Alta Gracia

Capítulo XVI

   XVI


¡Ay, la maldita certeza! Desde el día anterior había comenzado a padecer una creciente esquizofrenia paranoica, y a él se le ocurría justamente preguntar si era posible que me hubiesen seguido. ¡Si supiese que eso ya había ocurrido el lunes al retirarme, al igual que hoy, apenas un rato atrás, en la plaza y en el bar!
Me había sentido confiado desde la salida del garaje, al marchar anónimamente entre cientos de autos, pero ahora ya no estaba seguro de nada.
—Te diría que no, pero no soy detective. No noté nada raro en el camino, no pareció que nadie me estuviese siguiendo —respondí encogiéndome de hombros.
Mi duda lo dejó pensativo.
Su rostro permaneció grave y no supe si se trataba de miedo o angustia. Recién en ese instante comprendí la estupidez cometida al haber ido hasta a su departamento en lugar de haberle citado en cualquier otra parte de la ciudad: una pizzería, un bar o un comité político del Partido Ecologista Naranja.
Había actuado como un tremendo irresponsable, y empecé a considerar que no era tan improbable que me hubiesen seguido, pues ¿de qué otro modo recuperarían el libro esquivando a la policía?
Nos quedamos envueltos en un silencio profundo. Bebí un pequeño sorbo de la copa mientras observaba la expresión de Jorge, que permanecía con la mano derecha en su frente y la cabeza bien gacha. Él, que podía mantenerse imperturbable aunque un terremoto se desatara bajo sus pies, ahora se veía derrumbado.
—Bueno, ya está hecho —dijo chocando las palmas—. Disculpame los insultos que te largué.
Jorgito me había pedido disculpas cuando tenía todo el derecho de agarrarme de los pelos y tirarme por el balcón hacia la calle. Estaba más calmado, y reconozco que actuó pródigamente al guardarse muchos de los agravios que me había ganado.
—Andrea está por caer en cualquier momento, y no puede enterarse nada de esto —ordenó—. Mañana por la tarde teníamos planeado que ella viajara con Valentina y mi cuñada hacia Tandil, a visitar a la madre, y no quiero que esté intranquila. ¡No quiero que digas nada de este asunto delante de ella cuando vuelva!
—No, claro que no.
—Mi trabajo con la monografía está terminado —continuó, como buscado pasar a otro tema—. Creo que Sánchez Parodi va a estar conforme. Estuve también examinando esos dos libros, pero ya no tiene sentido que te cuente. Yo no sabía cuánto tardaría mi cuñada en llegar, así que de forma escueta lo puse al tanto de las personas y los lugares que había estado visitando en los últimos cuatro días. Mi hermano simplemente se limitó a oír como si estuviese ausente. Solo cuando mencioné la tasación del libro que Bustos había estimado cambió su mirada.
—¿Eh? ¿Doscientos mil? ¿No preguntaste si un ejemplar con tinta invisible cotizaba más caro, al menos para cubrir el costo del limón? — Intentó bromear sin ninguna gana.
—Visto como están las cosas, pienso que por seguridad no deberíamos abrir mañana a primera hora como siempre —sugerí—. Será mejor reunirnos en cualquier otra parte y decidir juntos qué vamos a hacer.
Jorge asintió con la cabeza mientras se servía otro trago.
—Tenemos que ver cómo les voy a explicar lo sucedido en los últimos dos días sin quedar pegado —dije pensando en los posibles baches que debía evitar en mi declaración—. Luego, según se den las cosas o no, podremos ir al local y trabajar de la manera más normal posible. El lunes la pasé muy mal estando solo, pero mañana seremos dos para estar alerta ante cualquier cosa imprevista.
—¿Vas a ampliar tu testimonio con la visita del grandote? ¿Te acordás bien de sus rasgos para que puedan armar un identikit?
—¿“Ampliar testimonio”? ¿Te quedaste dormido viendo Columbo anoche? —Quise descomprimir con un mal chiste.
—No me estás respondiendo.
—Les voy a dar un informe bien detallado —lo tranquilicé—. Una vez que quede todo dicho vamos a estar en paz.
