuarta o el rey de los boludos. ¿Quién decís que quiere hablar conmigo mañana?
Jorge seguía sin comprender nada.
—La policía quiere hablar con vos, ¡quieren interrogarte! —respondí atropellado.
—Ok… —se dijo tranquilo—. ¡Confirmado que sos el rey de los boludos!
—Escuchá —retomé sin hacer caso al insulto—, el polaco que nos cayó de regalo el viernes y nos dejó los libros, bien… está muerto —añadí ante su mirada incrédula.
Arqueó las cejas y guardó silencio un instante, pero –para mi sorpresa– su rostro se animó rápidamente, como si hubiese estado esperando algo de mucha mayor gravedad.
—¿Y cuál es el problema? Lo lamento mucho por el hombre. ¡Que en paz descanse! Nosotros no lo matamos. ¡Ni siquiera llegamos a pasarle los honorarios como para que se infartara! —ironizó a pesar de mi rostro serio —. Nadie vive para siempre. Lo que nos corresponde hacer es muy simple: vamos a devolver los libros a la viuda, los hijos, a quien sea ¡y listo! Tengo conmigo el papel que llené con sus datos, y como somos honestos vamos a devolverlos. No queremos ningún problema legal con los herederos, ¿verdad? Uno nunca deja de asombrarse acerca de cómo es la gente: muere el viejo y enseguida tenés ratas corriendo para ver qué le pueden manotear al cadáver.
Mi hermano se puso de pie y caminó hacia el extremo de la sala, cerca del cortinado que cubría los laterales de la salida al balcón.
—¡Es que ahí está el problema! —exclamé con gesto de preocupación—.
No se trata de los herederos, ni nada de eso. Te dije que hoy vinieron a reclamarme los libros tanto la policía como otro tipo más, uno grandote salido del planeta de los simios; bien, ese vino preguntando por vos… —Al oírme se señaló a sí mismo extrañado—. Y estoy seguro de que él es quien mató al polaco.
Jorge, que estaba empezando a paladear su coñac lo escupió ruidosamente contra las cortinas y casi se ahoga sacudido por mis palabras. Abrió los ojos enormes esperando que aquello fuese un chiste.
—¡Evidentemente sos el rey de los boludos atómicos! —replicó enojadísimo. Yo, ignorando también ese otro insulto, proseguí diciéndole:
—Me dijo que lo enviaba Gladzco a buscar el libro. ¿Te das cuenta? Le digo que no están ni vos ni el libro, y el tipo igual insistía e insistía… hasta que se cansó y me dijo que volvería el miércoles, cuando vos estuvieses de regreso. No había terminado de irse y llegó la policía por el mismo asunto. ¡Bah!, la única diferencia es que ellos preguntaron por mí... pero quieren hablar con vos ahora también —le expliqué exaltado, para que comprendiese que eso que estaba ocurriendo era algo muy grave.
Él permanecía absorto; sus cejas fruncidas señalaban el desconcierto mental que estaba experimentando. Extendió hacia mí su palma abierta, como quien intenta frenar un tren.
—¡Pará un poco! —dijo—. ¿Cómo estás seguro de que el mono que preguntó por mí es el asesino? Quizá se trata solamente de un vivillo que quiere recuperar lo que el viejo nos dejó sin pasar por el trámite de una sucesión, y vos estás armando todo un cuento policial con tiros y cadáveres.
“¡Presunto asesino!”. ¿Acaso estuviste bebiendo del líquido de la batería? —soltó nervioso.
Jorgito se había alterado; su dedo índice realizaba giros sobre su sien, en obvia alusión a mi estado mental. Mis suposiciones lo habían perturbado, y lo único que podía hacer era recomenzar de forma ordenada y serena.
—Gladzco vino el viernes por la noche con los libros, ¿sí? Bien, según la policía al otro día ya estaba muerto. ¿Cuándo se arrepintió, entonces, y le pidió al gorila que pasase por los libros? Ahí ya podemos descartar que el viejo lo haya mandado. Además, el tipo me habló de “un” libro, lo que significa que ignoraba completamente que el viejo nos hubiese dejado otros dos. ¿Hacen falta más datos? Lo noté muy apurado, lo que es lógico si es que ahora la cana lo está buscando… quería por todos los medios que te contactara para mandar a buscar el libro donde fuese que vos estuvieses — precisé con un nudo en el estómago.
—Bien —razonó Jorge, juntando las manos con fingida calma—. No tenés por qué entrar en pánico; nosotros estamos al margen, ¿verdad? Mañana vemos a la policía, les damos los libros y se acabó. Podemos estar tranquilos. ¿Qué es lo que te altera? Porque si el tipo fuese un asesino, como decís, supongo que lo estarán buscando por todos los rincones del país. Además, estoy seguro de que con la descripción que les habrás dado de sus rasgos ya lo deben de tener fichado, aunque el gorila pretenda esconderse travestido en la zona roja de Palermo.
Me observó un momento para asegurarse de que compartía su razonamiento, y ante mi silencio –que él entendió como una aceptación– se dirigió al ventanal que daba hacia el balcón y, relajándose, depositó la mirada perdida en algún punto lejano de la calle.
—Ese es otro punto por el cual no podemos estar tan tranquilos como creés —aventuré finalmente—. No les conté nada acerca del tipo, ni de lo que había venido a buscar por el negocio.
Jorge súbitamente volvió a chocarse con la realidad, ya lejos de ese calmo y relajante punto nocturno que contemplaba desde la ventana. Muy seriamente se volteó pasmado hacia el sillón desde donde yo lo seguía con la mirada.
