Alta Gracia

Capítulo XX

XX


“Nadie es más esclavo que el que se tiene por libre sin serlo. No se hace digno de la libertad y de la existencia sino aquel que tiene que conquistarlas cada día. Quien en nombre de la libertad renuncia a ser el que tiene que ser, es un suicida en pie. La libertad, como la vida, solo la merece quien sabe conquistarla todos los días”.
Wolfgang von Goethe


—Tenés razón —dijo mi agresor con un destello sádico en los ojos—, allá adentro del cuartito vamos a charlar mejor con este mariconazo.
El tipo debía arrastrar algún trauma infantil con su virilidad, la que necesitaba reafirmar a cada rato. Yo estaba aturdido, demasiado dolorido, y pensando que eso había sido solo la entrada del menú que esos tipos iban a servirme aquel mediodía.
El asunto pintaba de un tono más oscuro que el negro, si es que eso era posible. La mejor perspectiva para mí parecía ser el acabar con los huesos rotos dentro de un zanjón del conurbano. La sangre no solo había manchado el tapizado sino también el interior de la puerta.
Mientras continuaba cubriéndome el rostro como podía, la ruidosa persiana se detuvo a muy poca altura del piso, insuficiente como para que ingresase el automóvil.
La pelirroja cruzó nuevamente la calle y se acercó al vehículo con mala cara; inclinándose junto a la puerta delantera se asomó por la ventana.
—¿Ya lo hiciste enojar a Maguila? —me dijo casi con indiferencia—.
Sabé que se pone bravo cuando lo fastidian.
Decididamente aquel era un trío de humoristas macabros, y estaban por demostrarme que sabían cómo combinar drama y comedia.
—La cortina se trabó de nuevo, a la porquería no hay con que moverla — le informó contrariada a Kong con un resoplido—. Tráiganlo mejor a pie, pero fíjense qué hacen con toda esa sangre… no sea que algún vecino lo vea bajar así.
—El jefe te dijo claramente que había que hacerla arreglar; es tu culpa por no haberte ocupado —le recriminó mi agresor, molesto con que la chica le estuviese dando algo semejante a una orden.
—Yo llamé al tipo del service la semana pasada, pero nunca vino. ¿Qué culpa tengo? ¿Por qué no trataste vos de hacer algo también? —se defendió ella firmemente.
La chica tenía carácter y no temía responderle a la bestia, incluso alzando el tono más que él.
—Conseguite una campera y un gorro, o algo parecido que encuentres; con eso lo meto caminando a este idiota tapado sin que nadie sospeche —le ordenó, dejando el asunto de la cortina zanjado.
La pelirroja se marchó en búsqueda de las prendas, protestando por lo bajo; a su regreso me llevarían camuflado dentro de ese antro y entonces tendría pocas chances de salir vivo. No lograba entender por qué no me habían interrogado durante el paseo, y por qué no se quedaban con el maletín sin necesidad de anotarse otro cadáver en la cuenta.
—Después que entremos llevate el auto lejos, y dejalo tirado como siempre —le ordeno Kong al conductor.
El simio al volante no le respondió. Yo, en tanto, me animé a levantar un poco la cabeza sabiendo que ya no me seguirían pegando dentro del vehículo, y oí aterrorizado los pasos apresurados de la chica llegando hasta mi puerta.
—Ponete esto en la cabeza y echate la campera encima cuando bajes — me ordenó ella fríamente mientras abría un tanto la puerta para darme las prendas.
Una vez que me bajase tendría que caminar menos de treinta pasos hasta llegar a la puerta del aguantadero, y una vez dentro no volvería a ver la luz del sol nunca más. Estaba totalmente jugado sabiendo cuál sería mi destino, no tenía nada que perder con hacer un intento, y lo hice entonces.
—Tengo el Quixote de Gladzco en la valija ¿es necesario que sigan reteniéndome? —arriesgué con dificultad—. Los policías llegaron también preguntando por este libro y les dije lo mismo que a ustedes… que lo tenía mi hermano.
