XIX
“Fiarse de todo el mundo y no fiarse de nadie son dos vicios. Pero en el uno se encuentra más virtud, y en el otro, más seguridad.”
Seneca
El cruel destino había permitido que fuese cazado a solo cien metros de la meta.
Un automóvil avanzó y se detuvo junto a nosotros. La pelirroja –hasta entonces atenta a mis instrucciones– me retiró fríamente la mirada, y acercándose a la puerta trasera la dejó ligeramente abierta, giró hacia la calle y se subió en el asiento del acompañante.
La voz me ordenó severamente que subiese rápido al automóvil que nos aguardaba.
—Ni se te ocurra hacer alguna locura; de vos depende que te meta plomo o no —amenazó con fiereza.
Yo aún mantenía el maletín apretado fuertemente, sin caer en la cuenta de que ya no era necesario seguir haciéndolo. Tenía la mente en blanco, el estupor me había paralizado enteramente y no se me cruzó por la cabeza ninguna acción heroica, plan de huida, ni nada de nada. Como dije, estaba realmente tieso, comprendiendo que un caño metálico y una bala me apuntaban por la espalda.
Con ese mismo fierro, el matón me empujó de mala gana para que me moviese hacia la puerta trasera, porque mis pies permanecían inmóviles a pesar de la orden.
Subí y detrás de mí lo hizo el gorila sin dejar de apuntarme, solo que ahora con el arma apoyada sobre mi costado. Cerró la puerta y el automóvil se puso en movimiento, sin mucha prisa. Todo debía parecer normal.
Para mi desgracia, nadie había presenciado la escena para alertar a la policía. Los pocos peatones que huían de la llovizna desatada quedaron a nuestras espaldas, y nada habrían podido notar de lo que había sucedido.
El gorila tenía su amenazante mirada clavada en mí; era lo suficientemente intimidante como para desalentar que intentase alguna audacia o tontería. Yo solo pensaba en cuánto tiempo quedaría para que me sacudiese un violento golpe, un garrotazo que demoliese mi voluntad, y por eso evité mirarlo directamente, salvo de a breves y nerviosas ojeadas laterales.
Mi cabeza estaba clavada contra el respaldo del asiento, y mis ojos — tremendamente abiertos por la tensión— quedaron fijos al frente, en el apoyacabezas. Parecía como si yo no respirase, porque cuando lo hacía era lentamente, muy lentamente, buscando… ¿serenarme?
Durante las siguientes cuadras todo quedó en blanco dentro de mi mente. Era imposible que eso me estuviese ocurriendo realmente. El gorila cada tanto apoyaba con fuerzas su revólver a mis costillas causándome una presión dolorosa y luego de unos instantes, satisfecho con el terror que se dibujaba en mis ojos, lo alejaba un poco pero sin dejar de apuntarme. Sabía que estaba probándome, y no quería darle ni un solo motivo para que me despachurrase un cross en la mandíbula.
El chofer conducía visiblemente tenso, y no había articulado una sola palabra; tenía tez morena y un corte de pelo extremadamente al ras que volvía más desagradable su rostro cuadrado. Yo podía verlo de perfil pero, al igual que con el gorila, preferí mantener la vista perdida para no motivarlos a que reaccionasen de forma violenta.
Llegamos al cruce con avenida Córdoba, donde el quiosquero continuaba conversando con su cliente; allí el vehículo torció con rumbo Oeste, alejándonos de la zona de microcentro. Estábamos ahora mezclados en el tránsito entre varios carriles plagados de muchos otros automóviles, todos en la misma dirección. Yo permanecí inmóvil, y me limité solo a observar hacia afuera. No podía pensar más que en algún control policial que nos detuviese pronto. Para mi desazón, el chofer hábilmente eligió ocupar el carril central, dejándose flanquear por ambos lados, lo que de algún modo nos invisibilizó más entre todos los vehículos.
En una avenida de cinco vías, en mano única, nunca nos pararían.
