Alta Gracia

Capítulo XVII

   XVII


En algunas horas, el amanecer acechará, y la negrura de la noche comenzará a despejarse. Mis ojos están cansados, enrojecidos y agobiados por la tenue luz que ilumina insuficientemente este cuartucho. Pero debo concluir el relato como sea... todavía soy dueño de mi lucidez y estoy vivo.
Hace unos instantes se dejaron oír unos ligeros pasos en el corredor, y un involuntario sobresalto nervioso me produjo agitación. Una impronta del miedo que estoy viviendo. Cualquier ruido en este desierto de silencios me aturde y atemoriza, me estremece hasta la médula; luego de todo lo acontecido no puedo más que apretar los puños y esperar con el corazón enloquecido. Nadie puede entender las angustias que produce el terror a menos que alguna vez lo sienta en carne propia. Aún no logro reponerme de los incidentes de ayer, cuando en algún momento creí que podría recuperar algo de la paz perdida... pero debo continuar mi relato de forma ordenada, y no anticiparme.
El despertador sonó puntual a las seis y veinte. Entreabrí los ojos y anhelé que fuese un error del mecanismo. No estaba acostumbrado a tan pocas horas de sueño, y tuve que esforzarme para que no se me cerrasen los párpados nuevamente. El clima no colaboraba, había amanecido cargado de nubes que anunciaban una tormenta durante la mañana y además hacia mucho frio.
Repasé mentalmente la agenda que tendríamos por delante y, entre bostezos, recordé que había mutilado doblemente un ejemplar de más de doscientos años, y doscientos mil dólares.
Debíamos vernos con Jorge a las once, por lo que tenía buena parte de la mañana libre. Usualmente no solía quedarme quieto una vez levantado, y tanto sosiego me dolía. No tenía en claro adónde me llevaría todo eso, pero algo tenía que hacer.
Había experimentado en los últimos cuatro días más emociones y sensaciones que durante todos los meses anteriores del año, y sentí que debía compartir lo que me estaba sucediendo con alguien. A falta de un psicólogo, me dije que el oído atento de un amigo nunca debería atarse a horarios y entonces marqué el número de mi compadre Macedonio Iriarte, sin tomar en cuenta que aún no eran siquiera las siete de la mañana.
—¿Ricardito? ¿Dejaste el reloj sin cuerda o tus papis no te explicaron que a estas horas la gente suele estar durmiendo? —ironizó el Payo entre bostezos—. ¿Qué tal te fue con el padre Luca?
Le agradecí su exitosa gestión, y le comenté que me haría feliz verlo en un rato, antes de reunirme con mi hermano.
—Venite nomás, yo voy a estar en casa; no te garantizo que esté despierto, pero podés averiguarlo tocando timbre. ¿De verdad todavía no viste qué hora es? —Mi amigo continuaba sorprendido por el inusual horario de mi llamada.
—En la sala tengo un reloj suizo de bronce, algo viejito, que da unos terribles campanazos cada media hora, Payito. Si te aguantás despierto doce minutos más te lo arrimo al teléfono para que lo oigas, y comprobamos si está en hora.
—Grabalos, después me traes la cinta. Presumo que debe ser algo importante para que nos veamos de apuro. ¿Me equivoco?
—Te diría que sí a lo primero y no lo segundo. Nada mejor que un consejo tuyo, hombre de mucho mundo —lo lisonjeé.
—¿Es algo serio entonces? —indagó preocupado—. Sabés que si es así podés darte una vuelta ahora mismo… total ya me despertaste.
—Te lo agradezco, Payito, no esperaba menos de vos; pero con que dentro de un rato me des tus sabias recomendaciones gratis es suficiente. Te mando un gran abrazo, amigo —dije despidiéndome.
—Otro más grande, amigazo. Tratá de no romper el timbre; voy a intentar estar despierto —me respondió.
Necesitaba alguien de mi entera confianza para charlar y desahogarme. Jorge estaba involucrado tanto como yo, a pesar de haber estado ausente los últimos cuatro días. Mi exposición de los hechos lo había golpeado duro, dejándolo preocupado porque no le pasase nada a su familia. El Payo era el oído perfecto para sacarme unas espinas de encima luego de haberme caído sobre una plantación entera de cardos; por eso después de un desayuno muy liviano partí hacia su casa, ensimismado en no repetir los desórdenes en el relato que había cometido con mi hermano.
Una vez sentados en la cómoda y moderna sala de su casa, la charla fue muy positiva, y no ahorré detalles, excepto por el mensaje oculto del libro y su significado. El Payo escuchó atentamente mi relato, preguntando cada tanto por algunos determinados pormenores que le parecieron necesarios para hacerse una idea completa.
Su consejo fue muy parecido a lo acordado con Jorge: marchar con suma cautela y contar todo ante la ley. Sin embargo, me sugirió no entregar los libros a la justicia sino a los herederos legales de Gladzco, argumentando que los tomos eran de muchísimo valor, y que con total seguridad serían maltratados e incluso arruinados en los depósitos de la fiscalía, y que lo justo era devolvérselos a los sucesores del viejo.
—Además fue un trato entre privados —agregó—. Ustedes tienen un papel firmado por ese profesor dando conformidad a que recibiesen y resguardasen los libros. No soy abogado, pero estoy seguro de que los oficiales no tienen ningún poder para exigirles que les entreguen los libros, salvo que un juez lo ordene por escrito… y no creo que sea el caso. Si se ponen pesados estarían pecando de exceso de autoridad, cosa que cualquier cuervo te lo soluciona en menos de un minuto —terminó por convencerme Macedonio.