Toda mi suerte giraba únicamente en que hubiese mencionado cualquier libro del universo menos el que ellos buscaban.
—¿Cómo que el Quixote? —se sorprendió Kong, dejando de apuntarme por primera vez.
—Gladzco nos contó que un español muy rico estaba interesado en el libro, y nos pidió que averiguásemos hasta cuánto podía pedir sin que su cliente se asustara. Está en el maletín, pueden ver que no miento.
La apuesta era más que arriesgada, pero como dije, ya estaba jugado y no había mucho que perder. De fallar mi plan contaba con que el bendito Quixote estaba efectivamente dentro del ataché.
—¡A ver! ¡Abrime ya mismo esa valija! —ordenó preocupado.
El gorila estaba desconcertado, como quien acababa de recibir una pésima sorpresa.
Simulé mover los rodillos que activaban la clave para abrir el maletín, y luego fingí abrirlo sin resultado.
—Se debe de haber trabado —comenté mientras daba algunos pequeños golpecitos sobre el mecanismo. El gorila estaba boquiabierto, con la mirada expectante clavada en aquel portafolio que no lograba abrirse; ya no conservaba la misma dureza de cuando me golpeaba.
—Quizás ahora sí —dije y, aprovechando que el revolver no estaba en dirección a mí, me cobré parte de los golpes recibidos estrellando el canto del maletín violentamente contra la cara del desprevenido Kong. Este no se esperaba por nada del mundo una maniobra tan sorpresiva como aquella, lo que ayudó a que el fuerte maletinazo lo arrojara duramente hacia atrás contra el respaldo. El choque le hizo soltar el revólver, que cayó al piso del automóvil.
Sin darle tiempo a reaccionar, le tapé cuanto pude la cabeza con la campera que la chica me había dado, y volví a golpearlo con toda las fuerzas que pude emplear. El ataché era de metal reforzado y el golpe sonó muy feo.
El otro cavernícola que estaba al volante quedó pasmado, sin reacción, ante la escena que se desarrollaba a sus espaldas.
De una fuerte patada, terminé de abrir la puerta, y salí impulsado a toda velocidad hacia afuera del vehículo, con el maletín en mi poder. La dulce pelirroja quedó petrificada; pese a que tuve que salir junto a donde ella estaba de pie, no acertó a hacer nada en mi contra.
Ya estaba fuera y debía correr, correr y huir cuanto pudiese. Estaba agitado por la golpiza, pero la adrenalina me aportó el empuje necesario como para volar a toda velocidad. Era instinto de supervivencia en estado puro.
Encaré de contramano al vehículo, de forma que tuviesen que dar un gran giro en U para perseguirme; hacerlo marcha atrás sonaba muy difícil.
Un ligero trazo de sangre iba señalando mi huida sobre el pavimento mojado. Dos o tres veces giré instintivamente la cabeza para saber qué ocurría detrás de mí, y me alegré de ver que el automóvil continuaba detenido. Supuse que el chofer no debía de estar armado, de otra manera costaba entender por qué no había bajado y comenzado a dispararme, salvo que el tipo fuese tan limitado como su rostro se había esforzado en demostrar.
—¡Seguilo! ¡No te quedes ahí mirando como un idiota! —Se oyó la voz aguda de la joven ordenándole al conductor que hiciese algo pronto.
Mi primer objetivo era alcanzar la esquina donde habíamos doblado ante de detenernos, y no pensaba dejar de correr aunque el corazón me estallase en un millón de pedazos.
Mis piernas parecían querer rasgar el pavimento, y los brazos se bamboleaban de aquí para allá en un compás salvajemente desordenado; mientras tanto la leve llovizna continuaba licuando la sangre que caía sobre toda mi ropa, dejándome con un aspecto desastroso.
Llegando a la ochava, oí el arranque violento del motor; el carro estaba dando un acelerado giro para darme alcance. El ángulo era cerrado debido a la estrechez de la calle, y como mi puerta había quedado abierta en vaivén, con la brusca maniobra el conductor la había abollado contra un poste.