La pelirroja se mantenía en su asiento también sin decir palabra; era quien notoriamente estaba más tranquila y serena. Situado detrás de su asiento, yo apenas alcanzaba a ver sus delgados brazos y parte de su rojizo peinado, pero a través de sus movimientos adiviné que estaba buscando algo dentro de la cartera que llevaba sobre sus piernas; unos instantes después extrajo un pequeño labial y, descubriendo el espejo que contenía el parasol, comenzó a repasarse los labios cuidadosamente, evitando que los movimientos del vehículo le desviasen el pulso.
Era difícil adivinar de qué modo el destino de aquella atractiva jovencita, que no tendría más de veinticinco años, se había enredado en el camino de las otras dos bestias que la acompañaban. Uno y otro tenían rostros duros y curtidos que no ocultaban sus violentas historias de vida, de haber vivido cada día a fuerza de golpes, pero ella era distinta. Sus ojos trasmitían falsa inocencia, y por culpa de ellos yo había picado el anzuelo.
Tras acabar de darse un último retoque en los bordes, sus labios habían quedado más voluminosos y rojizos que antes, en composée con su cabello. En ese momento noté que me estaba mirando a través del pequeño espejo que tenía delante de ella. No sabía qué clase de psicópatas podían resultar ser los otros dos, pero la chica me demostró con su mirada que poseía una enorme seguridad en sí misma, al punto que mis ojos fueron vencidos por la fuerza con los que me indagaron los suyos.
Al inclinar mi rostro me encontré con el maletín que llevaba sobre mis rodillas aún con el puño derecho aferrado a él. Mi otra mano descansaba abierta sobre su costado. Dentro, uno de aquellos libros era el causante de mi secuestro.
Eché un reojo nervioso al gorila, que continuaba con sus gruesas cejas clavadas en mí, como si no hubiese otra cosa que mirar en el mundo.
Supuse que alguno de ellos pronto tendría que hablar, que arrojaría una sorpresiva pregunta al aire. ¡Algo tendrían que decirme, carajo!
Imaginé una escena favorable en la que les entregaba el maletín, el automóvil se detenía en seco en una esquina solitaria y me bajaban sin usar la violencia, a lo sumo de una patada, ¿acaso ellos no pretendían a Balzano? Ahí estaba él, ¡yo era ajeno a todo lo demás que hubiese ocurrido con el polaco!
El conductor mantenía la marcha a velocidad constante, la suficiente para que el vehículo quedase siempre enganchado dentro de la onda verde de los semáforos y no tener que detenerse.
Por mi parte, cada tanto miraba brevemente de reojo a través de la ventana a mi derecha, hacia las pobladas veredas de la avenida, esperando una salvación bajo la llovizna, sin girar ni voltear la cabeza, que parecía unida a mi torso como si fuesen una sola pieza. Estaba convertido en una estatua viviente.
Pronto percibí que mis manos habían comenzado a sudar, y entonces relajé los puños. Los músculos de mi cara estaban rígidos, sin expresión, haciendo que mi boca pareciese sellada. No tenía sed, pero me hubiese gustado un poco de agua para humedecer mis labios, que estaban adheridos de tanta sequedad. No me animaba a realizar ningún movimiento, siquiera a repasar algún dedo sobre ellos para limpiarlos. Resultaba irónico que se hubiese desatado una fuerte llovizna mientras mi garganta continuaba seca como el Sahara. La gente corría apresurada por las veredas a resguardarse de los latigazos de agua bajo los toldos o carteles de las tiendas mientras el pavimento iba oscureciendo su tono bajo la lluvia.
Los cristales estaban salpicados y habían comenzado a empañarse bastante, por lo que el chofer activó la calefacción. Habíamos dejado atrás la avenida anterior, y ahora circulábamos por Pueyrredón con rumbo a Plaza Once. Nos movíamos siempre de manera fluida entre mucho tránsito. ¿Adónde pretendían llevarme?
