Tras subir al piso superior del centro comercial, no tardé en dar con mi hermano, que ya tenía reservada una mesa para los dos al fondo de la coqueta confitería. Mientras acomodaba mi abrigo en el respaldo de la silla lo noté disgustado por mi nuevo retraso.
—Perdoname la tardanza; me topé con un corte a la altura de Congreso, una marcha de los estatales —me justifiqué.
—¿Y por qué no me avisaste al celular que llegabas tarde, cabezón? Había empezado a preocuparme después de todo lo que me contaste anoche —me reprochó con una razón en la que no había reparado.
—Estaba manejando, pero podías haberme llamado vos si estabas intranquilo.
—Lo hice. ¡Y me preocupé justamente pensando en por qué diablos tendrías el celular apagado, marmota! —me arrojó sin piedad.
Al instante recordé que, tras cortar con Irene, en lugar de dejar el teléfono en reposo lo apagué involuntariamente, quizá por la falta de sueño o la tensión nerviosa. También me di cuenta, como si se tratase de una revelación, de que tampoco había puesto la estufa en modo piloto.
—Tenés toda la razón, disculpame. —Tomé mi móvil y lo volví a encender delante de él—. ¿Sabés con quién estuve reunido hace un ratito?
—Con el poliladrón francés ese de la tinta rara seguro que no —respondió mientras miraba la hora.
—No, con él no. Vengo de visitar al Payo. ¿Te cuento qué me sugirió?
—Tendrá que ser más tarde, porque te tengo malas noticias; ayer al planear todo nos olvidamos de que hoy teníamos pactada, a las doce, una reunión con el chanta de Julio Nieto, por el tema ese del lote de orfebrería que nos ofreció hace unas semanas. ¿Te acordás que nos presionó con que la gente de López & López estaba bastante interesada y dispuesta a ser más generosa que nosotros con los plazos de pago?
Una reunión olvidada, gran contratiempo. Instintivamente yo también miré la hora en mi reloj de muñeca, mientras el mozo se acercaba a tomar pedido.
—Son las once y veinte ¿decís que habíamos quedado para hoy a las doce? ¿No la podemos pasar para otro día? —propuse.
El mozo aguardaba visiblemente apurado a que ordenásemos algo, así que lo devolvimos hacía la cocina para que nos trajese un cortado a cada uno.
—No es profesional cancelar una reunión así de golpe —respondió él retomando el asunto—; además tenemos que arreglar esto antes que el gordo tránsfuga lo liquide con la competencia o nos quiera presionar subiéndonos el precio. Estoy seguro de que el tipo tiene en mente colocar otro conteiner en el próximo embarque, y que por eso nos está apurando con lo que le queda de stock; hace un rato me volvió a dejar otro mensaje.
—Si el gordo quiere hacer eso, entonces que se meta los candelabros y el resto del lote bien en el fondo del… —protesté sin finalizar la frase al darme cuenta de que el mozo ya estaba de regreso con nuestro pedido en la bandeja.
—Ya lo vamos a hacer con el próximo lote que traiga, quedate tranquilo; va a tener bronce de sobra como para varios enemas; pero ahora nos conviene cerrar de buenas maneras. Sabés que estos adornos se pusieron muy de moda entre la gente chic, y hoy te pagan cualquier cosa. Esa mercadería vuela rápido y con excelente margen, ¿se lo querés dejar a otros?
—¿Y entonces? —pregunté.
—¿Entonces qué? —me devolvió mi hermano.
—Venía con otro plan en mente. Te lo resumo así nomás: el Payo me hizo ver que dejarle los libros a la policía no es la mejor idea; por una cuestión ética es mejor entregárselos a los herederos del polaco. Si pasásemos por la dirección que te dejó Gladzco se los daríamos en mano a la viuda, al hijo o a algún pariente autorizado, siempre con un recibo legal para cubrirnos; estoy seguro de que, con un poco de viveza y llevando la charla adonde nos interesa, podríamos llegar a sonsacar alguna cosita más para completar la historia. ¿No tenés curiosidad de saber la verdad?
Jorge me miró más que extrañado por lo que le estaba proponiendo.