Yo seguía corriendo desesperado en dirección hacia la calle General Perón; tenía pensado ir rumbo a la estación, por lo que tendrían que perseguirme con el automóvil de contramano llamando la atención de todo el mundo. Quizá también de la policía.
No tenía tiempo para escoger otros caminos, pero al mirar en diagonal se me cruzó una mejor idea: allí estaban los depósitos y talleres ferroviarios. Un largo paredón los separaba de la calle, y si yo lograba colarme dentro ya no podrían seguirme con el coche, que era una de las ventajas que tenían sobre mí.
El único inconveniente era que el muro tenía un poco más de tres metros de altura, y no podía dar un salto tan grande para treparme. Por fortuna, unos trabajadores habían estado abriendo unas zanjas sobre la vereda, y habían dejado unos caballetes colocados para que nadie cayese dentro. Sin dudarlo, me subí a uno de ellos y arrojé el maletín hacia el otro lado; luego estiré los brazos cuanto pude hasta llegar a la cima de la pared. La cabeza me dolía muchísimo por los golpes recibidos, pero mis brazos estaban allí para ayudarme.
El auto de mis perseguidores frenó ruidosamente detrás de mí, y mientras terminaba de tomar el impulso necesario para trepar alcancé a ver que Kong se asomaba furioso por la ventana. En el extremo de su brazo empuñaba el arma, con la cual me disparó abierta y rabiosamente en el preciso instante en que colocaba mis piernas en lo alto de aquella pared, con el resto del cuerpo recostado verticalmente sobre ella. El chasquido resonó con estruendo y oí claramente el “ping” impactando sobre los ladrillos, apenas unos centímetros por debajo de mí, dejando una caverna en el muro para que las arañas se refugiasen.
Me apresuré a descolgarme hacia el interior del terreno, pero aún mis dedos seguían sosteniéndome de lo alto; calculé la altura que restaba para llegar al suelo a fin de no doblarme los tobillos al caer, e intenté ver si el lugar estaba despejado ¡tampoco era cuestión de descender sobre un montón de hierros oxidados y morir empalado!
Dichosamente, el terreno estaba libre para mi caída; por debajo se veía únicamente un extenso charco que se había formado con la lluvia; me solté y aterricé de lleno en él, sin resbalar ni caer de bruces contra el piso; vi que el maletín estaba tirado muy próximo a mí, y me apresuré a recogerlo.
Mis zapatos estaban ahora llenos de barro. No había reparado en lo difícil que iba a ser correr en ese estado o desplazarme sobre un terreno enlodado. Dos balazos contra la pared me recordaron que tenía a los gorilas siguiéndome de cerca, así que enfilé en veloz carrera hacia los enormes galpones de ladrillos y chapa. No dudaba en que ambos se treparían tras de mí, y entonces debía sacarles la mayor distancia posible o tratar de esconderme en algún lugar seguro.
Aquellos galpones donde se reparaban los trenes eran, en realidad, varios cuerpos integrados que constituían un solo edificio de enormes proporciones, de casi doscientos metros de largo por unos cuarenta de ancho, pero con muchísimos accesos laterales abiertos. Corrí hacia el que tenía más a mano, y dentro me encontré con que el piso estaba surcado por varias vías peligrosamente electrificadas. Tenía que cruzar el taller lateralmente hasta llegar a las puertas que tenía enfrente, porque huir a lo largo del llano y sin reparo era lo mismo que asegurarme varios plomos por la espalda.
En diagonal a mí estaban detenidos unos vagones en reparación. No consideré seriamente ocultarme allí ni por un solo instante, pero sí utilizarlos para parapetarme durante la corrida.
Lo hice al tiempo que la voz del simio que había estado al volante me delataba estridentemente mientras me señalaba, feliz de haberme descubierto: «¡allá va el hijo de…!». Un insulto recordó a mi madre, y dos disparos que sonaron muy cerca me hicieron olvidar la afrenta; los vagones me estaban cubriendo muy bien. De todos modos corrí lo más encorvado posible para no ofrecerles tanto blanco.