Después de varias cuadras con el mismo rumbo, sospeché que estaríamos yendo hacia la autopista; era eso o internarnos en alguno de los barrios del sur de la ciudad. Pensé que quizá me llevasen hacia algún aguantadero dentro de un barrio marginal.
La tensión era insoportable, y mis fuerzas no resistían un momento más soportando todo aquello. Pensé en mi hermano, en el Payo, en Irene esperándome en vano en una mesa del café... Cobré fuerzas y, antes que me estallase alguna arteria, les hablé como pude, de forma pausada, sin levantar la voz pero tratando que me entendiesen.
—En el maletín tengo el libro que buscan.
Por toda respuesta obtuve un cruel silencio que me desesperó. Me habían ignorado como si no estuviese ahí secuestrado, arrastrado por la fuerza.
La chica proseguía mirándose al espejo como si nada ocurriese, con su mirada despreocupada enfocada cada tanto hacia el exterior, observando la ciudad que se desplegaba bajo la lluvia; el chofer rapado mantenía sus manos al volante, sin gestos que demostrasen ningún tipo de emoción en su rostro de Neandertal; en cuanto al otro gorila, presumí que continuaba apuntándome con aquel grueso revólver, pues esta vez no me animé siquiera a mirarlo de reojo.
Aquel demoledor silencio me hizo comprender que, si volvía a decir alguna palabra, esa bestia me daría, con total seguridad, una buena zaranda. El poco tiempo que lo había tratado el lunes en la tienda me bastó para saber que se sentía superior y virilmente dominante, por lo que tuve que aceptar que solo volvería a hablar cuando él lo quisiese.
Para mi sorpresa, el auto giró repentinamente por la calle Tte. Gral. Perón, abandonando la recta avenida; con ese cambio de dirección ya no iríamos hacia la autopista. Estaba desorientado acerca del destino final de mi forzado viaje; sin embargo convenía a mis intereses que ahora estuviésemos andando por una calle de menor tránsito, pues, al ser poco, cabían esperanzas de cruzarnos con algún control policial. ¿Y si ocurría aquel milagro? ¿Qué tendría que hacer entonces?
El conductor tuvo que detenerse por primera vez ante el semáforo de uno de los ingresos laterales de la grandiosa estación de trenes de Plaza Once, línea que conectaba la capital con el oeste del conurbano, lugar donde yo vivía hasta esa mañana.
En el preciso instante en que nos detuvimos, sentí el arma apoyarse con mayor presión sobre mi lomo, un claro aviso que instaba a no buscar problemas durante la forzosa y breve parada.
Varios peatones cruzaron con rapidez la senda blanca hacia la estación, escapándole a la lluvia que comenzaba a menguar, y advertí que ninguno de ellos prestaba siquiera atención a nuestro vehículo. Un policía ferroviario estaba a tan solo unos cuarenta metros, apoyado sobre las barandas de las escaleras que daban acceso al hall de entrada a los andenes. Era desesperante no tener forma de hacerle saber que yo estaba allí dentro retenido. No podía gritar ni levantar las manos.
Soñar con abrir la puerta de manera audaz y arrojarme del vehículo era impensable: ante el mínimo asomo de movimiento, Kong me colocaría dos petardos en el cuerpo sin ningún sentimiento de culpa, pero ¿y si intentase arrojar el maletín lejos tras bajarme? ¿De quién se ocuparían primero? Otra posibilidad que imaginé era ingresar a los gritos como loco pidiendo ayuda en la terminal de trenes, pero al estar sentado del lado derecho debería cruzar por delante del automóvil, cosa nada conveniente. Para acabar con todas esas complicaciones mentales, el carro se puso otra vez en marcha y todo prosiguió como antes: en silencio y con oscurísimas dudas acerca de mi porvenir.