—También les vamos a entregar los libros. ¡No quiero que permanezcan un segundo más con nosotros! —remarcó moviendo la cabeza.
La situación no era la mejor, pero íbamos a remediarla. Si Kong o algún cómplice se diesen una vuelta por el local, se encontrarían con las persianas bajas.
Mi cuñada saldría de viaje cerca de las diez, así que quedamos en reunirnos una hora más tarde en un bar que frecuentábamos en el piso superior de las Galerías Pacifico.
—El lugar está siempre concurrido, y entre tantas miradas vamos a estar seguros —afirmé, poniéndome de pie ya para irme.
Antes de cruzar la puerta le propuse que nos pusiésemos en contacto inmediatamente si llegaba a ocurrir algo importante, y le pedí que se comportase sereno para no preocupar a su esposa; él me guiño un ojo y nos despedimos.
Oí el giro de la llave en la cerradura al cerrarse detrás de mí mientras aguardaba el ascensor y sentí mucha culpa.
Tras llegar a casa me invadió un gran vacío. El aturdimiento producido por tanta tensión opacó el grato momento que había compartido con Irene. Me enojé conmigo por no haber encontrado una excusa para pedirle su número de teléfono. Tendría que rezar para que ella consiguiese algún dato del libro si es que quería volver a oír su voz.
Miré el reloj y eran ya las doce; era momento de descansar, pero antes debía poner en práctica una idea que venía rumiando desde que salí del departamento de mi hermano; una oscura intención había cobrado fuerza suficiente dentro de mí, obedeciendo a una extraña voluntad que me instigaba a no compartir el secreto descubierto con nadie más que mi hermano.
Sabía que él estaría en rotundo desacuerdo si le hubiese propuesto que nos quedásemos con el libro por un tiempo más. Entonces, muy bien, lo devolveríamos… pero con una pequeña y disimulada mutilación, de modo que nadie notase la pequeña ausencia de dos folios.
Tomé el libro del escondite donde lo tenía muy bien guardado, y busqué un cúter afilado. Sin tiempo para remordimientos, le practiqué una delicada incisión lo más próximo al ras de la costura de la anteúltima página con la ayuda de una regla para mantener una línea perfecta. A fin de no dejar ninguna marca o cisura sobre la contratapa, coloqué allí otra regla metálica que absorbiese el golpe del filo. Un corte firme y rápido digno de Jack el destripador y tuve la bendita hoja en mis manos, cual Salomé la cabeza del Bautista.
La incisión había sido tan prolija como milimétrica, pero el corte aún podía notarse sin necesidad de un gran examen. No sabía en qué manos terminaría el Apocalipsis revelata de Balzano cuando fuese a parar a la fiscalía, pero ¿quién demonios podría afirmar que Gladzco no nos hubiese entregado el tomo ya malherido y mutilado? Como fuese, y sin poder dar marcha atrás a lo hecho, el folio estaba en mi poder.
Al hallar la figura del contorno de una cabeza con la oreja sobresaliendo en su interior dudé seriamente sobre qué hacer: este folio, a diferencia del otro, estaba numerado, y además resultaba evidente la burda inconexión textual sin aquella hoja, pues contenía muchísimo texto. Contrariado, pensé en dejarla tal como estaba. Era solo un dibujo mal realizado de una cabeza que, de perfil, miraba hacia su derecha, pero por alguna causa lo habían puesto ahí, así que mordiéndome los labios apliqué otro corte con mi pequeño bisturí, sin emplear ningún anestésico con la obra de Balzano.
Escondí las hojas en mi biblioteca, dentro del cuerpo de una gran enciclopedia y me fui a la cama satisfecho.
Solo era cuestión de cerrar los ojos y esperar dulces sueños en compañía de Irene, buscando juntos la puerta oculta que nos abriese paso a los túneles subterráneos bajo el retablo mayor de la Iglesia de la Compañía, mientras Balzano, escapando de la hoguera, nos alumbraba con su antorcha de fuego.
 




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