Ser alcanzado por cualquiera de esos balazos podía ser fatal, pero mucho peor aún resultaba pisar el tercer riel junto a las vías, aunque solo fuese un instante: cada tramo poseía una potencia de 800 voltios, los necesarios para mover los motores de aquellos vagones y para carbonizar en el acto a un ser humano. El mayor peligro estaba en no resbalarme durante la carrera, pues el barro de las suelas podía jugarme una fatal mala pasada haciéndome caer sobre ellos.
Con la coordinación digna de un acróbata chino logré, de salto en salto, alcanzar una de las salidas mientras mis perseguidores estaban aún lejos, en la otra punta.
Afuera, una abierta explanada de césped mojado, y algún que otro árbol solitario, me separaban otros cuarenta metros de dos pequeñas construcciones con techos a dos aguas, que posiblemente fuesen oficinas de pañol o unos vestuarios para que los obreros se cambiasen.
Corrí hacia ellas sin tener ninguna otra mejor opción, dado que estaba todavía a merced de los balazos que llegarían en cuanto aquellos dos lograsen también cruzar los mortales rieles. No había ningún obstáculo tras el cual resguardarme en ese tramo, y estaba empezando a arrepentirme del camino elegido.
Mis dos cazadores lograron, lamentablemente, asomarse por la puerta del galpón sin electrocutarse. No me hubiese importado que el sistema ferroviario se hubiese paralizado por culpa de ellos.
Mientras no cesaba de huir como loco, noté que se abría una de las puertas de aquellas edificaciones, y vi salir de allí a un empleado.
—¿Qué hace acá? ¡Es zona prohibida! ¿Está loco? —me gritaba azorado mientras corría a mi encuentro con ambos brazos abiertos, como para intentar detenerme con un tacle propio de un partido de rugby.
No me fue necesario esquivarlo, porque un disparo de Kong le hizo saber por qué yo estaba huyendo dentro de ese predio. El obrero dudó si tirarse al piso o regresar a la cucha de donde había salido, pero finalmente comenzó a correr en la misma dirección que yo lo hacía, mientras tocaba fuertemente un silbato que llevaba consigo. Con la velocidad que llevaba de carrera no me costó nada darle alcance y dejarlo atrás en unos segundos.
Pasé veloz junto a las dos construcciones, despreocupándome por la suerte de aquel hombre. ¡Tendría que arreglarse solo, como yo venía haciéndolo!
Al pasar por un pequeño callejón que quedaba formado entre ambas casuchas, comprobé que había sido un acierto no ingresar en ninguna de ellas, pues no hubiese podido resistir mucho tiempo ahí dentro. Ambas tenían grandes ventanas sobre tres de las cuatro paredes, y no les hubiera costado nada acribillarme desde cualquiera de ellas mientas yo intentaba cerrar la puerta –suponiendo que tuviese llave–.
Tras esas construcciones de ladrillo, de puro estilo inglés de principios de siglo pasado, se abría un nuevo llano de otros treinta metros de ancho, surcado por cuatro carriles más de vías electrificadas, que eran el nuevo desafío. Si lograba cruzarlos tendría muchas chances de escapar a través del estacionamiento que daba directamente a la calle.
Sentí el ruido de los fuertes pisotones y chapoteos aproximándose muy cerca, y también oí unos cuantos gritos del operario, al que Kong le había dado a probar algo de su menú al paso.
Logré pasar cuidadosamente la primera de las vías y, cuando estaba llegando al comienzo de la siguiente, escuché otro grito muy fuerte que me hizo girar la mirada inconscientemente hacia atrás, angustiado por comprobar a qué distancia estarían los dos gorilas de mí. Observé que era el chofer quien estaba castigando ahora duramente al operario, hasta hacerlo caer sobre la grava, y advertí aterrorizado que Kong estaba casi a punto de alcanzarme. ¡Esa bestia poseía el entrenamiento de un atleta olímpico!