—¿Me estás jodiendo? —inquirió alargando casi todas las vocales, mientras sus ojos comenzaban a inquietarse—. ¿Te crees que hoy es 28 de diciembre con todo el frío que hace?
—No voy a estar bromeando con esto, Jorge. Es la verdad —repetí seriamente—. No les dije nada.
¡Vaya momento! Jorge permaneció unos segundos clavándome la mirada exasperado, en el más absoluto silencio. El pobre aún confiaba en que todo fuese algún tipo de mala broma, algo así como una de esas cámaras ocultas televisivas. Yo me mantuve en silencio igual que él, con la mirada centrada en un jarrón que estaba a un costado.
—¿El lunes te levantaste drogado o qué te convidaron? ¿Cómo que “no les dijiste nada”? ¿Por qué se te ocurrió callarte eso? —estalló finalmente huracanado, lo que era muy raro en él—. Cuando scarface vuelva mañana por el negocio ¿lo vas a atender vos? ¡Encima el tipo vino preguntando por mí! ¡Por mí! —repitió mirándome con reproche.
—Tuve un motivo. ¿Pensás que me callé solo porque se me dio la gana? ¡Escuchame! El tipo vino y me pidió únicamente “El” libro, ¿te das cuenta lo que significa? —intenté hacerlo reflexionar.
—¡Sí! ¡Que ayer fuiste a trabajar bien en pedo! ¡Y que te tendrían que haber hecho un test de alcoholemia antes de que llegaras al negocio! — respondió con excesivo sarcasmo mientras volvía a tomar asiento.
Le pedí que no se exaltara, y que me dejase hablar sin interrupciones. Meneó la cabeza, muy nervioso, pero finalmente lo hizo.
Con algo de su atención le expliqué que el gorila no había preguntado por él inventándose el nombre de la nada; Kong se había metido en la oficina del viejo sabiendo lo que estaba buscando, y cuando Gladzco se negó a darle el libro –ya que realmente no lo tenía consigo–, lo despachó. Todo fue rápido, pero el asesino no tuvo tiempo para ponerse a revisarlo todo, así que únicamente buscó dentro de la billetera y se llevó la tarjeta que él le había entregado un poco antes de despedirse. El resto era fácil de adivinar.
—¡Es fácil de adivinar que sos un flor de pelotudo! —estalló mi hermano. Me sentí ofendido, pero soporté estoicamente su descargo.
—¡No me cierra, Sherlock! Tiene lógica, ¡pero no me cierra! Yo examiné los libros todo el fin de semana, y no valen una millonada, ni nada semejante como para andar matando a nadie. Además, ¿quién te dice que no fue el polaco quien le dio mi nombre y la dirección del negocio? ¡Capaz que el tipo lo fajó, le bajó algunos dientes y Gradko le soltó que lo teníamos nosotros!
—Gladzco —corregí desde mi sillón.
—¡Como recontra carajo se llame ese viejo de mierda! —gritó enfurecido.
—Primero —le enumeré pausadamente— el libro que me quedé vale mucho más de lo que pensás, y segundo, tu error es creer que Gladzco nos dejó los libros con la intención de tasarlos —remarqué con firmeza—. En realidad el viejo quería que se los custodiáramos indirectamente, más bien solo el que tengo yo, sin que lo supieran quienes estaban detrás de él. De algún modo tenía las sospechas suficientes para saber que en su casa no estaba seguro.
—O sea que, según vos, Sherlock, nos trajo los otros dos como pantalla…
—¡Tal cual! —respondí como quien atina al blanco con los ojos vendados.
—Pero te olvidás de que el viejo estaba sin un mango y que los necesitaba vender, ¿o no nos dijo eso? —objetó apuntando con el índice.
—Creeme que en ningún momento pensó en venderlo; esa fue la excusa para que nosotros le guardásemos el libro.
Al contarle lo que había dicho el inspector Suarez acerca de la acomodada posición de Gladzco, aproveché también para detallarle lo tensa que había sido la conversación con los dos policías, quienes varias veces intentaron comprobar si me contradecía.
—Ellos no sabían cuál había sido el móvil del crimen, pero sé que todo gira alrededor de ese libro. ¡Estoy seguro!
—¿Entonces creés que el tipo se nos aparezca mañana por el negocio? — preguntó con preocupación—. ¡Te das cuenta de que tenemos que ir ya mismo a la comisaria para que termines de contarles todo! ¡Deciles que un aneurisma nervioso o un ataque de Alzheimer te impidió recordar sobre la visita del tipo! —exageró.
—Es más fácil decirles que se me apareció al rato que ellos se fueron, que andar inventándome ataques mentales.
Me puse de pie, casi acalambrado por lo tensas que estaban mis piernas, y de pronto comenzó a rondarme una posibilidad que antes no había tenido presente:
—No, no... ¡El tipo no va a volver! Estoy seguro de que vio entrar a la policía y habrá dado por sentado que les conté de su visita. Él es quien tiene que esconderse ahora. Tampoco creo que vaya a enviar a nadie a pedir por el libro, sería casi lo mismo… más bien me preocupa que intente alguna maniobra desesperada para recuperarlo en las próximas horas. Tenemos que andar con cuidado porque él ya sabe que lo tenemos nosotros y que vos regresabas hoy por la tarde.
—¿Y qué insinuás? ¿Qué intente por ejemplo que…?
Jorge se detuvo en seco. Su rostro se oscureció, y fijando más que nunca su mirada sobre mí, me preguntó con verdadera angustia:
—¡¿Vos te fijaste bien que nadie te siguiera hasta acá, no?! ¡La puta que te parió, Ricardo!




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