—Me importa tres carajos conocer “la verdad” —murmuró secamente—. No quiero problemas con esos policías. Ellos pidieron que los libros estuviesen en el local, y ahí van a estar esta tarde.
—No tienen poder legal para que se los entreguemos, y además te aseguro que a esos canas los libros no les interesan para nada —dije meneando suavemente la cabeza—, y desconfío igual que el Payo sobre cómo serán tratados los libros en fiscalía. ¿No te sentirías culpable si alguna bestia le llegara a poner una taza chorreante de café encima a un libro de doscientos mil dólares? ¿Y si un cadete subnormal lo estampa como si fuese una revista Billiken sobre una sucia y oxidada estantería? ¿Qué te parece si algún ordenanza le arranca un pedacito de hoja para anotar la quiniela vespertina? Sería un “libricidio” —dije con pronunciada exageración—. ¿Consentís en ser culpable de eso?
—¡Ya! —interrumpió Jorge levantando sus manos de modo terminante—. ¡Además de apocalíptico estás siendo muy hincha pelotas! No creo que les pase nada de todo eso que decís… pero te entiendo; acepto que en Fiscalía el cuidado no va a ser el mejor.
—El Payo también me hizo ver que no sería justo que los herederos del viejo recibieran los libros dentro de mucho tiempo, cuando algún juez tenga ganas de cerrar el caso, desclasificar los expedientes y liberar las pruebas que no fueron útiles —precisé.
—También te doy la razón en eso —convino mientras jugaba nervioso con la servilleta—. Vos proponés entregar los libros en la casa del viejo, ¿y si los policías nos los piden? ¿Les vas a decir todo ese palabrerío acerca de cadetes y ordenanzas cuando te estén engrillando?
—Voy a tener un recibo legal firmado por quien los haya recibido, lo que nos liberará de cualquier problema —respondí con total seguridad—. Si los policías quieren ver los libros, cosa que no creo, entonces van y se lo piden a la señora de Gladzco… a la viuda, más bien. Pensá que esos libros son el problema, mejor dárselos a quien corresponda y nos sacamos el hierro caliente de encima.
—No me convence para nada, pero hagamos como decís —aceptó resignado por tanta cháchara—. De todos modos el que va a ir en cana sos vos solo.
—Tendrás oportunidad de lucirte llevando el famoso pastel con lima.
—Pensá mejor en qué vas a hacer para cuidarte de los otros presos.
Aún no había probado un solo sorbo de mi cortado y, recalculando la cantidad de tazas de café que había tenido que arrojar fríos por las cañerías, me apuré a beberlo, aprovechando para echar una mirada hacia las mesas vecinas. A pocos metros se había sentado una linda pelirroja que no despegaba su atención del celular; en la mesa siguiente otra señora, madura y rolliza, parecía discutir airadamente con un hombre que no parecía estar muy a gusto con ella. Sospeché que por las distancias que mantenían no se trataba de su marido ¿un abogado tramitando divorcio?, ¿un detective confirmando una infidelidad? Finalmente, no mucho más allá de nuestro rincón, un calvo con pinta de jubilado repasaba la página central de un conocido diario acompañado de unas medialunas.
Toda gente común, ningún asesino tras nuestros pasos.
—Podemos hacer ambas cosas si procedemos de este modo —propuso Jorge, recalculando toda la agenda—: yo voy a reunirme con el gordo especulador, y vos te vas a lo de Gladzco a devolver los libros. Cuando terminemos nos rencontramos otra vez acá y nos vamos juntos para el local antes que lleguen los canas. ¿Te parece bien?
—Totalmente de acuerdo, jefe. ¿Trajiste los libros?
—¿A vos qué te parece? Obviamente que no los voy a tener en la mesa a la vista de todos. ¿Vos trajiste el que viene con las letras mágicas?
—Lo tengo bien escondido en el auto, como supongo que estarán los tuyos.
Tras terminar los cafés, acomodarnos los abrigos y pagar la cuenta, nos fuimos directamente hacia las cocheras.
Jorge había dejado el suyo en el segundo nivel. Cuando llegamos a la parte trasera de su auto, abrió el baúl y me entregó un fino maletín ataché negro con los dos tomos y aquella ficha que le llenara Gladzco.