Hicimos un par de cuadras, no más de cuatro o cinco, y doblamos luego hacia la izquierda sobre una calle angosta; a mitad de la misma nos detuvimos junto al cordón, cosa que no esperaba. La calle estaba desolada, a conveniencia de ellos, sin ningún tipo de movimientos. La lluvia había cesado aunque aún caían algunas gotitas intermitentes.
La pelirroja bajó del auto y se cruzó hacia un portón en mal estado junto a un feo depósito con pinta de estar abandonado desde hacía largo tiempo. Varios galpones, barracas y depósitos ferroviarios fuera de uso se mezclaban entre solitarias y antiguas viviendas en aquellas veredas maltrechas.
—Acá termina tu paseo —me dijo el chofer torciendo el rostro hacia mí.
El tipo esgrimía una ligera mueca que pretendía ser una sarcástica sonrisa. Al ver mejor su rostro noté que, sobre la ceja derecha, portaba un enorme tajo mal cicatrizado. Fue la primera vez que pude oír su ronca voz, carrasposa como si tuviese por costumbre hacerse gárgaras con tachuelas.
Vi que, enfrente de nosotros, la chica intercambiaba palabras a través de un portero eléctrico con alguien que estaba en el interior del depósito, y que la gran cortina metálica comenzaba a elevarse lentamente entre oxidados chirridos.
Sabía que ingresar en ese depósito era lo peor que podía ocurrirme; tras tomar el libro no me dejarían marchar por la vida como si nada. Me estaban enseñando su guarida, por llamarla de algún modo, y eso era algo muy grave. Demasiado grave.
Desesperado, y urgido de tomar alguna pronta acción, hablé por segunda vez tratando de parecer calmo aun a riesgo de recibir un golpe.
—Tengo el libro que necesitan en este maletín. Todo esto no era necesario.
—Parece que tu hermano volvió del viajecito —dijo Kong socarronamente, sin mucho énfasis.
—Llegó anoche. Pude contactarlo… como me pidió… y como ya no les interesaba la tasación él regresó. No tenía sentido quedarse. Yo estaba yendo a casa del señor Gladzco a devolver el libro cuando…
Me detuve porque ¿qué iba a decirles? ¿Cuándo me secuestraron a punta de pistola?
Decidí mirar a Kong por primera vez a la cara, para apreciar su reacción a mis palabras, pero al girar la cabeza, un puñetazo macizo como locomotora y con la rapidez fulminante de un rayo se estrelló contra mi cráneo, dejándome casi desmayado tras rebotar violentamente contra la ventana. El ropero sabía utilizar los puños con demasiado arte, y mi cara fue el destino final de su pincelada.
Sin llegar a perder el conocimiento, pero con todo el universo girando enredado dentro de mi cabeza, me tomé el rostro con ambas manos, en parte para mitigar el dolor que brotaba de aquel mazazo, y otro tanto para evitar que continuase pegándome.
—¿Qué le dijiste a la policía, sorete? —preguntó furioso, mientras colocaba la punta de su pistola en mi cabeza, apenas por encima del oído.
—¿Qué les dije… de qué?
Sin terminar de escuchar mi pregunta, levantó el arma y me partió un violento culatazo de lleno sobre la coronilla.
Desconozco por qué razón no caí muerto ahí mismo, o al menos desmayado. El dolor que me propinó con esos dos porrazos fue tremendo, gigantesco, y ardía como si estuviese quemándome. Noté que comenzaba a caer un hilo de sangre sobre mis manos y rostro.
—Cuidame el tapizado, che… Esperate un poquito y reventalo adentro — sugirió el chofer sin inmutarse mientras sacaba un cigarrillo del paquete que tenía en la mano—. En el lavadero me cobran extra porque les cuesta sacar las manchitas —remató con total desdén, al tiempo que encendía el cigarro que había puesto en su boca.
Me había tocado comprobar en carne propia el sutil uso que esta gente hacía del humor negro. Yo era el convidado de piedra de sus bromas, y era indudable que esa gris mañana iba a ser testigo de un lúgubre show dentro de aquel depósito.