De pronto, una potente bocina me produjo un terrible sobresalto. Me estremecí al ver que tras la curva venía un tren a toda marcha por la misma vía que estaba a punto de cruzar. La máquina no tenía posibilidades de frenar a tiempo, y si yo me detenía Kong me haría saber cuán enojado estaba por los golpes que le había dado con el maletín. Sabía que era preferible abrazarme al tercer riel que dejar que la bestia me atrapara. Era una opción más rápida y menos dolorosa.
El ropero estaba a pocos metros, pero yo le llevaba aún una pequeña ventaja. Decidido, cerré los ojos y me lancé a cruzar los rieles en una carrera contra el tren que ya se me venía encima. Oí el último bocinazo desesperado del motorman como un estruendo que taladró mis oídos, pero esta vez no me produjo ningún sobresalto. Solo cerré fuertemente los ojos, sin encomendarme a ningún santo. Intenté gritar pero el impulso quedó ahogado por el ensordecedor ruido de las ruedas repiqueteando contra las uniones de los rieles.
Al cabo, esa sería la misma sensación que experimentaba cualquier suicida que se arrojaba a las vías.
El sonido del rapidísimo paso de los vagones seguía brotando estrepitosamente cerca de mí, al igual que las vibraciones del piso y las ráfagas de viento que la formación lanzaba contra mi espalda; abrí los ojos y noté que el tren no había llegado a rozarme, y que Kong había quedado del otro lado.
Eché una enorme carcajada de felicidad por seguir vivo, y seguí corriendo cuanto pude hacia el estacionamiento, acompañado de la grata sensación de estar todavía en este mundo, aunque fuese salvado por los pelos y tuviese a un maniático armado y a los tiros por detrás.
Afortunadamente había un intenso movimiento de operarios y obreros en aquel playón; bajo la llovizna varios peones estaban ocupados en descargar materiales desde un camión estacionado. Uno de ellos señaló hacia mí, dando unas voces que no llegué a entender. Advertí que a un costado estaba detenido un vehículo de la custodia del transportista, y que uno de los guardias –vestido de civil– bajaba agitando un arma en contra de mí.
—¡Ayuda! ¡Me persiguen dos tipos armados! —alcancé a gritarle a viva voz, aun a riesgo de quedar sin aire en los pulmones.
Mientras me acercaba, el otro guardia que lo acompañaba se colocó en posición de tiro junto al camión.
El primero alzó el arma contra mí, sin saber muy bien qué era lo que estaba sucediendo, y me ordenó con un grito que me detuviese.
—¡Quédese quieto ahí! ¡No se mueva! —me ordenó, con tono muy de película, pero ¿debía obedecer y regalar los segundos de ventaja que había logrado sobre Kong arrojándome contra el tren?
Cumpliendo la orden a medias dejé de correr, pero proseguí caminando veloz sin detenerme, con la mirada clavada en él.
—¡Le dije que se detenga! ¡No me obligue a disparar! —volvió a insistir el guardia, extrañado ante mi actitud.
Entonces levanté las dos manos demostrando que no tenía con qué atacarlo.
El guardia avanzó unos pasos hacia mí, apuntándome a la altura del pecho. Yo estaba con las manos arriba y me había detenido ante él.
—¡Tire ese maletín a un costado y quédese quieto, con las manos arriba! —ordenó firmemente, a unos cuatro metros de distancia.
No podía entender cómo con mi apariencia lastimosa —y portando solamente un barroso maletín—, le podía parecer un sujeto peligroso.
—¡Tire ese maletín hacia un costado! —insistió el otro también con un grito.
—¿Qué diablos lleva ahí adentro? —preguntó nervioso el que estaba más cerca mientras me apuntaba.
—¡Libros! —respondí.
—¡¿Libros?!
—¡Tire el maletín a un costado como le dije, o le vuelo la cabeza acá mismo! —ordenó violentamente.