—Ahí tenemos anotado el teléfono fijo que nos dejó el tipo. ¿No preferís llamar primero? Por lo menos vas a saber quién va a recibirte —aconsejó mientras bajaba la tapa del baúl.
—Mmm… Esta dirección está muy cerca de acá, son menos de diez cuadras, llegaría más rápido caminando que con el auto. ¡Que sea sorpresa!
Mi coche estaba un piso más arriba que el suyo, y hacia allí me encaminé en búsqueda de Balzano mientras Jorge partía al encuentro de Nieto y su precioso lote de platería Art Decó.
Antes de desactivar la alarma realicé un rápido examen visual de lo que tenía alrededor. No podía confiarme, y nada costaba tomar recaudos. Una pareja de jóvenes acababa de detenerse en las cercanías, a pocos metros de donde estaba, por lo que decidí permanecer a la espera de lo que ellos hiciesen. Ni bien terminaron de apearse, se marcharon hacia el ascensor que llevaba directamente a la calle. Cuando me aseguré de estar nuevamente a solas, levanté la tapa del baúl y tomé el libro, que permanecía escondido entre bolsas de supermercado y una vieja manta. Recordé a Bustos y su cara de espanto en las escalinatas de la Biblioteca, pensando que al fin de cuentas el escondite no había resultado tan malo.
De inmediato lo deposité junto a sus dos compañeros dentro del ataché; activé la clave de la cerradura y salí raudo hacia las escaleras que estaban a pocos pasos.
Mientras subía por los escalones no me topé con nadie, lo que fue un alivio.
Al llegar al nivel de la planta baja, corté camino atravesando las Galerías Pacifico de una punta a la otra, y en el corto recorrido creí cruzarme fugazmente con la misma joven que estaba sentada cerca de nuestra mesa, pero como solo le había visto de perfil –y con la cara tapada por el celular con el que no dejaba de hablar– no estuve seguro de que fuese la misma chica.
Afuera, el cielo estaba cargado de un gris muy intenso, señal que la lluvia estaba al caer en cualquier instante. Menos de diez cuadras me separaban de la casa de Gladzco, y no había errado al decir que demoraría más tiempo en auto que de a pie.
Llevaba el maletín asegurado con todas mis fuerzas, a puño cerrado para evitar cualquier tipo de manotazo sorpresivo, una práctica común entre los delincuentes que operaban en la zona. Siempre estaba atento este tipo de maniobras.
El hecho de recorrer la mayor parte de aquel trayecto a lo largo de una avenida extremadamente concurrida –como lo era avenida Córdoba–, en una zona custodiada, con movimiento de oficinistas, señoras elegantes que iban de compras, y muchos turistas que iban de aquí para allá sacando fotos a todo lo que se les cruzara, me brindaba una protección importante.
Las veredas estaban coloridas y constreñidas por una frenética multitud. Durante las primeras tres cuadras marché a paso tenso. Sabía que la zona estaba bien patrullada, pero, como dije antes, también existían punguistas al acecho, descuidistas y arrebatadores motorizados, que actuaban a la vista de todos y de nadie a la vez, ejecutando sus actos al amparo de cualquier pequeña distracción, siempre camuflados entre el gentío. Eran moneda corriente, pero yo estaba prevenido de tantos años recorriendo aquellas calles, y sentía que estaba preparado para poder señalarlos uno por uno sin equivocarme; tenía el ojo entrenado y estaba al tanto de sus mañas, sus falsas poses y fingidas amabilidades: podían simular estar leyendo la portada de un diario mientras discretamente iban marcando a sus presas, podían estar a la espera de un ómnibus mientras reparaban en algún bolso, o simplemente fingir que estaban eligiendo un banco de plaza donde sentarse mientras apuntaban hacia los valiosos pendientes de alguna incauta. ¡Ánimo, Ricardo, las dos primeras cuadras habían pasado sin peligro!
Al paso rápido con el que iba no tardé en llegar al cruce con la avenida 9 de Julio; desde ese punto, y a no tanta distancia, se podía divisar el contorno inconfundible del obelisco. Muchos viajeros extranjeros se detenían a fotografiar la clásica postal que ofrecía la avenida más ancha del mundo con sus magníficos carteles, los edificios tradicionales como el Teatro Colon o las coquetas plazoletas que la embellecían en todo su ancho. Yo, lejos de ese placer visual, me sentí contrariado al no poder cruzar la postal de un solo tirón por culpa del semáforo; mi atención quedó puesta en el maletín y en los rostros que tenía rodeándome.