Mi amigo tenía un sentido muy alto de lo que creía que era lo correcto, y siempre procedía de acuerdo a ese instinto. Podría decir que él era la persona más honesta que había conocido.
—¿Y si el tipo vivía solo? —pregunté.
—¿Qué perdés con llegarte hasta la dirección que les dejó y tocar timbre como hiciste hace un rato ante mi puerta? En el peor de los casos no sale nadie a atenderte; en el mejor, tal vez agradecidos por tu honestidad te cuentan algo más del asunto. Pensá que, a priori, vos podrías quedarte con esos libros y sin embargo vas a devolvérselos. Creo que es suficiente para que se abran y te cuenten más de lo que la policía quiso decirte —justificó mi amigo.
No sonaba mal; Suarez me había adelantado más bien poco, cuidándose de la posibilidad de que yo tuviese algo –o bastante– que ver en el asunto.
—Espero que Jorge esté de acuerdo; él está realmente muy asustado —le comenté con dudas, mientras oía cómo mi celular comenzaba a sonar dentro de mi bolsillo—. Ahí lo tenés llamándome…
Me equivoqué al creer que se trataba de él; el número en el visor me resultó desconocido.
—¿Hola? —atendí con resquemor.
—¿Ricardo? ¡Buenos días! ¿Tenés un minutito o estas ocupado en este momento? —La suave voz de Irene del otro lado de la línea me produjo una enorme y agradable sorpresa. Anoche me había acostado deseando recibir noticias suyas y ese deseo se estaba cumpliendo.
—No hay problema, Irene, estoy en casa de un amigo, podemos hablar tranquilos. ¡Soy todo oídos! —respondí con una amplia sonrisa.
—Se trata del encargo que me hiciste acerca del libro que estaba en falta ayer —me anticipó.
—¿Pudiste averiguar cuándo estará disponible para consulta?
—Sí, pero de momento creo que no te será posible. Hace un ratito le pedí a una amiga que trabaja en esa área que me hiciese el favor de consultarlo, y recién me acaba de pasar el dato de quién y cuándo lo retiró de consultas. —Irene hizo una pausa para tomar aire. Se la oía ansiosa—. La ficha fue completada por mi propio jefe el viernes de la semana pasada, o al menos esa es la fecha que él informó en el detalle. Venimos con otros compañeros de buscar en su oficina y el libro no está entre los estantes, ni en ninguna otra parte… así que ahora tendré que redactar un informe sobre el extravío, y elevarlo para que se investigue si, por error, fue colocado en un sector equivocado, aunque parece improbable.
Me quedé boquiabierto, y solo atiné a pensar que ojalá la iglesia no me excomulgase por haber mutilado un tomo del Fondo Histórico Jesuita.
—¿Ricardo? —preguntó ella ante mi mudez.
—Sí, disculpame; me quedé pensando algo importante acerca de la visita de tu jefe a mi negocio y sobre el libro faltante. ¿Te parece que nos veamos hoy para que te lo cuente mejor personalmente?
—Sí, claro —respondió ella sin dudar—. ¿En el mismo bar que ayer, pasadas las cinco cuando salgo del trabajo?
Me agradó que su respuesta fuese tan rápida y positiva.
—Me parece perfecto; luego, si la tarde está linda nos damos una vueltita por Mansfield Park.
Nos despedimos y una tonta sonrisa quedó dibujada en mi boca.
—Sé lo que estás pensando, Casanova, y deduzco lo mismo que vos —me despertó Macedonio, que había seguido la breve conversación atentamente.
—Todo apunta a eso, ¿verdad? —dije apagando mi celular antes de guardarlo en el bolsillo.
—Al menos lo parece. ¿Pero por qué un directivo de la Biblioteca Nacional va a robarse un libro y al rato se lo deja a ustedes? Falta algo en esta historia —razonó el Payo con una mueca suspicaz, moviendo la cabeza.
No erraba en su conclusión; seguramente faltaba saber adónde llevaba aquel mensaje oculto, del cual aún no le había contado nada aunque fuésemos amigos íntimos.
—¿Qué opinas, Iriarte? ¿Entrego los otros dos libros a los parientes del viejo y el Apocalipsis se lo devuelvo a Irene? —planteé confundido.
—Aunque todo apunte a eso, no estamos ciento por ciento seguros de que sea el mismo libro. ¿Qué ocurre si tu cliente tenía una copia y solo quería cotejarla contra el original? Si, sé que suena tirado de los pelos —se contestó a sí mismo—, pero no es del todo imposible. ¿Y si los utilizó a ustedes de pantalla para esconderlos? Aunque en ese caso no entiendo por qué no usó un nombre falso; por raro que parezca les dio un dato verdadero que podría comprometerlo si el robo llegaba a salir a la luz. ¿Te fijaste si los libros tienen algún sello o estampa bibliotecaria en la primera hoja que permita concluir algo?
—No, estaban libres de cualquier marca, firma, sello o estampilla de correo —respondí muy seguro.
—¿A los volúmenes que ingresan en la biblioteca no se les coloca siempre un distintivo? —Se extrañó—. Si este no lo tiene, ¿por qué tendríamos que dar por cierto que pertenece a la colección jesuita?
De pronto se me ocurrió pensar en el padre Luca, el curador de aquella colección; si lo visitaba más tarde, él podría reconocer si se trataba del mismo libro. ¿O debería mostrárselo a Irene primero?
El reloj de la sala marcó puntualmente las once, y me di cuenta de que llegaría más tarde de lo pactado a la cita con Jorge.
—Payo querido, ¡qué haría sin vos! —le agradecí dándole un fuerte abrazo de despedida—. ¡Tenés la serenidad y sabiduría de un Lama para aconsejar cuando se te necesita!
—Cuando salgas cerrá bien la puerta, no sea que con el frío que hace esto se convierta en un monasterio del Tíbet —respondió con un guiño.




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