No podía creer que me confundiesen con un terrorista musulmán, del IRA, la ETA o cualquier ente terrorista parecido, y tampoco podía perder más tiempo discutiendo. ¡Tenía que hacerles ver que yo era la victima!
Obedecí, y mi ataché con un libro de doscientos mil dólares y otros dos ejemplares históricos muy caros reposaba ahora a un metro de distancia sobre el barro mezclado con grava. ¡Si el licenciado Bustos hubiese visto aquello!
—¡Necesito ayuda, por favor! ¡Me están persiguiendo! —dije desesperado, señalando hacia mis espaldas—. ¡Fíjese cómo estoy lastimado!
Al voltearme percibí la silueta de Kong que venía nuevamente a la carrera.
—¡Es ese! —señalé a los gritos, advirtiendo que empuñaba su arma contra nosotros.
Los dos guardias no tardaron en comprender definitivamente lo que estaba ocurriendo cuando este nos lanzó unos violentos disparos. El estrépito de aquella balacera casi me dejó sordo, pues así de cerca habían pasado. Una de las balas terminó impactando en la frente del primer guardia, que cayó inmediatamente desplomado frente a mí, con un agujero de lado a lado.
Nunca antes había vivido una situación semejante, y mucho menos ver morir a nadie en una ejecución tan salvaje.
Una amarga sensación de vómito subió por mi esófago pero la contuve a tiempo. La explosión de aquellas detonaciones había hecho que los obreros comenzaran a correr desesperados hacia todos lados, como hormigas enloquecidas que huyen de un hormiguero pisoteado. Por mi parte, corrí junto al otro custodio, agachándonos entre los pocos autos que nos servían de escudo.
Kong se había escudado detrás de unos barriles apiñados sobre uno de los laterales; había visto el maletín y buscaba la oportunidad de hacerse con él. Yo, en tanto, observé que un enorme portón abierto me daría escape hacia la calle Bartolomé Mitre.
El guardia que quedaba con vida se asomó enloquecido desde la posición donde se había atrincherado, y desde allí comenzó a dispararle con toda la rabia a Kong, que seguía tras los barriles.
—¡Te voy a reventar, hijo de putaaaaa! —gritó absolutamente desquiciado, y se oyeron tres explosiones que se confundieron en el aire, sin que supiese de cuál lado provenían ni qué había volado.
Tenía la salida muy cerca, y corrí hacia una casilla de vigilancia que estaba junto a ella, protegiéndome como pude tras cualquier objeto que fui encontrando en el camino, y encomendándome donde no los había. La garita se encontraba vacía, pues el portero había corrido bien lejos al comenzar la balacera. Desde esa posición, bien parapetado como me encontraba, aproveché para observar lo que estaba ocurriendo: pude ver el feroz enfrentamiento entre Kong y el guardia, a quien una de las balas le había alcanzado un hombro y sangraba demasiado. Uno de los barriles cercanos a Kong estaba incendiándose, y el fuego comenzaba a extenderse hacia donde se encontraba el maletín. Yo solo quería ganar la calle urgentemente, y tras echarme unas zancadas desesperadas logré alcanzar las veredas de la calle Mitre, aún con disparos oyéndose de fondo.
En la calle, algunos peatones que circulaban parecían sorprendidos por los ruidos, pero sin saber de qué ni de dónde provenían, pues el tránsito – congestionado por taxis y colectivos– ensordecía a todo el mundo con sus bocinazos y se confundían con el ruido de los disparos. Cualquiera que anduviese por ese lugar hubiese permanecido ajeno a lo que estaba ocurriendo dentro de los playones de la línea Sarmiento.
Únicamente aquellos que me veían venir corriendo se iban abriendo paso, temerosos de mi presencia. Sin detenerme, doblé a toda prisa por Agüero con rumbo hacia Rivadavia.
Había logrado por ahora salir airosamente con vida, pero los libros ya no estaban conmigo.
Y no pensaba volver a reclamarlos.




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