Si alguno tenía pensado quitarme el maletín con los libros, esta hubiese sido una excelente oportunidad: un sorpresivo empujón, una patada directa al rostro mientras caía, un manotazo a mi tesoro, y una veloz huida a bordo de alguna moto de gran cilindrada que lo recogía convenientemente. Lo tenía presente cuadro a cuadro, y por eso el tiempo que aguardé que el semáforo cambiase se me hizo interminable. Sentía clavarme las uñas al oprimir tan firmemente la manija del maletín; hubiese sido necesario arrancarme el brazo para quitármelo. Mis ojos hurgaban disimuladamente inquietos, buscando algo que no estuviese bien; incluso simulé revisar escuetamente los talones de mis zapatos únicamente para observar a quienes tenía detrás.
Finalmente la señal cambió a verde y pude cruzar la avenida dando veloces zancadas. Estaba más cerca de mi meta, aunque desconocía si en la dirección dada por Gladzco me toparía con un edificio de departamentos, un hotel o una casa encantada.
Pasé frente a la hermosa fachada del teatro Cervantes con su impronta europea, donde un grupo de personas iba formando fila para obtener las entradas de algún espectáculo; pocos pasos después alcancé Plaza Lavalle, con un césped perfectamente verde pese al intenso invierno y, tras pasar junto a un quiosco de revistas donde su dueño conversaba animadamente con un cliente de política, llegué finalmente a la esquina de Talcahuano y Córdoba, donde debía doblar a mi derecha.
Lamenté dejar atrás la seguridad que me había proporcionado la activa avenida; a partir de ese punto comenzaba a transitar por una calle estrecha y oscurecida por los altos edificios que la flanqueaban por ambos laterales. Tenía por delante las últimas tres cuadras, y encaré con decisión esas ajustadas veredas de grises baldosones.
Para quienes jamás hayan recorrido esta angosta arteria —ubicada a la altura de Tribunales—, diré que las calzadas, de ambas manos, son muy exiguas, estrechas a tal punto que dos personas que circulasen en sentido contrario deberían hacer un esfuerzo para no chocarse mutuamente, y que sus cordones no están del todo delimitados con el pavimento por el que circulan colectivos que no respetan jamás la velocidad máxima. Yo transitaba por allí con rumbo hacia Recoleta, con el tráfico en sentido contrario al mío.
A causa de estas incomodidades, muchos transeúntes optaban por evitar esta calle y buscaban alguna avenida más amigable para movilizarse.
Estando a pocos metros de la siguiente esquina, vi doblar, en sentido contrario al mío, a una pelirroja bastante atractiva, a la que miré instintivamente. Creí reconocer a la chica del celular, y noté que buscaba una dirección apuntada en un papel que sostenía con dudas en su mano, y bien pronto antes de cruzarnos me detuvo con una pregunta:
—Disculpame, ¿voy bien por acá hacia plaza San Martin? Me dijeron que era doblando después de un locutorio, unas seis cuadras derecho desde ahí —dijo señalando hacia sus espaldas.
No era el mejor momento para ser galante con una jovencita extraviada, ni para demorarme con instrucciones. Pude responderle que no tenía idea y seguir mi camino, pero quizá por no considerarla un peligro, o por el suave tono de su pregunta, decidí reorientarla; la pobre andaba a la deriva, con un rumbo tan errado que en realidad se estaba alejando cada vez más de su destino.
Busqué mentalmente la ruta más sencilla para devolverla sobre sus pasos sin confundirla; señalé con mi mano libre la dirección correcta que debía tomar y, cuando aún no había acabado la primera frase, sentí una presencia a mis espaldas, y una voz conocida que me advertía al oído:
—Quedate piola y no te des vuelta, porque terminás igual que el viejo, ¿entendiste?
Sorprendido y sin aliento, me quedé sin respuestas para ambos, mientras una helada y leve llovizna comenzaba a caer sobre nosotros.